Ayer
estuve en el Corte Inglés, un lugar que acoge a los cuerpos en siete
plantas y tres sótanos.
Estuve
paseando y preguntándome por qué Dios no me ha hecho del Barça o
del Real Madrid. Estuve con un señor que estaba ilusionado desde
hacía dos días con un partido, y no tenía otra cosa en la cabeza,
y era feliz, o disimulaba muy bien su vacío. Estaba contento de sí
mismo, de lo que piensa, o de lo que deja de pensar.
Y
yo me fui al Corte Inglés. Me dirigí a la peluquería y pregunté
si me podían cortar el pelo, sin mucha convicción. La chica joven
consultó un cuadrante con nombres y me dijo que si.
Apareció
otra chica joven y me lavó la cabeza mientras me preguntaba si el
agua estaba bien. Interpretó una melodía en mis sienes con sus
dedos. Yo calculaba que eso tiene un precio, pero no me importaba. Mi
cabeza, descuidada y rota por dentro, mi cabeza que cambia de vida
cuando enciendo su relámpago, ahora entregada a unas manos
milagrosas.
Me
invitó a que la siguiera, y lo hice. Podía haber estado dos días
caminando tras ella, pasando por pasillos con luz fría y barata.
"¿cómo
quiere que se lo corte?"
No
sé, he venido aquí porque estaba aburrido, y el pelo y las uñas es
lo único que le crecen a los muertos. He venido porque en las
catedrales hay ocupas de la fe, en los bares ocupas del fútbol, en
las librerías, libros de autoayuda, y no quiero que me ayude gente
que me cobra. He venido porque llevo caminando toda la tarde,
intentando que alguien revise mi cabeza, una ITV, un taller exprés.
La
joven peluquera apoyaba su vientre en el reposabrazos, muy cerca de
mi codo, sus manos olían a humedad y a alga marina. Me hablaba de lo
que se habla a un cliente enfermo de normalidad. Yo intentaba evitar
mirarme en el espejo, no me gustan los espejos, ni lo que veo en
ellos. Le pregunté cosas: cuántas cabezas toca al día, si puede
leerlas a través de las yemas de los dedos, qué hacen con todos
esos pelos que barren, ¿es cierto que los venden a las fábricas de
muñecas?.
Me
cortó el pelo. Un poco, descargar le llaman en el argot.
Y
me fui otra vez a las plantas de mercancías, a los sótanos, a los
váteres donde siempre hay alguien que quiere vértela. A la salida,
donde espero que suene la alarma, a la calle, con esa gente que tiene
la cabeza sobre los hombros, el cuerpo destrozado de caricias, los
labios llenos de sal de cacahuete, las ilusiones parecidas a una
película de Walt Disney o Pixar.
Está
paseando el extraño, con el pelo cortado y un dolor insoportable.
Cuanto más bella, más duele la vida, y las nuevas generaciones,
cada vez más altas, más hermosas, más lejanas. Rodeado de
primavera irrespirable, polinizando los segundos.
Está
paseando el que parece que pasea, pero está enterrándose entre
vosotros, mezclando su vida con vuestra vida, su respiración con esa
invasión de cuerpos, de perfumes, de gasolina.
Estuve
a punto de meterme en el Hamburgo's y meterme tres hamburguesas y
mancharme de mostaza y ketchup, y sonreír a la servilleta y a los
que miran por el cristal del pasaje, y llorar sobre el plato, dejarme
caer con la boca torcida sobre el pan con doble de queso. Cada dos
raciones, bebida gratis.
Estuve
a punto de llamarte, pero ya lo he hecho alguna vez y siempre tienes
planes, te rodeas de planes como si fueras el centro histórico de
Madrid, o de Estambul. Te rodeas de gente, de actividades, de viajes,
de quehaceres inaplazables. Te obligas a ser feliz, a llenarte.
No
te llamé, en su lugar me corté el pelo.
***
NO
ABRIMOS EL DOMINGO
Ayer estuve de
compras. Compras de clase media, o de gente sin clase.
Dos días sin
comercio es irresistible.
