Tal y como se indica en la obra de referencia del MA
internacional Ecosystems and Human
Well-Being: Scenarios, diferentes investigadores han sugerido que el altruismo es un valor clave en lo que a
preocupación ambiental se refiere. “Bastante trabajo empírico dentro de
esta tradición ha desplegado las medidas de valores trans-culturales de
Schwartz, y ha encontrado apoyo consistente para la idea de que el altruismo
predice la preocupación ambiental, así como evidencia de que los valores
tradicionales –lo que se podría llamar conservadurismo, que aparece vinculado
con el integrismo en muchas fes religiosas— conducen a una menor preocupación
por el medio ambiente”[1].
Si volvemos la vista un siglo atrás, o incluso un
poco más –digamos hacia 1880—, hacia la España finisecular del XIX de la que emergerá la España moderna a través de
un atormentado siglo XX, resulta interesante constatar la existencia de dos movimientos culturales de fondo con un
importante potencial para redefinir las relaciones entre naturaleza y sociedad,
precisamente a partir de valores altruistas. Me refiero al
krauso-institucionismo por el lado burgués, y al naturismo anarquista por el
lado obrero.
Por una parte, el movimiento articulado en torno a la Institución Libre
de Enseñanza –fundada en 1876, y dirigida por figuras de la talla de Francisco
Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío[2]--
pone en marcha un vasto programa de formación –en el sentido de paideía, de Bildung— dirigido al conjunto de la sociedad española en los
decenios últimos del siglo XIX. El gran ecólogo Fernando González Bernáldez, al
analizar los cambios históricos en la “imagen sociocultural de la naturaleza”,
detectaba un punto de inflexión en aquellos años, cuando aumentan “el interés y
la curiosidad por la naturaleza asociados con la difusión en España de
corrientes críticas” frente a “los planteamientos de la sociedad tradicional”[3].
El krauso-institucionismo articuló un
nuevo interés por la naturaleza –con dimensiones filosóficas, científicas,
estéticas, educativas…-- con un vasto
programa de pedagogía social.
“En su singular acercamiento a la naturaleza, que (…) combinaba lo patriótico y lo científico, lo pedagógico y lo artístico,
Este programa de pedagogía social hundía sus raíces
en una filosofía interesante, el krausismo[5],
que consideraba al mundo como un todo unitario, orgánico y armónico y buscaba
en correspondencia una ciencia igualmente global y sintética, que reuniera “holísticamente”
–diríamos hoy— las distintas ramas del saber y ofreciera una explicación de los
distintos elementos de la naturaleza como partes orgánicas y cambiantes de un
único ser. Huelga decir que la ecología como disciplina científica, que cuajó
en los primeros decenios del siglo XX, y las más recientes “ciencias de la Tierra ” –articuladas en los
decenios finales del XX--, se sitúan en esta estela…
En segundo lugar, hemos de mencionar que el
anarquismo español y el comunismo libertario, aunando interés por la naturaleza
e ideas descentralizadoras, se constituyeron en una poderosa fuerza desde
finales del siglo XIX hasta 1939 (año de la victoria de los fascistas,
militares y nacionalcatólicos sublevados en la Guerra Civil ). El malthusianismo anarquista y el
anarco-naturismo conocieron en España un desarrollo muy importante:
“Para los anarquistas neomalthusianos los medios contraconceptivos tenían una finalidad superior que va más allá de evitar embarazos no deseados (…) como
Hay que señalar que además de su carácter
declaradamente feminista y de su interés por una nueva ética sexual, aquel
neomalthusianismo proletario pretendía el equilibrio entre el crecimiento
demográfico y la disponibilidad de recursos naturales en un planeta finito…
¡muchos decenios antes del Club de Roma![7]
Pues bien: ambos movimientos, tanto el
krauso-institucionismo como el naturismo anarquista, que de manera muy evidente
portaban en sí el germen de lo que llamaríamos hoy una conciencia ecológica de
gran calidad, fueron laminados por el bloque “nacionalcatólico” vencedor de la Guerra Civil. Deliberadamente
se buscó erradicar incluso sus mínimas raicillas. Por desgracia sólo podemos
especular –en ejercicios de historia contrafáctica— acerca de los frutos que
tales semillas –bien plantadas en el suelo de nuestro país hacia 1930— hubieran
podido producir...
La cultura del
capitalismo fordista y posfordista: consumismo
Una coincidencia significativa: una encuesta anual a
estudiantes universitarios de primer curso en EEUU, realizada durante más de 35
años seguidos, muestra que desde comienzos de los años setenta hasta hoy la
importancia concedida a “tener una buena posición económica” no ha dejado de
crecer, mientras que menguaba la de “desarrollar una filosofía que dé sentido a
la vida”. Pues bien: los años en que se
cruzaron las dos curvas respectivas, para luego separarse en forma de tijera,
fueron precisamente 1977-78. Justo los comienzos de la era neoliberal/
neoconservadora…[8] En
España, cabría quizá visualizar el cambio cultural que se da desde el
franquismo desarrollista y “fordista” de los sesenta hasta nuestra “modernidad
posmoderna” de los ochenta mediante el contraste entre el cine de Alfredo Landa
(que permitió incluso bautizar al “landismo” como fenómeno sociológico y
cultural) y las películas de Pedro Almodóvar.
