documentos de pensamiento radical
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lunes, 30 de septiembre de 2019
domingo, 29 de septiembre de 2019
sábado, 28 de septiembre de 2019
viernes, 27 de septiembre de 2019
2 poemas de CUERPO SIN MI de EDUARDO MOGA
V
Año
Nuevo
La
botella reposa. Su óvalo se destensa
y
el vidrio absorbe
la
luz vertida por un sol
arenoso,
y se estira como una llama verde,
como
el espasmo verde
de
un cuerpo cuya carne fuese
su
fulgor. Me sorprende,
no
obstante,
que
siga ahí,
donde
ayer la dejamos
(o
donde se cayó).
La
botella proclama la constancia del ojo:
el
ojo insiste en ver,
y
las cosas se acogen a él
como
si él las nombrara,
como
si sólo
en
su lumbre convexa
se
ensimismasen
y
consumaran.
El
cielo ha muerto —su cadáver
vagabundea
por entre los plátanos,
arañado
por humos y vencejos—,
pero
aún abriga
poder,
y axilas, y abrasiones,
que
inquieren
por
qué me pliego
a
este oscurecimiento, y confío
en
la palabra, y mezclo mi materia
con
la materia
inexplicable
de la Tierra.
Una
imprecisa palidez
recae
en cuanto veo: las bandejas
con
restos de comida, los ladridos
amarillentos
de
un perro, los minutos húmedos
de
polvo;
y
las irisaciones
de
lo fugaz anuncian
que
algo se llena
de
pétalos,
o
que sucumbe.
Los
tenedores, recamados
de
penumbra, reniegan de su ser:
son
sólo duda, aleación de masa
y
de vacío.
Las
copas
se
ablandan: su perfume
envejecido
impregna las hileras
de
libros y las sábanas convulsas,
que
aún recuerdan
el
cuerpo,
su
sangre despeinada,
su
lacre frágil.
Está
empezando a llover. La efímera
plata
del agua ciñe la soledad del mundo
e
irrumpe,
con
su ruido fragante, en los ruidos callados,
en
la geometría
de
lo visible, pero ya ido. Cae
también
la lluvia
dentro
de mí:
en
las arterias, y en los calcetines,
y
en la melancolía,
aunque
en la casa haya sol, ecos
del
sol,
áridas
mojaduras en el yeso
y
los estantes.
La
agitación
que
hubo se ha refugiado
en
los rincones aturdidos:
es
niebla tensa,
en
cuyo seno las botellas
y
los papeles
y
los preservativos
se
duermen
o
desdibujan, y los líquidos
se
confunden, y el ojo no renuncia
a
su gravitación, a empujar a las cosas
a
su existir,
y
agavillarse y naufragar
en
la irrealidad de lo observado.
Solo,
herido por el ojo,
percibo
espectros
con
límites y labios, cosas inexistentes
que
pesan,
y
soles,
y
cuerpos presos
en
su caer,
pese
a no haber nacido todavía;
y
cruzo la frontera de los días
que
son, ya, este día
y
este derramamiento azul
que
prefigura
mi
propia y silenciosa
disipación.
VI
Se
ensancha la luz: rompe el molde
del
aire y se desploma en el aire,
entre
chasquidos
de
estambres y antracitas. Luego,
acendrada
en fulgor, satura lo real,
y
se derrama en lo invisible, e inunda
los
escarpes del cielo. La mañana,
hecha
de luz, perece con la luz.
Como
una casa, se exacerba
y
se licua, y su negra limpidez
embriaga
los
ojos,
y
empapa
los
adoquines,
y
se dilata
como
una mano
que
se posara
en
un pecho. Se enfría la memoria: no alumbra
sino
un rumor borroso
que
serpentea
entre
rostros que han sido nuestro rostro
y
noches que nos han pertenecido,
y
concluye en el cuerpo, y desentierra
lo
que no existe: otros hoy; otros párpados,
sin
dientes;
otros
significados de la sangre;
otras
almas, que, hiriendo, acariciaban; otros
yos,
entenebrecidos de pureza,
no
colmados aún de sí,
y
no este yo, a quien nadie ha besado jamás.
La
memoria depura el tiempo
reduciendo
sus fístulas,
dinamitando
sus angiomas,
exonerándolo
de cálculos
y
de lenguaje; pero el tiempo,
sin
lenguaje, habla.
Recuerdo
los
días voluptuosos,
anclados
en su vuelo, naciendo en cada muerte,
haciéndose
carne
del agua,
forma
del agua,
sudando
eternidad; recuerdo
las
ruinas
iridiscentes
en
las que el yo encontraba
su
nacimiento
y
su caos. Ahora nada queda del árbol
que
veo
ni
de los ojos
con
que lo veo;
nada
subsiste del horror
presente
en
las cosas: la lengua que agasaja
vulvas
o esculpe estrofas
atrae
también
a los gusanos,
y
el coche
que
casi me atropella
lo
conduce alguien que ya ha muerto,
y
en los anuncios
que
me descubro
mirando
se
ensalzan
esclavitudes
de
las que participo,
fantasmas
adornados con mi sexo
y
mis derrotas,
úlceras
que se extienden por la piel
y
los relojes,
sin
distinguir los poros
de
los minutos. No perduraré:
me
devorará el sol. Tampoco
perdurarán
las sombras
que
son mis huesos,
la
telaraña
en
que me agosto, porque me ilumino
de
nada, porque muero.
