— No he bebido las pócimas de la santidad o el elixir que consagra a los soldados.
Mis palabras no fueron alienadas por las charcuterías o por el dedo de los profetas.
No emanaron del conocedor completo ni anuncio al conocedor completo.
No me ofrecí a señor/señora alguna.
Estoy aquí por la urgencia.
— A ver…
¿Es un poeta antiguo?
¿Un poeta postestructuralista?
¿Un poeta limpiacristales?
¿Un poeta bicho?
— No lo negaría, pero tampoco. Confluyen en este instante la sangre transportando oxígeno
y la intuición gestándose en los brazos. La justicia de los brazos. Los brazos. La medida humana de los brazos.
Las mangas que los protejan del próximo invierno. Pero… ¿Qué modelo? ¿Qué tela? ¿Qué corte? ¿Qué patrón
que no haya quedado caduco si caduco es el patrón de la próxima temporada y el patrón que diseñan para dentro de dos temporadas
en los oscuros sótanos de Bangaldesh, en las islas Caimán o en una cámara acorazada de la Avenue du Bourget?
— Sí, sí… Muy interesante…
Pero no puedo evitar las dudas, la inquietud…
¿Cómo visten los poetas dismodernos?
¿Qué comen los poetas dismodernos?
¿Dónde viven los poetas dismodernos?
¿Cerca de los vertederos?
¿En las trincheras?
¿O en pisos de lujo?
¿Es cierto que los poetas dismodernos combaten
identidades integradoras que los integran
en identidades que no quieren ser?
¡Qué absurdo!
¿Pero tú quién querías ser?
¿Quién creías que eras?
— Ellos están armados.
Vattimo vestía camisa azul y vaqueros cuando anunció en Pontevedra —1989— el inminente derribo de la URSS.
Los guardianes de la ortodoxia comunista lo atacaron con saña: “¡Si fueses por lo menos Passolini!
¡Él sí! Él sí que se inspiraba en las raíces del pueblo: ¡en las saunas y en los urinarios!
Pero tú, Vattimo, tú… ¿Qué clase de comunista eres tú que solo hablas de pesimismo?”
Nadie está dispuesto a morir por la sociedad del bienestar, pero hay millones de personas en este momento que se inmolarían
por Alá, por Cristo, por Estados Unidos, por España, por el Real Madrid o por el k-pop:
Zygmunt Bauman en chaqueta de paño gris y jersey negro de cuello vuelto.
Sol LeWitt —abrigo cheviot ocre y camisa granate— le escribió a Eva Hesse:
“A
pesar de que te estás atormentando, lo que haces es muy bueno. No te
preocupes por el frío: construye tu propia ausencia de frío”.
Marina Abramovic —completamente desnuda— leyó la carta a las seis de la mañana en la Ulloa y sentenció:
“lo importante no es lo que hagas, sino lo que sientes mientras lo haces”.
Yo estoy aquí por la urgencia.
— ¡Qué simpático!
¡La urgencia!
Me pregunto cuánto tiempo emplearías en encontrar
ese término tan… hospitalario.
¿Le urgen, por sobreexposición, las cremas protectoras
a los poetas dismodernos?
¿Cuánto tardarán los poetas dismodernos
en contraer un melanoma
o en ser devorados
por el natural desarrollo
de su potencial asimilable?
¿Sabes una cosa?
¿Quieres que te diga lo que pienso?
¿Sabes lo que pienso?
¿Quieres que te lo diga?
Al final, el poeta dismoderno
es un poeta hipocondríaco…
[En
este punto, elimino de mi discurso unos versos sobre la aparición de un
herpes en el pecho. Imagino que nadie los escuchará nunca y que acabaré
por olvidarlos. “Serán materia metamérica”, pienso, “después de una
aplicación antiherpética”]
— ¡Antiherpética!
¡Cada vez estás más cerca de la hipocondría!
Estás fatal.
Estás enfermo.
Estás peor que enfermo.
Estás en coma mental.
Estás enfermo.
— “Estás enfermo”, insisten. Yo estoy aquí por la urgencia. Ellos están armados.
Antón Lopo. Lampíricos (Diarios 8). Letraversal Ed. 2024
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