Ken Booth emplea la imagen del juicio final, en el sentido siguiente: “Un ‘juicio’ es una
situación en la que los seres humanos, como individuos o como colectividades,
nos encontramos frente a frente con nuestras formas de pensar y de comportarnos
arraigadas pero regresivas. Ante un juicio, tenemos que cambiar o pagar las
consecuencias. Lo que llamo el ‘juicio final’ es la manera que tiene la
historia de ajustar cuentas con las formas de pensar y comportarse establecidas
–y en mi opinión regresivas—de la sociedad humana a escala global”[1].
Estas formas de pensamiento y acción, a las que Booth se refiere, pueden
cifrarse en:
· unos cuatro mil años de
patriarcado (la idea de que los varones son superiores y deben dominar la
sociedad);
·
dos mil años de religiones proselitistas (la convicción de que nuestra
fe es la verdadera y merece ser universalizada);
·
quinientos años de capitalismo (“un modo de producción de increíble
éxito, pero que exige que haya perdedores además de triunfadores, siendo la
naturaleza uno de los perdedores más destacados”, p. 13);
· unos trescientos años de
estatismo-nacionalismo (el juego de la soberanía acoplado con el narcisismo
nacional, que genera una política internacional concebida como lucha
competitiva de unas naciones contra otras, en el contexto de la desconfianza
humana y la institución de la guerra)
·
unos doscientos años de racismo (la ideología según la cual hay seres
humanos superiores e inferiores, basada en diferencias biológicas menores);
·
y casi cien años de “democracia de consumo” que ha conducido a lo que
JK Galbraith llamó una cultura de la
satisfacción para los triunfadores dentro de cada sociedad y entre unas
sociedades y otras, mientras que los perdedores viven en condiciones de
opresión y explotación.
El juego histórico de estas ideologías e instituciones
nos ha llevado a un mundo crecientemente irracional, desequilibrado,
disfuncional, donde cientos de millones de seres humanos, y la naturaleza, se
encuentran cada vez peor; y donde la enloquecida huida hacia adelante es la
única “normalidad” que parece reconocer la economía.
Homo sapiens
sapiens
lleva –llevamos— unos 200.000 años en este planeta; pero han bastado apenas
siglo y medio de sociedad industrial –menos
de una milésima parte de ese lapso temporal– para situarnos frente al abismo.
Aún no hemos aprendido a vivir en esta Tierra. “No hemos sabido afrontar el
conflicto básico entre la finitud de la biosfera y unos modelos socioeconómicos
en expansión continua, profundamente ineficientes, impulsados por un patrón de
crecimiento indefinido.”[2]
Con una simplificación que creo no traiciona a la realidad, cabe decir
que la pregunta decisiva para los seres humanos sigue siendo la misma que hace
cincuenta mil años: ¿dominio del fuerte sobre el débil, o cooperación entre
iguales?
[1] Ken Booth, “Cambiar las
realidades globales: una teoría crítica para tiempos críticos”, Papeles de relaciones ecosociales y cambio
global 109, CIP Ecosocial, Madrid 2010, p. 12.
[2] Jorge Ozcáriz y otros: Cambio global España 2020-2050. El reto es
actuar, Fundación General de la
UCM / Fundación CONAMA, Madrid 2008, p. 18.
Jorge Riechmann. Interdependientes y ecodependientes. Ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella). Ed. Proteus. 2012. Y también en Ética Intramuros. Universidad Autónoma de Madríd, 2017
Jorge Riechmann. Interdependientes y ecodependientes. Ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella). Ed. Proteus. 2012. Y también en Ética Intramuros. Universidad Autónoma de Madríd, 2017
Es más, yo diría simplemente que, AÚN NO HEMOS APRENDIDO A VIVIR.
ResponderEliminarsalud