LA
GLOBALIZACIÓN CULTURAL
según Hervé
Kempf, a partir de Thorstein Veblen
“Para el gran economista Thorstein Veblen, la
economía de las sociedades humanas está dominada por un impulso, ‘la tendencia
a rivalizar, a compararse con los demás para rebajarlos’. Dicho de otro modo,
exhibir los signos de un estatus superior al de sus congéneres. En una sociedad
gobernada por esta ley antyropológica, una parte de la producción apunta a
satisfacer las necesidades concretas de la existencia de sus miembros. Pero el
nivel de producción necesaria para esos fines se alcanza con bastante facilidad
y a partir de allí el aumento de producción es generado por el deseo de
acumular riquezas para diferenciarse de los demás, lo cual alimenta un consumo
ostensivo y un despilfarro generalizado. (…) Ya no son sólo los
pequeñoburgueses de Cincinatti o Montélimar los que buscan copiar los cánaones
del buen vivir planteados por las oligarquías de Nueva Cork o París, sino
también las clases medias de todos los países, particularmente los llamamos
países emergentes, que miran hacia los más ricos para imitar el modelo (…). Es
lo que indica, por ejemplo, Rajendra Pachauri, presidente del IPCC (Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático). ‘Los países en
desarrollo o emergentes están impregnados por las imágenes de prosperidad de
los países ricos. Su imaginario sumerge la cultura occidental en el consumo’.
Sudha Mahalingam, especialista indio en políticas energéticas, lo confirma:
‘Las clases medias en India ven esas poderosas imágenes en televisión, el tan
deseable modo de vida occidental, miran las telenovelas inglesas, los canales
Disvovery, Travel: quieren eso, creen que es el modo correcto de vida’.”
Hervé Kempf, Para salvar el planeta, salir del
capitalismo, Capital Intelectual, Madrid 2010, p. 40-41.
En nuestro país se desarrolla a partir de los años
sesenta del siglo XX una cultura consumista análoga a la que encontramos en
otros países occidentales (y que aquí se acopla, en los últimos dos decenios,
con esa transición de nuestra economía a una “economía de la adquisición” que han
diagnosticado José Manuel Naredo y Óscar Carpintero en varias de sus obras.
Cunde lo que se dio en llamar la “cultura del pelotazo” en los ochenta; se
extiende una exacerbada cultura de nuevos ricos en 1994-2007, los tres lustros
de auge económico (bruscamente quebrados por la crisis que comenzó en 2007). Se
produce una estetización generalizada de la vida social (bajo la presión de la
propaganda comercial): si antaño “la invasión de los ladrones de cuerpos”
parecía adoptar la forma de ideologías políticas alienantes, hoy son las artes
mercantilizadas las que se apoderan de nuestras experiencias[9].
El aumento de las operaciones de cirugía plástica –¡incluso las niñas de seis
años aprenden que “sin tetas no hay paraíso”!— y los fenómenos televisivos tipo
“Operación Triunfo” van de consuno con la disolución de las solidaridades y la
degradación de una cultura política democrática que por lo demás nunca fue muy
robusta en España. Hay crecimiento de las desigualdades, tolerado por la
sociedad, mientras va calando la “lluvia fina” del “cada cual para sí mismo” y
la brutal máxima según la cual “el que venga detrás, que arree”. Se afianza un
cuasi-bipartidismo político que excluye cualquier crítica de fondo al
capitalismo neoliberal. Se minimizan de las perspectivas de transformación
sociopolítica radical (y con ello las de cualquier transición a la
sostenibilidad).
Un indicador decisivo del cambio cultural que se
produce es, en mi opinión, el valor atribuido a la movilidad sin límite. Aquí
hay que consignar el papel del automóvil privado con sus autopistas, el tren de
alta velocidad al que cada capital de provincia desea estar conectada, los
vuelos (democratizados con el low-cost)…
Se multiplican las agencias de viajes, los portales de internet especializados
en “escapadas”, las revistas especializadas en turismo y motores... Sólo entre 1990 y 2009 la movilidad de
viajeros en España se duplicó (creció el 99’4%, con más exactitud). Pero precisamente los modos de transporte más
dañinos crecieron más: la aviación un 202%, y el transporte por carretera
un 95%. En 2009 la carretera supuso el 90% del tráfico de viajeros, mientras
los modos de transporte más respetuosos con el medio ambiente (ferrocarril y
barco) supusieron, respectivamente, apenas el 5% y menos del 1% de la
distribución modal[10].
Reductivamente, se identifica la libertad (un valor
básico para el ser humano, magnificado además por la cultura europea desde el
Renacimiento) con esta movilidad exacerbada en cuya base encuentra el
sobreconsumo de materiales y energía (sobre todo combustibles fósiles).
