ANUDANDO ESTE
HILO
Tiempo vendrá, quizá,
donde, anudando este roto hilo,
diga lo que aquí me
falta, y lo que se convenía.
Miguel de Cervantes
Se ha hecho el silencio,
la quietud, la resonancia
de luz y sombra,
un instante después
de la vana irrupción,
murmullo de la historia
o su sombra o séquito.
¿Pero acaso es historia
este uniformado ruido
de apresurados pasos,
la fugaz visión, el cortejo,
un hombre poderoso?
O historia es este silencio
de pájaros y cigüeñas,
este lento caminar
bajo la luna por calles
y plazas, por horas detenidas,
estas casas, estas ruinas,
estos nombres alzados
al amanecer como costumbre
o permanencia o paisaje.
O este hombre que avanza
curtido en tantas derrotas,
esta palabra alzada
(como una casa)
frente a la muerte,
esta dignidad de soldado herido,
esta paciencia en la adversidad,
el reconocimiento
de nuestro único linaje,
esta amarga sonrisa,
la piedad, la tierna ironía
o la inconclusa conciencia
de todo lo callado y el orgullo
de lo escrito (de todo lo escrito).
Pues quizá vendrá el tiempo
en que decir se pueda lo que falta,
lo que convenía, anudando
el hilo roto del tiempo,
devolviendo su fulgor de palabra herida
y exacta a la historia.
La historia
(no el cortejo,
no el uniformado susurro
de asentimiento)
cuando de nuevo el trino
del pájaro vuela y rompe
la cortesana espera y sus murmullos
y tiembla en el silencio
como un hálito de alas,
como verdad inasible,
cuando puebla el espacio,
cuando se escucha la luz
y callan las voces,
callan las sombras.
Historia es
(no el séquito)
la palabra,
la alzada dignidad
de este hombre
(éste por nombrar sólo
un nombre)
y el silencio,
la eterna resonancia
de este espacio
y este empeño.
La luz,
de nuevo el canto,
la sombra herida,
el vuelo, el aire,
la palabra
como pájaro
anudando, trenzando
el hilo roto de la historia.
ANALOGÍAS (LA MADRE, EL NIÑO, LOS
ANIMALES)
Acaso todo confluye como el tiempo
(las pequeñas cosas, las grandes
heridas)
como la memoria o nuestro eco en las
calles,
como la desesperanza de los suburbios
nunca visitados
o los museos de cálidas alfombras, los
teatros,
las avenidas principales, su trasiego o
su amable indolencia.
Acaso las heridas vuelven y se mezclan,
trenzan extrañas analogías con la
belleza,
el consuelo, la mirada de la infancia,
el recuerdo,
todo es intersección de presente, agudas
aristas del instante,
llegando, llagando la mirada, nuestro
plácido
tránsito de turistas aquella mañana en
la Albertina
cuando la luz se rompe y en la penumbra
sobrecoge
el horror aquel, la imagen desnuda, la
pelea de perros
en Mostar entre ruinas, el odio de los
hombres
apostando muerte en la mirada de los
animales
heridos, sangrando, babeantes,
condenados a la destrucción,
saciados de dolor, de carne, turbio
espectáculo
la muerte ajena, su contemplación, donde
perros
devoran a los perros, hombres azuzan la
muerte
como juego, donde la exacta verdad
implacable
de esta foto que cuelga en la cálida
penumbra,
en este sosiego de acolchada luz que
estalla
de improviso y tiembla como grito,
costurón abierto,
desgarradura de la vieja Europa, aquí,
tan cerca.
Donde una mujer preside el consuelo, el
suave tacto
del mundo y los animales, la difuminada
caricia de madre,
niño, paisaje, pájaro y asombro en este
tenue dibujo
para que descansen en ella su dolor, su
descuartizamiento,
su desvalido abandono y en ella
preludien la armonía,
el reconocimiento, la hora azul de
Isaías que se hace
instante posible de mundo compartido en
esta mujer
rodeada, casi oculta (mas tan presente,
tan sonrisa,
tan dulzura inacabada) entre pájaros
extraños,
aves, comunes animales, habitando el
tiempo,
la inexcusable hora del consuelo. Aquí
en las paredes
de la Albertina, en esta Viena transida
por la belleza
y la historia, tan cerca de los heridos
perros de Mostar,
tan cerca de los vidriosos ojos que
azuzan la muerte,
entre ruinas, escombros, y apuestan
(todo o nada)
al odio, infectando la miseria, negando
el paisaje.
Y tan cerca la esperanza de horizonte y
pálpito,
la mujer que acoge y se pierde como
asidero
o luz de carne insinuada junto al árbol,
los montes lejanos, el paisaje de la
calma y la belleza.