No
sobrevivirán mis versos,
porque
no son planetas,
ni
monstruos
infinitesimales,
ni
casas de madera y resplandor,
sino
riadas de huecos,
amor
adusto,
mordiscos
paradójicos
que
zigzaguean entre cuajarones
de
noche; ni aquel otro relumbrar,
incompatible
con
lo real, mas pleno de realidad, áureo
en
su silencio o en su estremecimiento,
que
comprendía el pájaro y la ausencia del pájaro,
que
cultivaba puentes y demolía puentes,
que
enlazaba lo triste
con
lo total,
y
en cuyo lecho amontonaba piedras
y
pezones. El ojo ha enmudecido.
Ya
no crean el mundo los recuerdos.
Ya
no
existe
el
lugar en el que era innecesaria
la
mirada, y las flores
se
desclavaban
y
se entregaban
al
tiempo, en el que se enderezaban
las
fuentes, y los labios ardían con la lluvia
como
bengalas submarinas.
Sólo
existe el olvido:
el
de aquella mujer que pasa por la calle,
corroída
por su fugacidad,
zarandeada
por
células amargas; el del tren que se adentra
en
lo inaprehensible y lo repleta
de
su carne veloz;
el
de la peonía que me observa
como
si ambos fuésemos un solo
temblor,
una
sola verdad.
Pero
la única verdad
es
nadie, nada,
la
levedad que me sostiene,
los
párpados devastadoramente
abiertos
que me enfrentan
a
mí,
y
que desvelan
la
ceguera que soy, la amputación
que
me pare. Mi casa es el olvido.
Y
lo percibo en cada línea
que
trazo en el papel, en cada vértice
de
la greca sombría
con
que perfilo
el
quieto sucederse de las horas.
EDUARDO
MOGA
(Cuerpo
sin mí,
Bartleby, 2007)
jueves, 26 de septiembre de 2019
5 poemas de LA MONTAÑA HENDIDA de EDUARDO MOGA
VII
Llueve:
veo la transparencia.
Lejos
del agua, dentro
del
agua,
en
el agua que es vientre,
gotas
como hiedra o casas.
El
cuerpo habla desde sus límites:
oigo
sus rodillas, el aroma
de
su pudor, la violencia con que me entrega
su
silencio.
El
agua de la voz nos mece en un revoloteo de sinapsis
y
en el patio tiembla la fuente y los sillares surten sol
y
las palabras se enredan, jóvenes,
en
el bronce de los arriates
y
de la conciencia.
Pero,
sin que lo sepamos, un calambre negro ha excitado a los animales de
la carne,
y
la melancolía muerde como una voluminosa flor
y
las vísceras proyectan su sombra
sobre
la separación.
Nazco
en el desequilibrio: manos que olvidan madres
y
beben oscuridad,
minutos
en que irrumpe el óxido de la materia,
el
difuso latido.
Soy
el que ha rendido sus muros a la insidia del gemido,
el
que ama sin espina dorsal,
el
que padece lo débil del sueño
en
las manos abatidas de la mujer
que
creyó en la posesión
y
en la castidad,
y
se ofreció a ellas como una pupila fecunda que esperase
la
última impaciencia.
¿Me
pertenece su olor?
¿Me
pertenece este mar que se astilla, esta vacilación,
el
ojo futuro?
¿Poseemos
lo destruido?
Llueve
todavía.
IX
El
ojo ingiere,
respira
líneas:
el
movimiento, como un gran animal de aire;
la
sustancia del movimiento,
con
llama, con frío, bronce transparente;
el
icono de las nalgas: su eclosión.
La
materia, paralela a todo, abrazada
a
la negación y a la cerámica,
a
la humedad que oímos y a la sangre abandonada,
lejana
como la noche que nos respira,
invoca
mi nombre,
pero
solo entrega su quemadura,
su
oposición a la lluvia,
su
patrimonio pálido como el frío.
La
mano mira, después. Y la conciencia, sol tardío,
busca
los poros que contengan las palabras,
hiere
la seda crural,
el
pelo exigido.
Los
pechos son el ojo y la imposibilidad:
incurvan
lo invisible, unen
el
resplandor a la forma,
se
yuxtaponen como las dos mitades de un estanque mortal,
y
me oscurecen, me enarenan: afirman
su
vuelo.
También
la vulva pesa,
como
el sueño, automática,
redonda
en su centro
y
en su destrucción.
Muerdo
entonces la esperanza, las hormonas,
los
hematomas salidos de mi boca como luciérnagas contradictorias,
la
tinta de la transgresión,
y
la mordedura me anula:
tu
cuerpo entra en mí, turbia rosa disparada,
y,
con él, la risa sin pupilas, el hígado
silencioso,
la inteligencia del glande,
la
ceguera del glande,
la
masa delgadísima del nacimiento, los pies
que
conspiran, la devoción de los dientes.
