Pretendo mirar hacia el horizonte, como si el horizonte fuese una benzodiacepina, y no puedo.
Todos mis amigos se han quedado en el paro, incluso los de más altos ideales,
los que entregaron los mejores años de su juventud al espacio común del amor y de la libertad.
Algunos hemos llegado al borde de la indigencia y sobrevivimos a base de replegarnos.
Otros nos hemos hecho adictos a las webs porno y nos convertimos en seres de leche ante las pantallas.
Los visito uno a uno y me reciben con hiperactividad, sumergidos en un complejo catálogo de deberes que nos evite rompernos.
Quedamos esparcidos por la geografía del país en eremitorios de resistencia,
doblegados por el interferón, por la reforma laboral, por el cielo de los años o por el repudio.
Por esa eficaz táctica gravitatoria que desaloja a los inquietos, encaja a los rebeldes y seda a los contrariados.
“La adrenalina de la modernidad nos ha dejado exhaustos”, pienso al contemplarnos, recién babeados,
amarrados a nuestra vieja ropa impecable como última concesión a la disciplina social.
Les digo que somos dismodernos y ellos se ríen. Me consideran otro parado excéntrico en evasión ingeniosa.
Yo me quiero marchar antes de que me convenzan y ellos, nerviosos, quieren que me marche antes de que los convenza.
Nos han reventado desde dentro.
Yo querría decirles “sigamos juntos antes de que nos convenzan” y ellos parece que quieren decir
“que no nos convenzan”. Pero la voz es débil y tenemos tantas cosas que hacer…
Antón Lopo. Lampíricos (Diarios 8). Letraversal Ed. 2024
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