Fui a certificar
una carta y estuve media hora esperando. Observé la composición de
la fila. Todas las clases sociales, todos los colores, podríamos
haber decidido derribar el sistema, cualquier sistema, especialmente
el de la espera sin hablarnos.
Miraba como
desaparecían las escaleras mecánicas y se tragaban a la gente que
transportaban; aparecían en otra planta, o en otro paraíso.
Parejas dándose
un beso, ancianos oliendo a esa colonia de residencia, metrosexuales
con urgencia por exhibir las duras jornadas de gimnasio.
Las escaleras se
lo tragaban todo; empezaban por los pies y las personas parecían
sobres, todos plegados apareciendo allí donde no había gente
suficiente de sus características.
O humo, o niebla
espiritual.
No pude evitar la
tentación y cogí unas bolas para el inodoro: Bref WC poder activo.
Son de colores,
estuve comparándolas con otros sistemas baratos, de color azul o
verde, que se veía a simple vista que resultaban un fraude.
Coloqué en casa
las bolitas azules y verdes y estuve apretando la cisterna un buen
rato (modo económico). Contemplé la espuma y el olor del bosque de
coníferas.
Observé como
giraban con la caída del impulso acuático, y esa fuerza motriz,
provocaba la espuma, que no era sino descomposición física.
Me pareció
poético, y limpio. Aunque fuera artificial.
Me senté en el
inodoro con la tapa cerrada, como si fuera una Harley Davidson, y
apreté a fondo los dos pulsadores. Sentí como si recorriese el
corazón verde de Europa, sus bosques llenos de cadáveres de guerras
sangrientas. Sus tabernas con delincuentes y posaderas normandas. Sus
carreteras sinuosas donde alguien puede aparecer en una curva, con un
hacha clavada en la cabeza.
Me impresionaron
esas bolitas de colores. Quería comérmelas, como cuando de niño
quería comerme la goma de borrar con olor a nata o el pegamento, y
beberme la gasolina, o el aguarrás.
Me senté en una
hamaca de terraza, e imaginé unas vistas limpias, como si me
abrazara una madre.
Una dependienta
me preguntó algo y quise casarme con ella; una boda sencilla, de
juzgado y merendero. Compartiríamos las bolitas Bref WC con poder
activo, y nos comerían las escaleras mecánicas en tardes libres.
Haríamos el amor de vez en cuando, como algo sano y deportivo,
riéndonos de las cosas que nos faltan y nos sobran. Gozando de no
saber quiénes somos.
Permaneceríamos
desnudos, hablando sobre los nuevos sistemas para subir la persiana
de lamas, y de ahí pasaríamos a Philip Roth, o Kenneth Cook.
Todas las mañanas
le besaría los pies, y le diría al oído algo que le haría bajar
las escaleras sonriendo.
Le esperaría a
la salida, por la puerta de empleados, y le rendiría cuentas del
tiempo que no existe sin ella.
Nos sentaríamos
en el paseo central y veríamos como la gente obedece a los colores
del semáforo.
Yo llevaría su
bolsa con ropa sucia, y la besaría antes de meterla en la lavadora
Lynx, de marca casi blanca, con un servicio posventa pésimo.
Esperaría a la
cantante de orquesta de pueblo, en su madrugada agotadora.
Esperaría a la
pasante, trabajando gratis para el abogado situado.
Esperaría a la
que sale de un cine, esperando vivir algo de eso que ha visto, o lo
contrario.
Esperaría a las
bandadas de empleadas de las multinacionales, saliendo como si el
nido estuviera ardiendo.
Esperaría a la
que ha trabajado su último día en la óptica, y me graduaría la
vista ante sus lágrimas.
Esperaría a la
que sale de su casa, intentando olvidar la discusión sin que se
corra el lápiz de ojos.
Esperaría a la
que siempre espera, a la que nunca llega, a la que no me canso de
imaginar.
Esperaría a la
que ya no sabe qué será de su futuro, y me cogería del brazo con
fuerza, y sus dedos clavándose en mi carne, traspasando la camiseta
me dirían: ¡no me dejes! Mientras nada parece indicar que ocurre
algo importante.
Juan Leyva. Caja de resistencia. Ed. Algaida. 2015