documentos de pensamiento radical

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domingo, 8 de diciembre de 2024

Capítulo de la novela de Dante Medina Me enkafka vivir en Huelva (Niebla, 2024).



 

5. La serpiente y el sombrero

 

         O sea que la escasez mundial de litio llegó hasta este rincón del mundo, donde si uno se descuida puede caerse al Atlántico, y no hay coches a la venta.

         Después de peregrinar por muchas agencias de autos, hablar con decenas de Antonios y docenas de Cintas, en las que nos podían ofrecer, “sin garantía ni certeza”, ponernos a la cola (¿no tienen el sistema ciges de Gestión de Colas?) y esperar, por lo menos, seis meses, y le tocará el que le toque, del color que le toque, del modelo que le toque, le toque lo que le toque, ¿O sea de a como nos toque? Pero sí, se paga desde ahora.

         Después, dije, después de eso, alquilamos un potente y deportivo Audi 4. Orgulloso yo, entre matón y macho de mi país, entre chulo y señorito de Andalucía. Conduje hacia las hermosas playas de Mazagón, hacia El Portil, El Rompido, Punta Umbría. Entre Palos de la Frontera y Moguer me multaron, en fotomulta, por cuestiones de velocidad. ¡Claro, con un coche tan poderoso, y con tanto caballo de fuerza! Pues no: la multa dice: “por circular a baja velocidad”. Ay, nunca acabaré de comprender este mundo de absurdos en el que me metí, adonde vine a vivir. Demasiados sobresaltos.

         Yo creía que los círculos que indican la velocidad de 30, 40, 50, 60, 70, 80, 90, 100, la limitaban a ese número, que eran la velocidad máxima permitida, la que no se debe rebasar, como es Allá, el lugar donde nací, así que de ahí para abajo uno puede circular a la velocidad que se le dé la gana, y no: ¡los círculos marcan la velocidad exacta a la que se debe conducir, ni más, ni menos! ¡Pero no hay orden ni lógica comprensible en las velocidades! Es un tobogán carretero, en verdadero modo random: puede pasar: de 50 a 90, de 40 a 100, de 70 a 30, ¡lo que sea y todas las viceversas que se les ocurran a los ocurrentes agentes de tráfico!, ¡vaya que trafican con las velocidades! Y en el corto camino de Huelva a La Rábida cruza uno, en va-y-viene, toda la gama cromática de las velocidades.

         Ofendido de que a mí, conductor experto, al volante de un Audi 4 deportivo me multaran por “baja velocidad”, decidí que, al siguiente día, me haría multar, a propósito, por “exceso de velocidad”, para recuperar mi autoestima, y sanar mi dignidad abofeteada. ¡No lo logré a pesar de que donde el círculo decía 50, mi coche decía 70; donde el círculo decía 30, mi coche decía 60; donde 80, yo 90 o 100, y donde 100, yo y mi coche decíamos 120. Y no pasó nada. Por más que fui y volví de Huelva a Moguer pasando por La Rábida y Palos de la Frontera, por más que repetí la ruta intentando varias combinaciones, todas por encima de la velocidad marcada, a veces superándola con 10, o con 20, o con 30, o con 40, provocándola, retándola como torero ante el toro en la Plaza de La Merced de Huelva, y más mejor: en la Plaza de La Maestranza de Sevilla, y nada, puras fintas fallidas. Soy un fracaso, por si lo llegué a dudar.

 

         Cuando conduzco, me da por pensar temáticamente. ¿Cómo puede uno pensar a gusto si lo distraen a cada rato los numeritos de velocidad de las carreteras? Si el tema es flores, me acuerdo por orden alfabético de todas las flores que conozco; si el tema es letras, ordeno el alfabeto por flores: una flor por consonante, y las vocales son flores de cinco pétalos. El tema pueden ser, también, animales, y entonces se nos ocurre amontonarlos por montones, y jugar a las adivinanzas de nombrar esos montones, según el animal: recua, parvada, cardumen, manada, rebaño, piara, ¿y si se mezclan yeguas con pájaros, cómo se le llama a ese montón, eh?, ¿y peces con tortugas y gallinas? Y la lista de etcéteras alcanzaría para llegar hasta Lisboa a velocidad de infracción.

         Como América ha dejado de llorar un ratito y no tiene ganas de miar (¿cómo lo sé?, llorar, porque no hay lágrimas, y orinar porque lo siento), hablamos de nuestras impresiones, que coinciden: Tenemos la impresión de que todos se llaman Antonio: el casero se llama Antonio, el de la telefonía y el internet de la calle Concepción donde ya no es Concepción se llama Antonio (Juan Antonio, pero Antonio al fin), el dueño y mesero (camarero, por favor) del bar Las Noches del 1900 se llama Antonio, el berrinchudo y estafador de la Agencia Inmobiliaria (del piso, del depa, ¡quería 850 euros por el contrato, el muy se-villano!) se llama Antonio Sevilla, el del Banco Santander se llama Antonio. Todos se llaman Antonio, así que los llamaré por su nombre: Antonio.

