El
“consultor de comunicación y “profesor de storytelling” Antonio Núñez López[1] nos
indica que “como colonias de pingüinos sobre icebergs, vivimos cada día en
menos espacio, en contacto permanente y generando un ruido ensordecedor.”
“Gracias a las nuevas tecnologías, nos comunicamos con
más frecuencia que nunca, en tiempo real y sin apenas limitaciones de tiempo,
distancia o coste. Puede que nuestra comunicación sea más emocional, más
superficial e impulsiva que antes, pero a cambio es más democrática. Para
hacerse oír ya no es necesario disponer de los recursos de las grandes
empresas, los partidos políticos o los grupos mediáticos. Cualquier miembro
anónimo de la colonia puede lanzar un mensaje que, viajando de persona en
persona, de clic en clic informático, puede alcanzar una difusión planetaria o
convocar a todo un país a las plazas. (…) Las
nuevas reglas de la comunicación de persona en persona son la conexión con un momentum
social adecuado, un relato aglutinante capaz de incendiar la mecha del debate,
un mensaje líquido y susceptible de ser personalizado por cada participante,
canales de comunicación poco cooptados y un proceso de difusión libre y
asincrónico. Comunicar hoy es propagar. Las campañas electorales no dejan de
reflejar este cambio en las comunicaciones. Todos los estudios coinciden en
que, durante las últimas elecciones presidenciales estadounidenses, el equipo
de Obama apenas pudo orquestar un 60% del ruido que se generó sobre el
candidato. El 40% restante fue creado por ciudadanos anónimos y escapó al
control de la candidatura.
Cuando un
pingüino de una colonia se zambulle en el agua, poco a poco todos los demás
miembros de la colonia se van arrojando impulsivamente al agua, por instinto.
Por eso hablo de ‘lograr un pingüino’ cuando un ciudadano, una marca o una institución
consigue poner en marcha un proceso de comunicación en cadena de alcance masivo.
Por el contrario, llamo ‘hacer el pingüino’ a lanzarnos a responder a las
declaraciones de un adversario político, a reenviar un correo electrónico o un
tuit, o declarar ‘me gusta’ en Facebook, sin reflexionar demasiado ni en el
mensaje ni en las consecuencias de nuestra participación en la cadena…”[2]
Una imagen sugerente… donde
falta algo esencial: las colonias de pingüinos no se hacinan en los icebergs
porque se estén reproduciendo descontroladamente, sino porque los bancos de
hielo menguan de forma dramática en un mundo de “efecto invernadero”
intensificado por el exceso de dióxido de carbono que vierte a la atmósfera un
“estilo de vida” insostenible… del que quizá forme parte la opulencia
comunicativa que este autor analiza.
Y junto a la “estrategia del
pingüino”, practicamos intensamente la estrategia
del avestruz: denegación. Meter la cabeza debajo de la tierra para evitar
enfrentarnos con realidades desagradables. La más importante de todas: estamos
viviendo sobre este planeta como si fuéramos depredadores extraterrestres, como
si nos hallásemos acampando temporalmente en un planeta de usar y tirar; pero –por
el contrario-- somos terrícolas interdependientes y ecodependientes, sin
planeta de recambio al que emigrar.
Sobre lemmings (en videojuegos) y seres humanos desconectados
En septiembre de 2009, dos cargueros alemanes
llamados Fraternity y Foresight abrieron por vez primera el
“paso del noroeste” aprovechando que el calentamiento global deshiela
ominosamente el Ártico en verano. Se trata de la ruta que une Europa con Asia a
través de Siberia, y --con espantoso simbolismo-- lo que transportaban ambos
buques eran sendas turbinas de gas para una central eléctrica que Rusia estaba
construyendo en la ciudad siberiana de Surgut. Vale decir, material para
incrementar aún más las emisiones de dióxido de carbono y así realimentar el
calentamiento global. Más leña, en suma, para la pira donde vamos a arder.