Tan cerca.
Como si el azar guiara los pasos del
viajero
y se hiciera destino, imprevista
analogía
que convoca un sentido o trazara al
menos
(en la confusión de tiempos, espacios
superpuestos,
iluminando o cegando el presente,
trazando pasajes,
cruzando olvidadas calles de la memoria
a lo no vivido)
dibujando así un plano posible para
transitar
por ciudades desconocidas, leer en sus
callejas las sombras
imprevistas del reencuentro o el
conocimiento.
Así la visión del niño tonto de la
Judengasse
en su metálica silla y luego en brazos
de su padre
deslumbrado (con el torpe, limpio e
infinito asombro
de los animales y su mirada toda en lo abierto)
por el tintineo de luz y colores vivos
(tanto como desmadejado
su cuerpo) del escaparate de repetidos,
absurdos,
cálidos, risueños objetos de Navidad, ya
sabéis:
trineos, campanas, muérdago, renos,
enanos, velas.
Y las piernas rotas, tan caídas y la
cabeza
ladeada, apenas por el padre sostenida
y la sonrisa, los ojos encendidos, la
boca abierta,
la babilla y su reflejo entre gnomos y
el rojo chillón
de tanto papá Noel y tanto tierno
desconsuelo.
Vino entonces, en la metálica luz de
Salzburgo,
la hiriente luz de cal de Moguer y el
niño tonto
de la calle de San José sentado en su
sillita de enea
viendo con los ojos abiertos al niño que
apenas sonríe
(o será sonrisa esta babilla que
desciende
y su padre limpia con un pañuelo de
papel) y mira
el escaparate de una tienda de Navidad
en la Judengasse.
¿Es este el mismo niño de Moguer o es
el que una madre tuvo en brazos entre
pájaros
y animales, acaso el que surge como
promesa
en las sonatas para piano y violín de
Mozart
o el que es todo ausencia en la música
de Brahms?
Esta herida de carne deshecha y sin
palabra
que ahora se hace azul luminoso,
cegadora
belleza, caricia que todo borra como
música
o una mujer que dice a un niño la
ternura del tacto
silencioso, del vuelo imprevisto, del
canto, la nota,
la pluma, el tiempo suspendido, la
resonancia
que es Mozart o Brahms, los pájaros y el
niño,
la belleza y el sosiego y también las
cultas conversaciones
susurradas, la sonrisa y copa en la mano
(frente a la mudez qué derroche de
palabras)
en el jardín del Mozarteum el jovial
rector
saltando de grupo en grupo como
pajarillo
que volara de Handel a Shostachovich
y alado picoteara de Mozart a Ligeti.
Es esto
digo:
la madre, los animales, la
pintura, Mozart, la música,
el café Sacher, el Diglass,
los museos, el rector, la subida
a Grinzing, el recuerdo de
Canetti, los teatros, las alfombras.
Es esto
¿tan sólo un entreacto, una pausa?
Y dónde entonces
los devorados perros de Mostar, dónde el niño tonto
de la Judengasse, el de la calle de San José o el perro sarnoso
vertiginosamente muerto bajo una acacia, dónde Febrero
la derrota y la esvástica, la niña chica, el odio encendido,
la apuesta entre escombros, los perros despedazados,
los niños desmadejados, los anónimos ausentes.
Dónde
No sé si responde el azul de Salzburgo,
la blancura de Moguer
o la belleza intacta del niño rubio que
tocaba el triángulo,
que era música, atenta inteligencia, que
leía erguido notas
y mundo y era promesa de futuro en aquel
concierto en Innsbruck
o responde la infinita resonancia de
Mozart o Bach,
la claridad del juego, la fugaz belleza
de las notas
o la piedad anegando en fuga el dolor,
la trascendencia, lo inabarcable
o responde la mujer que nos dice
Está aquí:
en Viena, Salzburgo, Moguer, Mostar.
Aquí
la promesa de Isaías cumplida en este
azul
que restaña heridas, sangre, carne
descuajada,
la deslizante babilla y el asombro sin
palabra.
Este azul unifica paisajes, pasajes,
calles principales,
avenidas, suburbios y todo confluye y se
hace azul
(la herida y la esperanza) y se confunde
con los pájaros
y una mujer que sostiene un niño entre
animales.
Así:
(con una ternura tan azul y tan dolorida)
todo confluye: el tiempo y la carne.
LA PERSISTENCIA
(Maternidad en Elne)
Como si quedara adherido a los objetos
algo del enigma del bien
bañando con una luz antigua
este lugar y los ojos que contemplan
la serena belleza que aquí habita,
rescoldo de gestos que aún viven.
