Llaman a la puerta. Es una pareja de policías de uniforme, los grises. Marisa, muy nerviosa, me avisa, preguntan por mí. Salgo. Me entregan un escrito. “Preséntese en comisaría antes de las 14 horas”. “¿De qué se trata?”.“No lo sabemos”. “¿Mi pasaporte?”. “No lo sabemos”. Se marchan llevándose un dedo a la gorra. “El pasaporte”, digo a Marisa para tranquilizarla, pero yo no estoy nada tranquilo, ya he adquirido complejo de prisionero de campo de concentración. “Claro, ¿qué cosa mala podía hacer usted?”. Se ruboriza.
La comisaría está siguiendo el río, en el Paseo de la Pechina. Muestro el escrito. “Espere ahí”. Voy detrás de una pareja mal vestida, joven, con aspecto de haber discutido, nerviosos, preocupados. Les llaman y aún espero más de media hora. “¡Usted!”, dice alguien al que apenas consigo ver. Atravieso un pasillo hasta llegar a un despacho donde un hombre de paisano fuma sentado mientras lee papeles. “Siéntese”. Me siento. “¿Es por mi pasaporte?”.“¿Qué?”. “Mi pasaporte”. “Aquí no gestionamos pasaportes. ¿Qué significa esto?”. Es un ejemplar de Le Monde Diplomatique y otro de L’Humanité más el sobre de una carta a mis padres depositada en un buzón hace una semana, pero a continuación saca otro enviado a mi hermano y un tercero para José Luis sobre el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva y dos o tres más. Los examino, están sin abrir, afortunadamente, ya sería el colmo que revisaran las cartas, pero estas deberían estar ya en poder de sus destinatarios. “No entiendo”, digo, pero sospecho. “Los sellos”, dice. Hay varios sellos en la parte superior derecha de cada sobre, todos de Franco y otro de 25 céntimos del Plan Sur de Valencia, un impuesto para el desvío del río Turia que causó la riada de 1957. “El Caudillo”, dice. “No entiendo”. “Los ha pegado todos cabeza abajo, ¡qué casualidad!, uno pase, es un descuido, ¿pero tantos en sobres diferentes?, ¿por qué?”. Me han cogido, lo hice a propósito, pero respondo, aunque convencido de que aquello ha de ser una broma. “¿Me está tomando el pelo? Quizá con prisas en el estanco los pegué estando al revés las cartas, o pedí a alguien que las enviara y el estanquero iba con prisa, no tiene ningún sentido, valen lo mismo de cualquier forma, ponga la carta boca abajo”. “Eso, acompañado de esos dos libelos antiespañoles, le colocan en mala posición”, dice. “Los encontré en la silla de un bar, y tuve curiosidad”. “¿Qué bar era ese?”. “Creo que Balanzá”, digo, el rincón más burgués de la ciudad. Me hace un gesto divertido con la mano para que me vaya, y se queda con las publicaciones sonriéndose como si me hubiera gastado una broma o dado miedo. “¿Para esto tanta pérdida de tiempo?”, protesto. “Era mi deber si hay quien se ha ofendido por los sellos y se ha tomado la molestia de venir a comunicarlo. Alguien le vigila actuando por libre, y no le quiere bien, al parecer —dice encogiendo los hombros, creo que sinceramente amable y más extrañado que yo—, a mí me tiene sin cuidado como pegue usted los sellos, tiene usted razón, pero ponga más cuidado, buenos días”. “¿Y las cartas?” “Ya las enviamos nosotros, de eso no se preocupe”. No sé qué ha ocurrido, recuerdo ahora que dejélos sobres con la correspondencia de la oficina, que Ballesta se encarga de echar a un buzón, y los periódicos llegaron tardísimo junto con revistas de Christiane. Además, Ballesta ha de pasar por aquí camino de su casa. Pero es un mal pensamiento sin pruebas que el seco, impertinente, desagradable y franquista Ballesta, chivato de la secreta, haya intervenido en esto, aunque queda viva la sospecha de estar yo efectivamente vigilado por él siguiendo órdenes, y él oye conversaciones telefónicas mías. ¿Se han empeñado todos en mantenerte permanente inquieto?
Cuando llego a casa por la tarde Marisa sale inmediatamente de la sala de estar donde cuida de su madre, parece muy preocupada y como si se alegrara de verme.
—¿Todo bien? —pregunta ruborizada.
La tranquilizo, o tal vez la atormento.
—Era la policía, han descubierto que pegué sellos de correos en cartas con la cara de Franco boca abajo.
No parece dar crédito a lo que digo.
—Marisa, vive usted en un país gobernado por un dictador servido por fieles cuidadores del orden, y un sello boca abajo no está en orden.
Parece que va a echarse a llorar. ¿He entrado en su casa para abrirle ventanas?
Antonio Santos Barranca. Diario nocturno en un país feo. Letrame Ed. 2024