Me
como tus besos, tu hambre,
tu
imaginación y tus tubos,
tu
piel venida a mis venas,
las
flechas del sexo, la intimidad
de
los ojos,
la
asombrada saliva.
Pero
no te toco.
El
cielo se esconde en mi estómago.
Fuera
solo se extiende
la
insuficiencia del tiempo.
XII
El
sol se subleva: latido que excede al corazón.
Antes
brillaba la oscuridad. Ahora la luz transpira
y
crece como un pájaro inverso,
como
un árbol que regresa.
Las
pupilas, sonoras.
Sudan
los autobuses. Negras detonaciones. Gotean
pájaros.
Todo
cuanto posee un cuerpo, todo cuanto cree sobreponerse
a
su ser mediante alas o hernias o putrefacción,
recobra
sus pétalos crueles.
La
ciudad, en cuya vigilia ha madurado el abrazo,
nos
observa como un animal creciente.
En
su convulsa quietud
—edificios,
mar, geometría—
los
ojos ven ladridos, relojes
que
se impacientan, la condena
de
la claridad.
(La
mirada vuelve a los ojos
como
seres que hubieran conocido lo indómito,
alumbrados
por las tinieblas,
hostiles
a las tinieblas).
También
la piel vuelve: a su ausencia, a la piel de la noche,
a
la respiración que empaña este oro indeciso
con
su vaho mortal.
Un
saciado vacío sostiene los espacios que nombro
y
ni siquiera los pechos, dolorosamente míos, me poseen.
Llueve
lo visible,
oscuro
como los pasos de las prostitutas
que
vuelven a sus casas, por la mañana,
exhaustas
de realidad.
¿Es
este silencio el mal?
¿Vivimos
en él? ¿nos maceramos en él? ¿oímos?
¿Compartes
tú esta tregua
que
termina, como la sangre, en cada sílaba, en cada sangre?
¿Compartes
las
sombras rotas por la carne,
la
soledad rota y nacida,
o
te escondes en el vuelo?
¿Sientes,
en fin, este caer,
esta
ola inmóvil contra la inmovilidad?
El
semen resbala en mis muslos, frío.
Oyes,
quieta,
la
huida.
XIII
La
oclusión me llama, voz oscura,
insistencia
oscura,
irritación
de insólitos hemisferios.
Me
llaman las paredes y su voracidad,
y
anochezco en sus flores inflexibles,
y
remonto sus prohibiciones
como
si una mano sonriente y amarga
me
empujara hasta el otro lado de lo denso,
y
saturo el asombrado albañal,
este
ahora hembra, este sol ciego
en
el centro,
pero
no alcanzo a traspasar su luz vacía.
Antes
de amar tus heces
los
cuerpos se abovedaban
para
recibir la lluvia de los dientes,
se
despojaban de su carne
para
que fuera visible el latido.
Ahora
veo tu interjección,
mis
manos en tu mitad total,
la
oquedad, niebla negra, en que fracaso,
la
hedionda dulzura.
El
dolor es un perro, el perro que soy,
el
perro que sujeta tus pechos tumultuosos con sus patas humanas,
el
jadeo mío y tuyo, entrelazados como palomas de barro,
el
acto que extiende sobre nuestras soledades
su
red violenta.
El
dolor es un disparo sucísimo, un coágulo
en
forma de melena.
Resido,
aún, en tu colon,
en
su dificultad.
Y
la piel, hostil, retrocede:
se
ensancha en obstáculos, dilata lo invisible,
interminablemente
complace
y
ofende.
Entro,
salgo, también de mí, como la noche,
deprisa,
como el látigo.
Y
tú me recibes, cáliz sombrío,
entregada
a esta candente pasividad, a la plenitud minuciosa del recibir,
hasta
que una luz, dentro, justifica, con su espuma,
la
ciénaga en que nos abrazamos.
Hay
poca gente en la playa, aunque la arena
es
profunda todavía.
El
sol, el sol.
Oigo
el azul,
la
respiración de tu forma,
el
agua, torturada en olas, desnudándose,
arrodillándose,
con oscilación de miel,
retumbando
como un gran torno
en
cuyos engranajes reside el silencio.
Caminamos
junto
al agua y su luz,
en
al aire inclinado,
fingiendo
que los pasos que damos
son
nuestros pasos.
Tienes
frío.
La
camiseta que te he prestado
abre
los ojos,
se
desdobla en espuma,
quema
como una sombra
o
una honda saliva.
Luego,
algas, encajamos. Tus ojos muerden el agua,
tus
caderas astillan el agua,
con
las manos transparentes te hundes en mí,
apagas
el temblor.
Agua
en pie, cielo con forma de agua,
agua
otoñal y dura
en
la que morimos
y
nos transformamos
como
pájaros ateridos e incendiados.
Observo
los pinos
y
su olor que cabrillea como agujas
por
encima del niño que nos mira
a
quien miran sus padres
trepidantes
en el rojo.
No
pesas. Ni el sol.
El
agua recibe mi desesperación blanca
y
tu ternura.
Eduardo Moga. La montaña hendida. Ed. Bassarai, 2002
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