[1] Gerald C. Nelson y otros: “Drivers of change
in ecosystem condition and services”, capítulo 7 de Millennium Ecosystem Assessment (MA): Ecosystems and Human Well-Being: Scenarios, Island Press,
Washington DC 2005, p. 195. Sin embargo, Tim Jackson sugiere que son
precisamente los valores opuestos al conservadurismo –la apertura al cambio y
la avidez de novedades— los que están en la base de nuestros problemas… “Cada
sociedad fija el punto de equilibrio entre altruismo y egoísmo (y también entre
novedad y tradición) en sitios diferentes [estas dos tensiones valorativas
caracterizan la estructura psicológica humana, según la teoría de los valores
básicos de Shalom Schwartz]. Dependerá de la estructura social dónde se
establece ese punto de equilibrio. Cuando las tecnologías, las
insfraestructuras, las instituciones y las normas sociales premian la
autopromoción y la novedad, los comportamientos egoístas que buscan sensaciones
prevalecerán sobre aquellos más considerados y altruistas. Donde las
estructuras sociales favorecen el altruismo y la tradición, los comportamientos
auto-trascendentes son recompensados, y la conducta egoísta puede llegar a ser
penalizada”. Tim Jackson, Prosperidad sin
crecimiento. Economía para un planeta finito, Icaria, Barcelona 2011, p.
201.
[2] Una anécdota que pone de
manifiesto el temple político-moral de aquellos varones. Alberto Jiménez Fraud
cuenta –en su Historia de la universidad
española; lo ha recordado alguna vez Luis García Montero— la reacción que
tuvo Francisco Giner de los Ríos cuando el rey Alfonso XIII quiso visitar la Institución Libre
de Enseñanza: “La
Institución tiene dos puertas, y cuando Su Majestad nos haga
el honor de llamar a una de ellas, yo saldré por la otra”.
[3] Fernando González
Bernáldez: “Cambios en la imagen sociocultural de la naturaleza”, en El futuro de la gestión de los recursos
naturales renovables en España, CSIC, Madrid 1987.
[4] Santos Casado de Otaola: La escritura de la naturaleza, Obra Social de Caja Madrid, Madrid
2001, p. 29.
[5] Como
se sabe, el krausismo en España fue la filosofía/ ideología que galvanizó las
fuerzas de la burguesía liberal progresista (con derivaciones en América
Latina: nada menos que José Martí, por ejemplo). Pero Krause mismo (1781-1832)
¿de dónde obtenía su inspiración? ¡De la antigua India brahmánica! Dominaba el
sánscrito, realizaba sus propias traducciones de los Upanishads, experimentaba técnicas de meditación y sirvió de puente
a Schopenhauer –vecino suyo en Dresde durante algunos años— para las propias
expediciones de éste último al continente ignoto del pensamiento oriental.
Krause “realizaba ejercicios metódicos y estimulaba a sus discípulos a alcanzar
la ‘unificación del ser’ mediante ‘interiorizaciones de la vivencia e
interiorización del espíritu’. En aquella época, Krause fue quizá el único que
no se limitó a incorporar fragmentos de la religión y la filosofía india a las
osadas especulaciones propias, como los románticos, sino que trató de
transformar la tradición india en una práctica existencial” (Rüdiger
Safranski).
Así que la
ética de la solidaridad del krauso-institucionismo, tan española como la
tortilla de patatas, ¡en realidad resulta una derivación atenuada de la ética
india de la compasión! Resulta alucinante que la potente industria académica
organizada en España alrededor del krausismo no parezca consciente de esas
raíces brahmánicas... Por ejemplo, repaso el volumen quinto (¡791 páginas!) de
esa monumental obra de referencia que es la Historia crítica del pensamiento español de José
Luis Abellán, consagrado a Liberalismo y
romanticismo (1808-1874), donde se dedican más de cien páginas al
krausismo: ¡y nada!
[6] Eduard Masjuán, “Población
y recursos naturales en el anarquismo ibérico”, Ecología Política 5, Barcelona, p. 41.
[7] Una obra decisiva sobre
todas estas corrientes es el libro de Eduard Masjuán La ecología humana en el anarquismo ibérico. Urbanismo ¿orgánico? O
ecológico, neomaltusianismo y naturismo social. Icaria, Barcelona 2000.
[8] Erik Assadourian, “Auge y caída de la cultura consumista”, en Worldwatch
Institute: La situación del mundo 2010.
Cambio cultural: del consumismo a la sostenibilidad, Icaria, Barcelona
2010, p. 47. EEUU marcó el rumbo que luego ha seguido Occidente en
general. En el informe Jóvenes españoles
2010 de la
Fundación Santa María, hecho público en noviembre de 2010,
nos enteramos de que “ganar dinero” es muy importante para el 47% de los
jóvenes encuestados; en cambio “llevar una vida moral y digna” lo es solamente
para el 43%. (Declaran que la política es muy importante para ellos/as sólo el
7%, la religión el 6%.)
[9] “Muchos críticos de arte
especializados sugieren que, en la actualidad, las artes han conquistado todo
el mundo de los vivos. Los sueños supuestamente ociosos de la vanguardia del
siglo pasado se han realizado, aunque no necesariamente en la forma que ellos
deseaban y confiaban que sería su victoria. Parece que una vez alcanzada ésta,
las artes ya no necesitan las obras de arte para manifestar su existencia...”
Zygmunt Bauman, El arte de la vida, Paidós,
Barcelona 2009, p. 91.
[10] OSE (Observatorio de la Sostenibilidad en
España): Sostenibilidad en España 2010, OSE/
Mundi-Prensa, Madrid 2010, p. 431-432.
