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viernes, 14 de abril de 2017

3 textos de LA ESTACIÓN AZUL de JAVIER LOSTALÉ




Amar es libertad

Para Ignacio Elguero

Quien ama se ilumina con la visión de la amada que, plena en su cielo, vive en el confín de su sangre, allí donde quien es canta sin sombra. Quien ama escucha esa canción, y no la roba para brillar como un lucero sobre su pecho transparente, sino que en silencio vuela por sus notas hasta que la amada como una diosa exenta fluya por un horizonte sin término. Quien ama no asfixia el corazón de la amada con las algas de sus brazos hasta nublarlo en su propia memoria, sino que lo recibe temblando el misterio de una vida en cuya consumación su tiempo arderá. Quien ama calla cuando la amada se vuelve aurora al contar su historia. No quiere con su voz apropiarse de un alma que, liberada, dice su secreto en un momento de eternidad. Quien ama ve cómo la amada transcurre gozosa por la tela de araña de sus sueños. Y sin despertarla se desnuda para entrar en su blando espacio y cruzarlo con una tensión azul que no hace sino ahondar la invisible senda por la amada elegida. Quien ama no cambia la hora en luna de la amada, sino que desvaría al compás mientras se aleja en busca de una quietud luciente donde a solas la bella herida abierta por la amada curar. Quien ama besa a la amada, y su beso no es cárcel de espuma íntima, sino que, separado, su cuerpo resplandece en la amada como una estrella fija cada amanecer. Quien ama nunca con su pensamiento enclaustra a la amada. Por el contrario, la reconoce en la distancia núbil que de ella siempre le separa. Quien ama nunca apaga las imágenes en las que la amada no se deja de mirar, sino que las empuja con sus ojos hasta que empiecen a germinar. Y luego se retira para no violar la historia concebida antes de él llegar. Quien ama habita la tristeza, pues quisiera que la amada fuese siempre la rosa pura del manar, el tiempo luminoso que queda cuando ella ya no está. Quien ama sabe que sólo es verdad si la amada brilla única en el confín de su libertad. Y desde allí responde la ancha y honda voz del amor. Quien ama sabe que sólo es verdad si la amada se conquista a sí misma mientras el amante abrasado la mira su cima alcanzar.



Bastan unas cuantas palabras fieles



Bastan unas cuantas palabras fieles, ésas que se pronuncian como toda la vida, para que alguien abra en silencio el corazón de una imagen y deposite allí el cofre sin llave de sus días. Bastan unas cuantas palabras fieles, para que la rama solitaria de una existencia se pueble con el canto de todo lo que amó. Y así, árbol ya, alce su copa hasta el cielo de una música que es comunión. Bastan unas cuantas palabras fieles, ésas que se pronuncian como el atardecer de unos labios que guardan entera la luz de lo vivido, para que quien expulsado del mundo las escucha sin regazo, regrese íntimo a su casa y la habite con un nombre. Bastan unas cuantas palabras fieles, ésas que suenan tan verdaderas como el pulso, para que todo lo que alguien aprendió quepa dentro de una lágrima. Y es que quien escucha su viejo, pero único amanecer, sólo sabe la limpia luz que le ahoga. Y balbucea. Bastan unas cuantas palabras fieles para que quien supo del engaño de un cuerpo y su helada sombra final, tiemble despacio hacia el abrazo en un puro abandono con el que cura su vida. Para que, quien las escucha, sienta el alma exhalada, y un momento se retire para, conturbado, germinar un beso tan hondo como el sueño de la sangre. Bastan unas cuantas palabras fieles, ésas que se pronuncian como la luz de una estrella fija, para que alguien piense, y al pensar, en cada imagen alumbre su rosa. Basta, amor, alguien insiste, que levantes mi sombra en tu mirada, y calles dentro de ti mi vida, basta eso, amor, para que el mundo sea el más bello secreto que entre dos respira.




Todos necesitamos a alguien



Todos necesitamos a alguien. Desde que nacemos somos la herida abierta de un nombre, príncipes voluntariamente destronados por la sombra de un ser. En nuestros primeros balbuceos destella la corola de unos labios que nos pronuncian. Y si abrimos los ojos alguien nos cruza a su ladera. Todos necesitamos a alguien para tener historia, para entrar en la aurora con las alas de un secreto, para atardecer en el horizonte cansado de otro corazón. Todos necesitamos a alguien para que nuestras palabras se escuchen como señas de lo que en silencio constantemente arriba. Y así quien responda sepa que la voz que oye está pulsada por la translúcida campana de lo ausente. Todos necesitamos ser sueño de alguien para que se abra en nuestra soledad el cuerpo de lo invisible y abracemos su fantasma de luz hasta confundir el tiempo. Todos necesitamos deshabitarnos en la memoria de alguien cuando la sangre desborda sus estrellas. Nuestra imagen, clara se refleja en la distancia hacia otro ser. Nunca triunfamos solos, sino que siempre un corazón planta su rosa en el centro de nuestra gloria. Y su aroma nos devuelve a la pureza del principio. Nunca fracasamos solos, pues la fidelidad de una voz en su tiempo nos resucita. Detrás de cada movimiento nuestro otros pasos nos dibujan en su paisaje. Y no hay silencio sin dos. Somos el flujo de la mirada que nos sostiene, el ala rota del pájaro de otro pecho. Y si lloramos nuestras lágrimas resbalan por el espacio vacío que dejó otro ser. Somos el infinito de un momento de amor, el rostro de quien un día nos besó. Y se hizo carne. Somos el día siguiente de un cuerpo que una noche nos navegó. Somos lo que no somos cuando alguien dentro de nosotros ardió. Vivimos como una cometa prendida al seno del aire de otro ser. Su pulso es nuestro rumbo. Y cuando ya no estemos alguien todavía respirará el mundo desde nosotros.


Javier Lostalé. La estación azul. Ed. Renacimiento, 2017
Fotografía de Charles Grogg







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