Estoy en la piscina del Oeste.
Una mujer anciana busca en el neceser
productos descatalogados que extiende sobre la piel surcada de pecas y manchas.
Se echa una loción en su pelo rizado.
Debería hacer ese tipo de cosas,
rebuscar en neceseres y cuidar mi piel,
mojar mi cabello débil y perfumarlo,
arrasar con su cloro,
amarlo.
Saca ahora unas medias de cristal transparente y se las pone con sus manos temblorosas,
las acaricia cuidadosa para que sus uñas lila no las rompan.
Las sube, evita tirones.
La medias ascienden y van cubriendo varices,
ramas venosas que tatúan la piel de una senectud bálsamo,
recuerdos de un hombre besando, mordiendo muslos, apretando un vientre,
cabellos acariciando rodillas, sustitutos de medias cristal.
Cerramos ambas los ojos.
No hablamos.
Sentimos que somos únicas.
Sentimos que hay vida y que está dentro de nosotras.
Sentimos que conociendo los prospectos de belleza impresos dominaremos este recinto.
Ella nada.
Nunca dice palabras.
Levanta la cabeza con movimientos de cronómetro.
Por primera vez he imaginado una vida diferente.
La de esa mujer que habla con sus yemas acariciadoras de sí misma,
conocedora del juego del solitario,
conocedora de cómo colocar las cartas en columnas inferiores,
de manera descendente y alternando colores o tréboles.
Piensa en el orden.
Sustituye las manos del amado por las suyas,
piensa en el sabor del recuerdo de un hombre
como el mío,
al que creo que amo,
aún amo.
Ágata Navalón. Piscina del Oeste. Ed. El sastre de Apollinaire, 2025
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