Valores
ambientales: la investigación demoscópica
Mucha investigación demoscópica se complace en
indicar una conciencia ambiental cada vez más generalizada entre los
españoles/as, pero haríamos mal en echar ninguna campana al vuelo: los hechos,
tozudamente, van por otro lado. Desde luego, encontrar una agencia de viajes y
un negocio de fotodepilación casi en cada manzana de cada ciudad española[1],
en el último período de boom económico
(los tres lustros que van desde mediados de los noventa hasta 2007-2008, con el
estallido de la crisis inmobiliaria, financiera y económica), no supone
precisamente un indicio de cambio hacia la sostenibilidad. ¿Qué tienen los
sociólogos que decirnos al respecto?
Un estudio de síntesis reciente es la monografía del
CIS “Opiniones y actitudes” nº 67, sobre Ciudadanía
y conciencia medioambiental en España[2].
No comparto el marco normativo del estudio –sostenibilidad como modernización ecológica del capitalismo
y la democracia liberal--, pero de todas maneras su interpretación de la
evidencia empírica disponible –que se refiere básicamente al período
1996-2010-- no depende decisivamente de ese marco, y sugiere un terreno común
de encuentro para quienes entienden la ciudadanía
ecológica de otra forma (por ejemplo, desde un republicanismo cívico
penetrado de valores medioambientales, o desde el ecosocialismo).
Los autores distinguen tres tipos de disposición
ciudadana hacia el medio ambiente: (1)
adhesión moral (cierta conciencia ambiental, sin que ésta encuentre
expresión directa en el estilo de vida o las preferencias políticas; algo más
en terreno del decir que del hacer). (2)
Cooperación voluntaria (con acciones voluntarias que impliquen cierto
cuidado del medio ambiente, más allá del mero respeto a las leyes). (3) Participación activa, desarrollando
un compromiso activo con la causa medioambiental, mediante distintas formas de
participación cívica y política[3].
Pues
bien, lo que la –limitada— evidencia empírica disponible muestra es que esa “adhesión moral” de los españoles y
españolas –declarada en encuestas de opinión— no se refleja después en su
conducta. “La proclamación de valores ambientales no tiene el debido
reflejo en la vida de quienes los declaran” (p. 76).
Por
otra parte, se aprecia un considerable “déficit informativo y aún cognitivo”
(p. 46): “todo indica que la mayoría de los ciudadanos carece de la información
y el conocimiento necesarios para poner en práctica su conciencia
medioambiental, de modo que esta deje de ser una mera declaración de
intenciones, para producir algún impacto en el mundo real” (p. 51).
De
manera típica, los españoles y españolas declaran estar ellos mismos altamente preocupados por el medio ambiente y los
problemas ecológicos, pero al mismo tiempo
creen que los demás no lo están, y “es generalizado el escepticismo acerca
de las mejoras que puedan lograrse mediante la sola acción individual (…). Así,
son mayoría quienes piensan que ‘no tiene sentido que yo personalmente haga
todo lo que pueda por el medio ambiente, a menos que los demás hagan lo
mismo’.” (p. 56)
“Si indagamos acerca de sacrificios concretos en defensa medioambiental, yendo del terreno de las declaraciones al terreno de los hechos, nos encontramos con una evidente contradicción entre la conciencia ambiental expresada y el estilo de vida adquirido con el estatus socioeconómico (…). Así, casi la mitad de la población se mostraba fuertemente contrariada en 2004 ante la idea de pagar precios más elevados para proteger el medio ambiente, mientras que poco más de un cuarto de la misma estaría dispuesto a hacerlo. Mayor es el porcentaje de quienes se negarían a pagar muchos más impuestos con la misma finalidad. Igualmente próximos al 50% son los que declaran no aceptar recortes en el nivel de vida con el ánimo de proteger el medio ambiente” (p. 53)
Se
estima que la conducta coherente para hacer frente al calentamiento climático,
con cambios en el “estilo de vida” que involucren conductas de “alto coste”
(dejar de usar el automóvil privado, por ejemplo), sólo puede predicarse del
1-2% de la población española[4].
El nivel de participación en grupos o asociaciones con objetivos
medioambientales es muy bajo: según diversas encuestas oscilaría, en el primer
decenio del siglo XXI, entre el 1’8 y el 3’8% de la población.
“El ciudadano español ni aprovecha los cauces participativos existentes —como
En
conclusión, “el medio ambiente está lejos aún de constituirse en una verdadera
prioridad social” [5]. Y
los dichos están desconectados de los hechos…
“La conciencia medioambiental de los españoles se caracteriza por su debilidad. De hecho, si consideramos al ciudadano ecológico como aquel en quien concurren no sólo el cumplimiento de las obligaciones legales ambientales, sino también un cierto número de virtudes morales y disposiciones prácticas hacia el entorno, puede afirmarse que el ciudadano ecológico español —todavía— no existe. (…)La conciencia ambiental tiende a expresarse retóricamente —en forma de valores y opiniones ambientales— antes que actitudinalmente —mediante prácticas sostenibles—. Es decir, el ciudadano expresa valores ambientales, pero no los realiza en la práctica.” (p. 75)
[1] Un dato interesante: según
los expertos (p. ej. Ildefonso Grande, profesor de comercialización e
investigación de mercados en la
Universidad de Navarra), en los últimos tres lustros, en
España, se viene observando un incremento espectacular de productos cosméticos
y de belleza antes típicamente femeninos, y que ahora pasan al mercado
masculino. En 2010, los varones suponen aproximadamente el 30% de los 5.000
millones de euros que mueve el sector anualmente. Con ello, los españoles van
aproximándose a pautas que en los “países de nuestro entorno” se adoptaron
antes: el mismo experto dice que en el Reino Unido las mujeres gastan
semanalmente unas 14
libras en cuidados, y los varones 18.
