Sé que le perseguían dos sombras, Jaime, dos imágenes indelebles, dos fantasmas. Una era la de Nima agonizando en la ladera, la de Nima envuelto en el nailon amarillo y desgarrado de viejas tiendas de campaña abandonadas en el Cwm occidental, mientras él paleaba nieve y jadeaba exhausto bajo la sombra interrogante del Everest. Luego lo cogió en brazos para bajarlo a aquel foso y ese peso indescifrable era Nima y no lo era. Se alejó de él en la oscuridad, hacia la penumbra insegura de la cascada de hielo, esa frontera de seracs y abismos que separaba dos mundos opuestos. O eso había pensado hasta entonces. Más abajo de la cascada estaba el mundo de los hombres y sus tonterías. Por encima de ella, el territorio de la libertad y la escalada, el lugar donde la solidaridad y la belleza no solo eran posibles, sino también compromisos incodificables. Ahora sabía que eso no era así, que casi nunca era así. Los hombres habían llegado hasta allá arriba en busca de belleza y conocimiento, pero inevitablemente se habían traído con ellos su egoísmo, su vanidad y sus residuos de plástico. Clavó la pala en la nieve y se alejó de Nima. Se llevaba la sensación de que acababa de enterrar no solo a su amigo, sino también cualquier posibilidad de inocencia.
Lo enterró muchas noches. No únicamente en el
Cwm occidental, en el Himalaya, no solo aquella noche febril bajo las
estrellas, sino en este hemisferio, bajo esta luz, en esta geografía de caliza
y hayales, bajo esta nieve familiar del Isarre, muy cerca del refugio. Sí,
aquellas noches de vino y humo, en las que hablaba frente al fuego, destilando
memoria, cuando no podía más y se quedaba callado, absorto, a menudo se
levantaba y salía al exterior, a enfrentarse al frío, a la densa niebla y a la
ventisca. Se quedaba entonces un rato fuera. Y yo sabía que había ido a
enterrar a su amigo, al joven sherpa, porque necesitaba enterrarlo de nuevo
para poder conciliar el sueño una noche más.
La otra sombra es la de Claire. Se había
enamorado de ella como un adolescente, aunque siempre supo que no le convenía.
Una mujer con cuerpo de escaladora, con piel de terciopelo y labios de perdición
que cogía un taxi o se enamoraba de su guía con la misma facilidad. Él no lo
sabía, pero yo sí. Claire se llevaba la misma huella de dolor que dejaba en
David. La misma. O quizás más, porque a la agonía de la separación sumaba la
culpa. Era ella quien se debatía en un dilema salvaje, no David, no su
prometido millonario de California. Ellos estaban exentos. Era ella. Quizás
David podría olvidarla, pero ella había decidido vivir una vida en la que no
podría desentenderse del escalador europeo y la decisión que había tomado
respecto a él. Una vez más, David podría habitar sus propias vivencias sin
cuestionamientos duros, porque no había tenido que elegir entre opciones
comprometidas, mientras Claire no podría hacer lo mismo, ya que las personas libres
nunca se desvinculan de sus decisiones, ni de las consecuencias de estas. En
eso consiste, entre otras cosas, la libertad.
Luego David me habló de un taxi que se alejaba,
que se movía entre una multitud asiática, con cabezas de monjes, con dialectos
guturales, con ricksaws, con bicicletas. El taxi se alejaba de David igual que
David se alejó de su amigo en el Cwm occidental.
Nima está muerto. David se siente muerto.
Claire va en ese taxi. Siempre va en ese taxi.
Cuando llega al hotel, ella está haciendo el
equipaje. Camina hacia el balcón y se queda mudo mientras mira el ajetreo de la
calle. Está rodeado de gente y solo. Fuma y acata al mismo tiempo la
imposibilidad de respirar. Cada gesto, cada mínimo movimiento le duelen
intensamente, igual que cuando está en altura, a 8.000 metros, y la hipoxia y
el frío le maltratan, le agreden sin remisión. Hace demasiado calor y siente
frío. Claire ha llegado a su lado, está justo detrás de él, pero la siente tan
lejana que le acosa el miedo. De repente, el cuerpo amado se convierte en
tristeza, porque ya no nos habla, porque ya no podemos tocarlo ni comprenderlo,
porque se ha trasfigurado y resulta inalcanzable. No podemos abrazarlo. Es un
misterio. Como la muerte. Ella dice:
—Lo siento, David.
—Él ha venido, ¿no? —pregunta, sin dejar de
mirar a la calle, como si estuviera muy interesado en los pregones de los
vendedores, en el humo de los puestos.
—Sí, está en un hotel al otro lado de la
ciudad.
Surge un largo silencio, uno en el que no
saben qué decirse. Un silencio preñado de nada.
—No sé qué decir.
—No hay nada que decir.
Ella se retira. La oye recoger sus cosas,
abrir la puerta, cerrarla. Luego la ve en la calle. Camina entre la gente,
entre los puestos de mercancías y comida. Va en busca de los taxis. David desea
que se vuelva, que le busque con la mirada, una mirada herida. Y espera que
regrese a la habitación, que abra la puerta, que le abrace, sonriendo, y que
diga, como si nada hubiese pasado: «No pienso dejarte, no puedo hacerlo». Pero
no es eso lo que ocurre, sino ella siguiendo su camino hacia los taxis,
inalcanzable ya, y David pensando que se está convirtiendo en recuerdo, en memoria,
en humo, en nada, sin darse cuenta de que ella asume un coste superior. Claire llega
a la calzada y levanta la mano para pedir ese taxi definitivo.
