Había que curvarse
hasta dar con la torre de luz
en el pueblo fantasma,
entrelazarse hasta que la
espuma estallara suave
entre el trazo íntimo
de los cuerpos.
Había que alargarse
desde el vértice elíptico
que une el deseo con la
Vía Láctea,
entretejerse sobre el
hambre de tu vestido,
enredarse en el baile
de las hojas crujientes
y el juego de los
árboles en cuesta.
Había que fundirse con el
rumor desnudo de la corriente,
el contoneo musical del
agua
y el poso del café
encantado.
Había que enroscarse sobre tu luz
en la cavidad del vuelo al atardecer,
volver al hueco por el que regresamos
con lumbre en los ojos,
vibrando los dos en una cuerda
unísona y acorde.
Era todo lo que
necesitábamos.
Habíamos sobrevivido a
las palabras.
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