[2] Ángel Valencia, Manuel
Arias Maldonado y Rafael Vázquez García: Ciudadanía
y conciencia medioambiental en España, Centro de Investigaciones
Sociológicas, Madrid 2010. Este trabajo podría cotejarse con otro estudio
anterior: Juan Díez Nicolás, El dilema de
la supervivencia. Los españoles ante el medio ambiente, Obra Social de Caja
Madrid, Madrid 2004.
[3] Valencia, Arias Maldonado
y Vázquez García, op. cit., p. 16.
[4] José Carlos Puentes, “La
acción individual y colectiva para hacer frente al cambio climático”, en la
jornada “El cambio climático desde el ecologismo social”, Ateneo de Madrid, 11
de junio de 2011.
[5] Valencia, Arias Maldonado
y Vázquez García, op. cit., p. 42.
Hipocresía y duca
La hipocresía, se ha dicho muchas veces, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. (En nuestras sociedades, como se sabe, la hipocresía asume a menudo la forma de lo políticamente correcto.) En el tardocapitalismo, la omnipresencia del marketing (creador de un mundo imaginario motivado por intereses mercantiles, lo cual induce un divorcio sistemático entre apariencia y realidad) resulta un fabuloso caldo de cultivo para la hipocresía.
Dos jovencísimos arquitectos españoles (pero ya premiados por la Fundación Banco Santander en la tercera edición de su convocatoria TalentosDesign por su trabajo “Kithouse”, para mejorar las condiciones de realojo tras una catástrofe natural… en fin, un emprendimiento con futuro, qué duda cabe, en esta época caracterizada porque muchas de las catástrofes “naturales”, como las inundaciones y huracanes, pongamos por caso, han dejado de ser naturales), los jóvenes arquitectos Álvaro Figueruelo y Daniel Mayo, como decía, declaran que durante demasiados años la arquitectura “se ha utilizado como elemento icónico. Se han construido miles de ‘cafeteras galácticas’, unas han cumplido su misión, como el Guggenheim de Bilbao, y otras no…” Y también, contestando a otra pregunta: “Lo bioclimático o sostenible ha existido siempre. La Alambra de Granada ya es un edificio bioclimático. Pero ahora hay una tendencia de edificios que parezcan bioclimáticos aunque no lo sean…”[1]
La tendencia (¿por qué no decirlo también en el inglés del design: trend?) en realidad es mucho más vasta y general. Se nos ofrece algo que parezca gobierno democrático aunque no lo sea, algo que parezca socialdemocracia aunque no lo sea, algo que parezca libertad aunque no lo sea, algo que parezca justicia aunque no lo sea, y desde luego algo que parezca sostenibilidad aunque no lo sea… El marketing pudre la cultura entera –y tiende a convertirse en la entera cultura de la “sociedad del espectáculo”. Si don Ludwig Feuerbach –aquel filósofo materialista que en el prólogo a su Esencia del cristianismo escribía: “la apariencia es la esencia de nuestra época: apariencia nuestra política, apariencia nuestra religión, apariencia nuestro conocimiento”—levantara la cabeza…
Hoy la palabra sostenibilidad se ha convertido en una broma en manos de los departamentos de marketing de las empresas automovilísticas, eléctricas, los hipermercados y grandes almacenes… Quizá no quepa mejor demostración que el dossier especial (¡de 32 páginas!) que Público entregaba con el diario el 3 de noviembre de 2011. Puro publirreportaje. Greenwashing sin un asomo de vergüenza.
Duca, para los gitanos: pena. Los filólogos nos dirán si procede del sánscrito “dukkha” (sufrimiento), uno de los términos clave de la indagación budista.
[1] Álvaro Figueruelo y Daniel Mayo entrevistados por Paula Aciaga: “Kithouse nació de equivocarnos”, El Cultural, 19 de noviembre de 2011.
Necesitamos
cambiar, pero…
Visto todo lo anterior, no resulta difícil coincidir
con Jordi Pigem cuando afirma:
“La crisis ecológica es la expresión biosférica de una profunda crisis cultural, una crisis derivada del modo en que percibimos nuestro lugar en el mundo. Buscamos el sentido de la vida en la acumulación, mientras el mar se vacía de peces y la tierra de fauna y flora silvestres. Liberarnos de la idolatría del consumo y del crecimiento por el crecimiento requiere transformar el imaginario personal y colectivo, transformar nuestra manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. Un criterio para ello es abandonar la sed de riqueza material a favor de otras formas de plenitud. No se trata de ascetismo. Al fin y al cabo, la revista Décroissance lleva como subtítulo Le journal de la joie de vivre.”[1]
Lo que necesitamos no queda por debajo de una
revolución cultural:
“Una radical reorientación de la especie humana, desde la carrera actual literalmente insensata hacia una condición de equilibrio, de la competición a la cooperación, no sólo pide una reforma de la economía, sino una revolución cultural, o incluso antropológica. Un desarrollo de la conciencia, en lugar de un crecimiento de la potencia. Del ser, en lugar del tener. El final del paradigma economicista, es decir, de la autonomización de la economía, para reintroducirla en el ámbito de una sociedad que haya recuperado la conciencia de los límites naturales y la necesidad de solidaridad social.”[2]
El problema es que no bastan –ni de lejos— las
apelaciones bienintencionadas a la transformación personal. “Tratar de cambiar
el mundo simplemente cambiando el corazón del hombre y de la mujer, sin cambiar
las estructuras, puede constituirse en una excusa para dejar todo como está”[3].