El taxista abre el maletero de su coche e
introduce el equipaje. Ese gesto habitual, cotidiano, que David ha visto miles
de veces, es ahora puro dolor. El portón del maletero se cierra. Parece que lo
hace muy lentamente. Luego Claire entra en el taxi. En ningún momento se ha
vuelto hacia el balcón ni da muestras de querer o necesitar hacerlo. David
sigue el taxi con la mirada, hasta que dobla la esquina y desaparece.
De repente está solo en el hotel, en la
habitación donde se han alojado durante un mes entero, donde han follado
durante un mes entero, ese mismo mes que ahora le parece improbable, leve, como
si nunca hubiera existido, como si hubiera sido un sueño o un deseo. El mismo
hotel destartalado y caluroso que acogió su llegada desde las montañas, que les
ofreció una bañera para lavar su cuerpo y su alma. El mismo hotel donde un
ventilador decrépito removía el aire pesado y somnoliento, sin resultados
apreciables, un ventilador que se columpiaba amenazante sobre sus cuerpos insomnes,
abrazados a la oscuridad. El mismo hotel donde los muebles habían perdido el
brillo de la laca y mostraban cicatrices de tiempo y de carcoma. El mismo hotel
donde cada día les habían despertado los gritos de los vendedores y el zumbido
de las bicicletas; donde las desvencijadas celosías dejaban pasar una luz
dorada en la que flotaban limaduras de polvo. Ella decía que nunca había estado
en un hotel como ese, tan pintoresco, tan llamativo, cuando lo que en realidad
sucedía era que estaba en la cumbre de su decadencia. También decía que nunca
había amado a nadie de esa manera, que nunca había follado de esa manera, que
probablemente nunca volvería a hacerlo.
Regresa a la habitación y el olor de ella
sigue allí, en las sábanas, en las toallas, en el frasco de su perfume olvidado
sobre la repisa del baño. David lo coge con ansiedad y lo aspira lentamente,
con los ojos cerrados. Luego intenta engañar al dolor con gestos prosaicos,
como orinar o afeitarse, pero sabiendo que vendrá y que tratará de imponerle su
luto.
Intenta dormir y entonces le inunda la
ausencia, ese momento en que no se oye nada salvo el dolor. El dolor se oye,
suena a hueco, y no quiere negociar, no quiere armisticios, sabe que tiene la
partida ganada. Desgarra un almohadón con las manos y la habitación se llena de
plumas aleteantes. Las ve volar a su alrededor, como nieve, como copos
lentísimos y leves, antes de posarse en todas las superficies. Vuelve a
tumbarse en la cama. Bebe whisky. Bebe un líquido que resbala sobre su pecho,
que humedece las sábanas. Se sumerge en un letargo en el que el hombre que
sufre en la cama se confunde con el hombre que agoniza sobre hielo, en la
montaña, abandonado y vulnerable como un recién nacido.
Cuando despierta, es ya de noche. Los ruidos
ascienden desde la calle espesa de calor. Se levanta y mira por las celosías.
Ve las luces erráticas de las bicicletas, los puestos ambulantes de comida
pregonando su mercancía con humo, los tenderetes de abalorios rodeados de
turistas, ávidos de adquirir gadgets espirituales a precio de saldo. Ve Asia.
Ve lo que los occidentales han decidido que sea Asia: un enorme bazar de gangas
metafísicas, cúpulas doradas, monjes budistas, karma tranquilizador, sexo
infantil, comida exquisita, esclavos textiles, siervos electrónicos, montañas de
deseo.
Vuelve a respirar el perfume de Claire. Lo recuerda
todo: besar, gemir, reírse, penetrar, suplicar, correrse sobre ella o dentro de
ella. Por detrás. Abajo. Correrse arriba. Dolor. Su semen en la piel
electrificada de Claire. Su piel como un derrame. Arroja el frasco a la
papelera y baja a la calle. Corre desde la destartalada penumbra de aquel
cuarto hasta la cenagosa turbiedad de Asia, tropezando por las escaleras
oscuras y rotas. Va a ser su última noche en el continente hipnótico. Se
sumerge en su caos y en sus olores fermentados. Fuma opio para ser fiel a un
adiós estetizante y perverso. Quiere despedirse de escalar ochomiles, de esa
tentación casi irresistible para cualquier alpinista. Quiere destruir sus
pulmones, su resistencia física, su capacidad aeróbica, su fuerza de voluntad; quiere
olvidar el sueño de ser Messner. ¿A quién le importa? ¿Un tipo de Madrid que
quiere ser Messner? ¡Pero qué estupidez! Piensa que Asia ya no tiene nada que ofrecerle.
En ella ha perdido su alma, a su hermano, a Claire. Piezas de un puzzle.
A la mañana siguiente, cuando se despide del
hotel, el recepcionista le sugiere que debe pagar el almohadón desgarrado.
Apenas dos días más tarde, su avión despega
en el atardecer de Katmandú. Ve la ciudad abajo, nimbada por una nube de polvo.
Desde la ventanilla del avión, también puede contemplar el resplandor insomne
de los Himalayas.
Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021