Como si lo aquí sucedido
(la nobleza, las risas
el solícito cuidado)
lo aquí nacido, ocultado,
lo salvado,
volviera siempre en paredes,
en rojo ladrillo, en tiempo
detenido y fuera jardín, unos columpios,
una verde, dilatada llanura
y se hiciera escalera y ascendiera al
alto torreón,
a claridad de cristal y ropa tendida
y viera un horizonte abierto a la
esperanza,
una sencilla e inabarcable belleza.
Como si una mujer de nuevo cansada
escalara sombras, desprecio,
negando campos, persecuciones,
como si este espacio ahuyentara
por siempre el hedor del mal,
lo sucedido y lo venidero.
En esta pajarera de cristal,
jaula de luz donde se contempla
el Rosellón, el cercano pueblo, su
catedral,
el lejano Canigó, los montes de una
patria
inalcanzable. Aquí en lo alto de este
torreón,
este castillo encantado hecho de
esfuerzo,
tenaz resistencia, una obstinación de
luz,
un coraje día a día repetido, hecho
blancura,
acogimiento, donde una mujer mira el
paisaje
y libre vuela entre cristales, en lo más
alto
de la esperanza y anida sus sueños en el
mañana.
Ahora asciendo, llevo su ropa,
sus risas, entro en los tibios cuartos,
oigo los gritos, los llantos recién
nacidos,
los juegos, las canciones de nuevo
cantadas
(qué música de barrio o verbena o
infancia)
acompaño su torpe caligrafía, las
postales
de una Navidad de mujeres barbudas como
reyes,
mínimos juguetes y un baile improvisado
con canciones que lo mismo dicen en
muchas lenguas,
con ellas entro en las salas, los
limpios cuartos
que son gotas de nostalgia bautizados
con nombres
de un regreso imposible: Madrid,
Barcelona, ciudades,
pueblos dejados atrás, las sílabas de lo
vivido.
Cuartos para lavar, para dormir, para
coser,
para parir, para cantar, para contar,
cuartos nombrados
como niños que corrieran libres por las
calles de la infancia.
Salvada de la arena del espanto,
de las playas del viento y el frío, de
las barracas,
Pepita llamaron a la niña primera aquí
nacida
y luego tantos otros nombres
acunados por una terca camaradería
de madres trenzando el futuro.
Así llegaron como a un mundo donde
hubiera espacio,
a un tiempo que pudiera pertenecerles.
Y como si fuera hijo oculto de un
exilio,
sin raza, sin patria, como si volviera a
la tierra
ingrata que le expulsó, le llamaron Antonio,
y dieron un nombre gentil como cristiano
o sólo derrotado: tú, niño judío
que cobijaron con el engaño de otra
lengua
otros niños o niñas confundidos con la
luz.
Y todo,
cada gesto mínimo,
cada niña recién nacida,
cada juego, cada risa,
todo permanece,
como si este palacete de blanco y rojo
ladrillo,
de escalinatas que ascienden a una
azotea
de luz y cristal o bajan a un sótano con
acuarelas,
como si esta casa
nos cobijara en el regreso del tiempo
y fuera aún habitada y envolviera
un temblor donde los justos permanecen.
Contemplas
verdad y belleza,
vives el misterio de la bondad:
mujeres hilando, amamantando,
tejiendo risas, acunando lo recién
nacido, lo ahora y siempre salvado.
Este hermoso palacio, esta inmensa
llanura,
este azul, este jardín de juegos,
esta azotea donde el tiempo precipita
un vértigo de suave descenso a lo
cálido,
lo húmedo, lo recién lavado, cortado,
lo que fue nombrado en las sombras
y permanece.
Para que contemples
la bondad y la belleza,
el misterio de su persistencia.
UNA PAUSA
“Un rencor ya con pausa”
Carolina Sayabera
Mira,
contempla estos
restos arqueológicos
nunca por nadie
excavados
es tan poco
(o es un exceso,
una desmesura)
es sólo lo que
está
semioculto por
la maleza,
apenas visible.
Ejercita la
imaginación,
sube a lo alto,
contempla
(el pueblo en la
lejanía,
silenciado,
silencioso,
el pueblo
dormido
¿para siempre
callado?)
Ves
la piedra donde
se alzaba
la bandera, se
cantaba
el cara al sol,
se escuchaban
las palabras del
sacerdote
(afilada piedad
de los vencedores)
“vuestras almas
han sido perdonadas
pero no hay
perdón para vuestros cuerpos”
Imagina,
pues se aprecian
aún
las líneas
difusas, las piedras
que dibujan el
trazado del campo,
los barracones y
allí, en un extremo,
la torreta de la
mina.