Por decirlo muy brevemente: no es un
asunto de autoayuda, es un asunto de luchas sociales[4].
Se trata de organizarse para luchar juntos, sabiendo que –como propuso en
atinada imagen Max Weber—la política, durante muy largos tramos, se parece a
algo tan extenuante y aburrido como perforar –con medios artesanales— gruesas
planchas de hierro. Una vez identificados los problemas, poner en marcha los
cambios culturales necesarios puede ser un asunto de plazos muy largos:
pensemos en los dos ejemplos españoles a los que antes me referí (los
movimientos socio-culturales del krauso-institucionismo y el anarquismo
naturista).
[1] Jordi Pigem, Buena crisis, Kairós, Barcelona 2009, p.
58.
[2] Giorgio Ruffolo, “Il
capitalismo è un treno in corsa verso un abisso”, L’Espresso, 7 de julio de 2006.
[3] Moacir Gadotti, Pedagogía de la Tierra , Siglo XXI,
México 2002.
[4] Aunque, para no ponernos
las cosas demasiado fáciles, recomiendo meditar atentamente la advertencia del
gran Serge-Christophe Kolm: “Mucha gente ha visto que hacía falta ‘cambiar al
ser humano’. No hablemos de quienes intentaron hacerlo a la fuerza, y por tanto
contra la libertad y la felicidad –incurriendo por el contrario en crímenes
sangrientos. Pero quienes lo intentaron con sinceridad en general pensaron que
bastaba con cambiar las condiciones externas de los individuos. Ahora bien, las
condiciones externas de una persona son, de entrada, las demás personas. Se
trata por tanto de una imposibilidad lógica, y de tal error se derivan los mayores
dramas del siglo XX. La única solución es la autotransformación libre de cada
uno, donde otras personas no intervienen más que para dar consejos sobre la
forma de conocer y dirigir la mente de uno.” Serge-Christophe Kolm, entrevista “Un bouddhisme profond pour le monde
moderne”, revista Aurores 39, enero
de 1984.
No hay atajos
La cultura donde nacemos y crecemos nos proporciona
nuestras prácticas sociales “por defecto”, y tratar de enjuiciar críticamente
–y acaso transformar colectivamente— algunas de esas prácticas requiere casi
siempre grandes esfuerzos.
No hay atajos. Uno no se inventa una nueva cultura prêt-à-porter como el mago que se saca
un conejo de la chistera[1].
Invocar retóricamente los valores de la ética ecológica no nos acerca a ellos.
Es cierto que los individuos podemos modelar nuestro carácter de acuerdo con
designios conscientes (ya los antiguos griegos sabían mucho de eso: basta
releer la Ética a Nicómaco)[2],
y los grupos humanos pueden actuar colectivamente sobre su cultura,
transformándola hacia nuevos valores (en España, he de llamar de nuevo la
atención sobre los valiosos precedentes del krauso-institucionismo burgués y el
naturismo obrero de signo anarquista). Pero –salvo si hablamos de crisis agudas--
se trata de procesos complejos, a medio y largo plazo: exigen esfuerzos
sostenidos y los resultados se miden en lustros, en decenios (o sea, los lapsos
en que se desarrollan los procesos de socialización).
También es cierto, por otra parte, que si se dan
crisis graves que entrañen quebrantos considerables del orden socioeconómico
pueden abrirse “ventanas de oportunidad” para cambios de conciencia menos
lineales. Una de las “Conclusiones aprobadas por unanimidad en el grandioso
mitin del Olympia” de la CNT ,
en febrero de 1937, decía: “Elaboración de una moral de sacrificio para la
guerra”[3].
Elaborar una moral, de forma intencionada, no es un propósito que resulta fácil
de llevar adelante en ninguna circunstancia: pero quizá precisamente en la
conmoción de una guerra cuente con más opciones tener éxito que en otros
contextos. En cuanto a nosotros, en el mundo del siglo XXI, pocas dudas
deberíamos abrigar acerca de la cercanía de grandes crisis en nuestro
horizonte, en este nuestro mundo de “efecto invernadero” desbocado y peak oil.