         Esto se comprueba con la realidad, le dije a América, que se ensoñaba con el paisaje de El Rompido: Antonio Orihuela, el poeta moguereño que me prestó su casa en Moguer en tanto alquilaba mi ático; Antonio Ramírez Almanza, el director de la Fundación Zenobia y Juan Ramón Jiménez; Antonio García, el dueño y barman del bar Las Noches del 1900 de la calle Garci Fernández; Jose, el de la Papelería de Jose de la calle Dos Bocas, que en la vida real se llama José Antonio, pero ya la novela no aguantaba ni un Antonio más, así que lo llamo Jose. Se me ocurre que es un nombre que se quedó en la memoria colectiva desde que, antes de Cristo, en esto que fue el reino de los Tartessos, gobernó por más de 100 años (lo dice Herodoto, el padre de la historia, no yo) el rey Argantonio, “el señor de la plata”. El nombre de Cinta es posterior a Cristo, eso sí.

         Por su parte, las mujeres de Acá se llaman Cinta, sí, Cinta, ni Cintia ni Cynthia, ni Celia, Cinta, como la cinta métrica, lo que Allá, de donde yo vengo, del otro lado del Mar Atlántico, la Mar Océano de Colón, no se usa, nadie se llamaría Cinta sin graves consecuencias de bullying. (¿Aquí también se dice bullying? Sí, pero se pronuncia Buyíng). Y se sabe por qué todas se llaman Cinta: por La Virgen de la Cinta, importantísima Virgen en Huelva. Lleva una cinta, precisamente, alrededor de su cintura, signo de que está preñada, encinta.

         La prueba en la realidad, dice América: la Cinta que no me quiso alquilar un piso en La Palmera, a pesar de que le ofrecí tomarlo sin verlo (sólo fotos y ya nos consta lo fingidoras que son las fotos en nuestros días) y tres meses de alquiler por adelantado, y nunca aceptó mostrármelo. ¿Porque somos extranjeros?, quedó la pregunta, ¿o sólo porque somos del país que somos? ¿O porque somos como somos? ¿Será porque somos bien quién sabe cómo, o sabe qué modo? Sepa.

         —Bien visto, tú eres bien raro —me dice América—, y más con tu sombrero tan extranjero.

         —¡Tenía que salir el sombrero! —Le digo yo—. Así que yo ya puse mi parte.

         Me callo para que se oiga rugir el motor, porque acelero, deseoso de que se me castigue con una multa: me cabrea, me pone de cabras que hablen de la extranjería de mi sombrero. Hablo bajito:

         —Nomás faltaba la serpiente, y ya saliste.

         Silencio sepulcral: nomás faltaba el muerto.

 

         Mi orgullo seguía herido, por la multa de des-exceso de velocidad, y esperaba, para resarcir la dignidad de mi ego, una multa por exceso de velocidad. Pero no me llegó una, me llegaron tres, y ninguna era la que yo quería.

         Abrí mi buzón, con miedo. Siempre lo abro con miedo desde que me encontré ahí la llave del ascensor que me prohibió las escaleras.

–Una multa era, efectivamente, la de la Dirección de Tráfico: confirmaba que soy un conductor muy lento.

–Otra era de la Diócesis de Huelva: multa porque no me quité el sombrero (¡cómo joden con mi sombrero!) al pasar frente a la Iglesia de la Purísima Concepción. Y de pánico: con copia a las 26 Hermandades de la Semana Santa: me rodean, atrás de mí, calle Rascón, la Hermandad del Nazareno; a mi izquierda en la calle Concepción, la Hermandad del Carmen y Ánimas Benditas; y cerrándome el paso por la derecha, la Hermandad de La Borriquita, calle Juan A. Mora; y de frente, la Hermandad de La Misericordia, calle Rábida. ¡Estoy rodeao! Sitiado como Numancia, asediado como Tenochtitlan, y perfectamente ubicadas las Hermandades, a 2 minutos a pie de mi ático, a 3 minutos, a 5 minutos, a 4 minutos; promedio de ataque: ¡en 3.5 minutos pueden estar todas frente a mi puerta, con sus temibles capirotes negros, y tocar! ¡O derribarla!

–Otra del Concejo Municipal de Peatones: por atravesamiento imprudente. Atravesé la Plaza de Las Monjas oblicuamente, de donde termina la calle Rico (que ya se llama allí calle Espronceda) a donde empieza la calle 3 de Agosto. La Plaza es para pasear, tomarse un trago, picar algo, un cafecito, ¡no para atravesarla oblicuamente, como si se tratara de una plazuela cualquiera, eso ofende a la peatonalidad y da mal ejemplo a los niños!

         Y no se piense que esas venerables tres instituciones me escribían, ¡no! Quien me mandaba las tres multas era la Gestión de Colas, la ciges.

         —¿Quién es aquí el raro, el bien quién sabe cómo, el sabe qué modo? —Le digo a América, buscando consuelo.

         —Obviamente tú. —Me contesta, para hacerme arrabiar.

         Por fortuna, esta vez no me agarró desprevenido, conduciendo, y le respondí, a gran velocidad:

         —¿Y con qué rima serpiente? —Pregunto, y respondo—: ¡Obviamente!

         Y eché a correr escaleras arriba.



Capítulo de la novela de Dante Medina Me enkafka vivir en Huelva (Niebla, 2024).


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