En 2011 fueron ya 18 buques los que pasaron desde el
Atlántico al Pacífico a través de esta ruta.[3]
Levante
usted la mirada del periódico, amiga lectora, amigo lector, y mire a su
alrededor. Aunque verá seres humanos afanándose en sus tareas cotidianas
--atribulados y contentos, cuidándose y dañándose unos a otros, persiguiendo
metas y sorteando obstáculos--, trate de ir más allá de la superficie. ¿Ve lo
que trasparece? ¿No son algo así como innumerables pequeños roedores avanzando
–con hocico tembloroso y mirada fija— hacia el horizonte? Sí, eso es: enormes
manadas de lemmings –somos siete mil
millones desde finales de 2011— que, a punto de precipitarse al inimaginable
abismo, prosiguen su huida hacia delante.
Cabría
por cierto puntualizar: esos lemmings son
más bien habitantes de los videojuegos que de las tundras árticas. Pese a la
creencia popular alimentada por un tramposo documental de Walt Disney –White Wilderness, 1958--, los lemmings
auténticos no se suicidan en masa, sólo se ahogan ocasionalmente cuando en sus
migraciones tratan de cruzar cursos de agua demasiado anchos para sus
capacidades natatorias (por otra parte considerables). En suma: para buscar
buenos ejemplos de conductas suicidas en masa, ¡tenemos que mirar hacia
nosotros mismos!
Uno
diría que hay dos fenómenos psicosociales clave para entender el desastre
colectivo que estamos forjando. Han sido evocados otras veces, pero me parece
importante volver sobre ellos.
(A)
Nuestra miopía intertemporal. Según nos informan los
especialistas, un gran número de pruebas realizadas bajo toda clase de
condiciones han demostrado que los seres humanos, al igual que otros animales,
obedecemos de manera innata a ciertas curvas hiperbólicas de descuento. “La
especie humana desarrolló evolutivamente una curva de descuento muy regular
pero muy arqueada para evaluar el futuro”[4].
De esta forma, los beneficios inmediatos
se prefieren a los futuros, y manifestamos una acusada “miopía intertemporal”.[5]
(B) Los fenómenos de desconexión respecto de la base biofísica que sustenta nuestras
vidas. Logramos vivir en auténticas “burbujas culturales”, relativamente
independizadas de las molestas intromisiones de la realidad exterior. A esta
clase de burbujas pertenece la ilusión de que nos hemos independizado de la
naturaleza (en el sentido de los ecosistemas y la biosfera, en este caso)[6];
así como el énfasis en el individualismo competitivo que hallamos en nuestra
sociedad. Uno diría que tres entornos donde cada vez más gente vive tramos cada
vez más amplios de sus vidas son especialmente importantes en la inducción de
ignorancia acerca de nuestra ecodependencia (e interdependencia):
1. La ciudad, el entorno urbano
dependiente de un vasto territorio circundante para el abastecimiento de
recursos y la absorción de residuos, pero cuyos sus habitantes tienden a
desconocer esos nexos…
2. El dinero, la economía
crematística que se imagina poder reducir todos los valores, cualidades, bienes
y males a la cuantificación dineraria… (Decía Lewis Mumford –y nos lo recuerda
Emilio Santiago Muiño—que la simplicidad de las abstracciones económicas no es
una forma de alcanzar la realidad objetiva, sino de apartarse de ella.)
3. El ciberespacio y la
realidad virtual, donde nos imaginamos desligados de toda existencia física[7].
Identificar esta dos importantes tendencias
psicosociales y hacernos conscientes de las mismas nos abre la posibilidad de
contrarrestarlas.
Pensemos por ejemplo en la miopía intertemporal.
Esta clase de falibilidades e inconsistencias, formas de “debilidad de la
voluntad” percibidas desde antiguo, dieron lugar a todo un conjunto de dispositivos de compromiso sancionados
socialmente para impedir que sacrifiquemos nuestro bienestar a largo plazo –y
el de los demás— en el altar de los placeres inmediatos. Siguiendo a Avner
Offer, Tim Jackson explica que estos mecanismos institucionales regulan el
equilibrio entre las elecciones que hacemos hoy y las del futuro. Las cuentas
de ahorro, el matrimonio, las normas de conducta social, y en cierto sentido el
gobierno político, pueden ser considerados dispositivos de compromiso[8]. Los seres humanos somos
animales culturales: la cultura (incluyendo su componente tecnológica) supone
para nosotros una “segunda naturaleza”. Más aún, ni siquiera podemos
deslindarla significativamente de nuestra naturaleza biológica.