“Tendría que
haber llegado para cualquier persona dotada de sentido moral, y para todos, el
momento de disociarse. Prerrequisito para una acción disconforme, realmente
innovadora e incisiva. Para evitar el suicidio en masa o la narcotización de
los individuos, haría falta un salto en el imaginario social, colectivo. (…)
Una idea de sociedad (no un modelo preconfeccionado en abstracto por presuntas
vanguardias) abierta, autodeterminada y capaz de autogobierno. Un modelo de
relaciones voluntarias, cooperativas, no mercantilizadas. Un nuevo
comunitarismo y un nuevo humanismo capaz de contemplar la Tierra , que supere el
pensamiento dualista mente/ cuerpo, hombre/ naturaleza. Una transfiguración de
la actual condición antropológica. (…) Para salir del armazón cultural,
psicológico, social y político de la modernidad contemporánea (crecimiento
destructivo, homologación deshumanizadora, violencia sistemática) nos vendría
bien un pensamiento realmente herético capaz de concebir lo inconcebible, de
expresar lo inefable y de actuar con voluntad de no-potencia.”[4]
Y, en cualquier caso, para los animales culturales que somos no hay forma de esquivar el
bucle cultural remitiéndonos a nuestra naturaleza humana animal. Ésta es
real, sin duda: somos “el tercer chimpancé”, cierta clase de simios sociales
cuyo linaje se separó del de chimpancés y bonobos hace unos pocos millones de
años[5].
Pero remitirnos a eso no nos sirve de mucho: incluso cuando enfatizamos las
necesidades básicas ancladas en nuestra naturaleza simia, y la importancia de
la corporalidad en una concepción deseable del bienestar humano, estamos haciendo una opción de valor, es
nuestra cultura la que aconseja recurrir a nuestra naturaleza (animal).
Sería mucho más sostenible espulgarnos más (en sentido amplio, no
necesariamente literal: cuidarnos unos a otros en relaciones cara a cara) y
viajar menos, pero no es que nuestra
naturaleza nos imponga lo primero, sino que optamos por una cultura donde
espulgarse sea valioso (frente a otras opciones posibles: subordinarlo todo
al deseo de viajar a Marte, por ejemplo)[6].
Un filósofo moral tan lúcido como Alasdair MacIntyre insiste en que
“al transformarse [culturalmente], el ser humano se convierte en un animal reencauzado y rehecho, pero no en ninguna otra cosa. La segunda naturaleza del ser humano, su naturaleza culturalmente formada como hablante de un lenguaje, es un conjunto de transformaciones parciales, pero sólo parciales, de su primera naturaleza animal. El ser humano sigue siendo un animal con identidad animal.”[7]
Creo que MacIntyre ahí minusvalora nuestro problema:
pensemos por ejemplo en implantes biónicos que puedan dotar de sentidos y
capacidades nuevas al ser humano… Nuestra naturaleza animal se halla abierta,
como si dijéramos “desfondada” por la cultura[8].
El hecho es que no podemos saltar fuera de nuestra propia sombra, no hay para nosotros un “afuera” del
lenguaje y la cultura. No podemos esquivar nuestro ser cultural para
regresar a un ser natural previo a la cultura humana (como querrían quizá
ciertos adalides del primitivismo)[9].
[1] Cabe preguntar: ¿qué
expresaba el movimiento mundial de entusiasmo casi histérico hacia Barack
Obama, antes de su elección y en los primeros tiempos de su presidencia? Algo
así como: “queremos que nos den hecha, prêt-à-porter,
una sociedad decente en un planeta habitable”. Pero uno no puede comprarse una
sociedad así “lista para entrar a vivir” --como si fuera un apartamento en
Benidorm-- por la taumaturgia de ningún
Gran Hombre. Será el resultado de las luchas colectivas de cientos de millones
–o no será.
[2] Entre
los contemporáneos, hemos de remitir la noción de preferencias de segundo orden (o “metapreferencias”) de Harry
Frankfurt. Como se ha dicho, este autor sostiene que lo distintivo de una
persona es la capacidad para realizar una evaluación autorreflexiva, que se
manifiesta a través de la formación de deseos de segundo orden, es decir,
aquellos deseos que tienen por objeto un deseo de primer orden. Un deseo de
primer orden tendría por objeto simplemente una cosa o una actividad, como por
ejemplo desear comer postres con crema, mientras que un deseo de segundo orden
tendría por objeto un deseo de primer orden, por ejemplo, desear no desear
comidas con alto contenido calórico. Para Frankfurt lo distintivo de un sujeto
autónomo es la capacidad de autorreflexión manifiesta en la posibilidad de
formación de “metapreferencias” o preferencias de segundo orden. Véase Harry
Frankfurt, La importancia de lo que nos
preocupa, Katz, Buenos Aires, 2006, pp. 26-27.
[3] Daba cuenta de ello Solidaridad Obrera el 23 de febrero de
1937.
[4] Paolo Cacciari, Decrecimiento o barbarie, Icaria,
Barcelona 2010, p. 19-20.
[5] Hace unos siete millones
de años, para ser más exactos. Sin embargo, cabe matizar –con Javier Sampedro—
que en 2006 la más avanzada comparación entre el genoma humano y el del
chimpancé ha revelado que la separación de estas dos especies no ocurrió en
nada parecido a un episodio, sino a lo largo de toda una era de cuatro millones
de años, que ya había empezado mucho antes (hace 11 millones), y que terminó
mucho después: hace "probablemente menos de 5,4 millones de años",
según los científicos de Harvard y el MIT. “El tiempo de separación de siete
millones de años es solo el promedio de las diferencias. La realidad es que hay
grandes bloques genómicos que son mucho más similares entre humanos y
chimpancés que el promedio. Es decir, que se separaron mucho después que el
resto del genoma. El caso extremo es el cromosoma X, que según los científicos
de Boston ‘tiene menos de 5,4 millones de años’. La media es siete porque otros
bloques tienen casi diez millones de años”. Javier Sampedro, “Amor híbrido en
tiempos de calentamiento”, El País, 16
de diciembre de 2010.