Escucha
los que aún
hablan,
los que pueden
hablar,
los no callados
ni por la muerte
ni por el miedo
dicen o susurran
cosas pavorosas.
Escucha
los camiones en
la noche, sus faros,
los
desaparecidos en la madrugada
bajan la voz,
dicen
los arrojados
por la boca de la mina,
los tragados por
la tierra,
la madre
arrebatada, el camión
a plena luz
atravesando el pueblo,
las gentes
mirando: piedad o desprecio, arrogancia
o grito
(callado, comido por el miedo).
Escucha,
reposa la mano
de una mujer en las piernas
de su hermana
aún mayor (pasa de ochenta)
arropa con el
gesto su dolor aún más indecible,
más balbuceante
después de
tantos años: ¿olvido, rencor?
Imposible el
olvido
pues aquella
mañana permanece.
Hoy es ayer,
pero rencor,
¿rencor?
Medita, luego
mira
a la cámara y
dice
sí
pero es un
rencor
ya con pausa.
Pasa el tiempo,
queda un hueco,
un espacio, una
huella,
un intersticio
hecho de restos,
piedras casi
ocultas,
lacerantes
recuerdos
cada día más
borrosos
(mas igual de
intensos)
cuerpos
perdidos.
Queda una
extensa llanura
donde leer
signos, comprender
lo que estuvo y
aún permanece.
Hay
desgajados
pedacitos de tiempo,
minúsculas
muescas
piedras,
recuerdos, lindes,
un paisaje casi
borrado.
Hay
entre la muerte
el olvido y la
memoria
una pausa.
Escucha
el hueco,
el eco,
mira
atiende al
silencio.
Palpita una
ausencia
una pausa
POEMA CAFÉ CON LECHE PARA ANTONIO
ORIHUELA
Hay mañanas
en que necesitas un poema
como un buen café con leche
y el milagro es que a veces
(sólo a veces)
lo encuentras,
quiero decir el poema
(que el café siempre te espera)
Hay días que se diría
(como dice Antonio Orihuela)
que los días se escapan
como perro muerto o vagabundo,
como nieve de infancia
o la desesperanza del presente
y entonces (es decir ahora,
en estos días que digo)
un hilo tenue de madre
quebrado en el recuerdo
como voz que alienta en la edad oscura
rescata el tiempo que habitamos,
estos días de tanta espera,
tanta espera vana
de domingo de resurrección.
Hay mañanas, digo,
en que el poema te espera
como un café bien cargado
y apunta al corazón,
hiere de muerte el desconsuelo.
Hay mañanas como esta
(de frío invierno
ausente de nieve)
en que dejo el periódico
(ahogado de mentiras)
y encuentro
(ya lo habréis imaginado)
un poema que espera
y una voz bien cargada
que dice
(de nuevo lo habréis adivinado,
es Antonio Orihuela)
Ya no están
en su sitio
los días.
Ya casi nada,
Antonio,
está en su sitio.
Sólo,
en su sitio,
exacto,
caliente,
bien cargado,
está el poema.
Porque el poema
como piedra,
corazón, mundo,
perro fiel, pájaro, río
o nube, mar, cal encendida,
siempre espera.
Incluso
en este tiempo de ideas muertas
y frías mañanas de invierno,
también ahora.
Incluso ahora
un poema
espera.
ERROR DE LECTURA
(Variación sobre un poema de Jorge
Riechmann)
El poeta escribió:
encontrar un cuaderno:
el bosque blanco
Imagen exacta.
(Limpia caligrafía, letra clara,
serigrafiado a mano en papel artesanal
de lino Meirat de trescientos gramos
libre de ácidos, ejemplares no venales
con numeración romana)
Mis ojos leyeron:
encontrar un cordero:
el bosque blanco.
Enigma de infancia.
¿Se perdió el poema?
¿El azar de la mirada construyo sentido?
Mis ojos cautivos vieron
un incomprensible bosque,
una blancura herida.
¿Esperaba el poema
otra pequeña
verdad?
¿Una distinta forma de decir
el sosiego, la atención, el silencio?
Reescribo.
Escribo otro-el mismo poema,
sin cursivas, sin comillas;
indemne blancura,
encendida memoria.
Me salvó
- era casi aún un niño -
encontrar un cordero:
el bosque blanco.
(Así,
con equivocadas palabras
edificamos la casa del lenguaje.)
Antonio Crespo Massieu. Obstinada memoria (Amargord, Madrid, 2015)
Fotografía de Cristina García Rodero