[1] Se presenta a sí mismo de
esta guisa: “Miembro de la National Storytelling Network, en la actualidad
trabaja en Story & Strategy, asesorando a candidatos y a partidos
políticos, celebridades, medios de comunicación y empresas y marcas como BBVA,
Danone, Hewlett Packard, McDonald’s, Novartis, Repsol YPF o Telefónica I+D”,
además de impartir cientos de cursos y conferencias… Véase http://antonionunez.com/2011/05/12/antonio-nunez-el-libro-la-estrategia-del-pinguino-en-20-frases/
[2] Antonio Núñez López,
“Arrojarse al agua porque otro lo hace”, El
País, 23 de mayo de 2011. El autor resume tesis expuestas más por extenso
en su libro La estrategia del pingüino, ed.
Conecta, 2011.
[3] Trinidad Deiros “Noruega
abre la última frontera del Ártico”, Público,
4 de enero de 2012.
[4] George Ainslie, Breakdown of Will, Cambridge University Press, Cambirdge 2001, p.
46.
[5] Sobre este fenómeno ha
llamado la atención Anthony Giddens en varias ocasiones: “¿Existe algún factor
de conducta que influya prácticamente en todos los aspectos de nuestro estilo
de vida? Sí. Uno de los más importantes es el que los economistas llaman, con
cierta tosquedad, el descuento
hiperbólico. Si a una persona le dan a escoger entre 50 euros hoy o 100 euros
mañana, lo normal es que prefiera esperar a los 100. Pero si el plazo de tiempo
es de un año, casi todo el mundo prefiere quedarse con los 50 euros en mano.
Las consecuencias futuras --buenas o malas-- no suelen contar mucho en nuestras
decisiones actuales. Cada año, en el Reino Unido, se someten a cirugía de bypass miles de personas, pero sólo el
10% de ellas introduce después en su vida los cambios necesarios para evitar
nuevas complicaciones, entre las que puede estar una muerte prematura. El
descuento hiperbólico es uno de los principales factores que explican la
actitud tan perezosa de la mayoría de la gente ante las amenazas del
calentamiento global. Según los sondeos, la mayoría acepta que el cambio
climático es una realidad y que la causa está en nuestro propio comportamiento.
Sin embargo, la proporción de gente que está dispuesta a modificar ese
comportamiento de forma significativa es muy baja. Lo que eso implica es
inquietante. Las campañas de concienciación y los eco-impuestos, por muy meditados y organizados que estén, tienen
una repercusión marginal. Tal vez sea necesaria una catástrofe --algo que
ocurra en el presente-- claramente atribuible al calentamiento global para que
la gente empiece a prestar la debida atención.” (Anthony Giddens, “Cambiar el
estilo de vida”, El País, 22 de
octubre de 2007.)
[6] Pensemos en los discursos
sobre sociedad posindustrial, sociedad del conocimiento, capitalismo cognitivo,
desmaterialización, realidad virtual... Todo ello tiende a apuntalar esa
burbuja.
[7] Sobre esta desconexión con
respecto a las bases naturales de nuestra existencia, de las que dependemos,
insiste mucho Keith Farnish (véase http://www.farnish.plus.com/amatterofscale/).
La paradoja: “estar conectado”, en un entorno urbano y tecnológico, se refiere
para la gran mayoría de la gente a las telecomunicaciones… no a la conexión con
la naturaleza y la vida.
[8] Tim Jackson, Prosperidad sin crecimiento. Economía para
un planeta finito, Icaria, Barcelona 2011, p. 198-199.
Jorge Riechmann. Interdependientes y ecodependientes. Ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella). Ed. Proteus. 2012. Y también en Ética Intramuros. Universidad Autónoma de Madríd, 2017
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