[6] Cf. Jorge Riechmann, Gente que no quiere viajar a Marte, Los
Libros de la Catarata ,
Madrid 2004.
[7] Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Paidos, Barcelona 2001, p. 68.
[8] MacIntyre, apoyándose en
Tomás de Aquino, sostiene que “un bien mueve a un agente a orientar su acción
hacia ese fin y a tratar el logro de ese fin como un bien logrado. De manera
que los seres humanos orientan su acción hacia un fin en virtud de su capacidad
para reconocer los bienes propios de su naturaleza, que deben ser alcanzados.
(…) Para cada especie hay un conjunto de bienes que le son propios, de modo que
la orientación de los delfines hacia la consecución de objetivos justifica que
se hable de los bienes propios y característicos de los delfines”, y
análogamente con los seres humanos (Animales racionales y
dependientes,
p. 38). El problema es que no hay un
conjunto cerrado de bienes propios de los seres humanos (como si lo hay
para los delfines: cazar pescado, jugar, aparearse, etc.). ¿Qué diríamos de los
“bienes propios de la naturaleza humana” que prolijamente nos propone Donatien
Alphonse François, Marqués de Sade, por ejemplo en Los 120 días de Sodoma?
[9] Critiqué las propuestas de
John Zerzan en el capítulo 1 de Gente que
no quiere viajar a Marte.
Opciones de
respuesta
Donella Meadows, la experta en análisis de sistemas
y autora principal del famoso informe al Club de Roma Los límites del crecimiento (1972; actualizaciones en 1992 y 2002),
escribió en 1997 un notable artículo titulado “Leverage points: places to
intervene in a system”[1].
Identificó doce “puntos de palanca” en sistemas complejos, donde “un pequeño
cambio en el lugar preciso puede producir grandes cambios en el conjunto”. Por
ejemplo, la octava palanca es la “fuerza de los bucles de realimentación
negativos, en comparación con los efectos que están tratando de contrarrestar”;
y la sexta la “estructura de flujos de información (quién tiene –o no—acceso a
según qué clases de información)”. Las palancas más potentes serían los
paradigmas sociales (cosmovisiones, más o menos: palanca dos) y la capacidad
para trascender los paradigmas dados (cambiando voluntariamente los valores y
prioridades que se hallan en la base de los paradigmas: palanca uno).
Si nos atenemos a esta imagen de la palanca, cabe
preguntarse: el lugar clave para intervenir en nuestro país ¿no sería la
desmercantilización –al menos parcial-- de los bienes y servicios esenciales para
cubrir las necesidades básicas de la población española, y la provisión
socializada de tales bienes y servicios? Se trata de sectores tan básicos como
energía, agua, vivienda, sanidad, educación, crédito… Una economía basada en
los bienes comunes ¿no se asociará con una cultura que reconstruya una noción
de bien común?[2]
El gran economista Kenneth Boulding, hace ya muchos
años, sugirió que el PIB (Producto Interior Bruto) debería considerarse más
bien una medida del coste interior bruto, y que una sociedad racional en un
planeta finito debería orientar sus esfuerzos a minimizar este indicador, no a
maximizarlo. Minimizar el PIB –que mide los intercambios mercantiles—quiere
decir: desmercantilizar.
La ruptura cultural decisiva, la que hoy necesitamos, tiene
que apuntar contra la mercantilización generalizada, el productivismo y el
desarrollismo. Se trataría de romper la identificación entre progreso y
crecimiento económico (producción de bienes y servicios mercantilizados) que se
hizo tan fuerte para la sociedad española tras la ruptura cultural de los años
sesenta que antes analizamos. Necesitamos menos horas de trabajo, menos cosas,
menos competencia destructiva, menos estrés, menos desigualdad; y también más
cooperación, más seguridad existencial, más democracia, más tiempo para la
familia y los amigos, más tiempo libre, más fiesta... Precisamos que la calidad (de la vida, de los vínculos
sociales, de los ecosistemas) prevalezca sobre la cantidad: una concepción
del progreso “posdesarrollista”, que tendría que coincidir con la siguiente
definición breve de desarrollo sostenible: vida
buena dentro de los límites de los ecosistemas.
[1] Una versión algo más
extensa, de 1999, puede consultarse en http://www.sustainabilityinstitute.org/pubs/Leverage_Points.pdf
[2] Atención al importante
trabajo que sobre la noción de procomún vienen
realizando Antonio Lafuente y otros autores/as. Un aproximación en el blog
TECNOCIDANOS: http://www.madrimasd.org/blogs/tecnocidanos/
Jorge Riechmann. Interdependientes y ecodependientes. Ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella). Ed. Proteus. 2012. Y también en Ética Intramuros. Universidad Autónoma de Madríd, 2017
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