NUESTRO
PRESENTE
Silenciosamente,
sin quejas, sin dolor en las
palabras, con el fuego
en donde prende la desidia,
así bordas la penuria del
invierno,
con la aguja del aguante, con
ovillos del calor
de aquel verano para no dejar
puntadas
a la escarcha.
Hace tiempo que no somos ese
sueño electrizante
en el que bocas, manos y miradas
cantaban con colores un tesoro
descubierto en el futuro,
un secreto con el que escribir el
viento prisionero
en los cabellos sueltos de la
edad fecunda.
Sentado en la butaca el tiempo se
asemeja a la distancia,
a un cometa alucinado con
recuerdos del origen
en busca de un planeta a quien
contarle
que el Big Bang no era más que
una lejana noche
entre dos cuerpos inocentes
que creyeron en bolsones, en
partículas,
en dioses infinitos como el
tiempo o el amor,
cuando aún no se han sentado en
la butaca.
¿Recuerdas esa música azabache en
el aroma de la lluvia
aquella madrugada en un sofá
maltrecho
de tanto hacer posible el
resplandor y la belleza?
¿Aquellos posos de café con que leímos
la mañana,
tan lejos ya de soledades
y de paraísos de cartón-piedra?
Como la mariposa hace del viento
su caricia,
así hiciste de mí ola de mar,
salitre hirviente,
lapa adherida a la elegancia de
tus vientos…
Hace tiempo que no somos ese
sueño,
pero, aunque a nuestro alrededor
haya pétalos marchitos
como un verso desahuciado por un
banco,
tu raíz, que atraviesa mi raíz,
es tallo, rama, luz brotando en
la llovizna,
verbo, nube de menta y primavera
en nuestra casa.
Silenciosamente,
como la rosa florecida en la
costumbre,
plantamos cara a los destellos
del olvido,
al desgarrón de las semanas mal
pagadas,
a la pérdida de luz en el
amanecer de nuestros días.
Vivimos así, con este amor real,
con este ser real
a punto de venirse abajo,
cosechando con las manos
un racimo digno, una esperanza
nacida en los resquicios
imposibles
de los muros injustos con los que
la mentira
dibuja el mundo de los
privilegiados.
Puntada tras puntada, madeja tras
madeja,
haciendo del abrazo báculo
mesiánico,
hoja de ruta en las bursátiles
tormentas,
porque aunque haga tanto tiempo y
tanta historia,
aunque la escarcha aceche al amor
en la ventana,
es con el recuerdo del calor de
aquel verano
con lo que construimos el futuro,
el porvenir,
nuestro presente en resistencia.
LA CASA
ENCANTADA
Celeste es la fachada,
como si el mar de mis diez años
se hubiese zambullido en estas
piedras
hinchado de verano y alegría.
Así es el rostro
de la casa en que vivimos.
Cargado de geranios el balcón,
de lirios el zaguán
y el comedor de rosas.
Helechos y begonias en los
patios,
orquídeas y violetas en la sala.
La vida se marchita, sí,
pero florece a cada rato
de la misma forma que tus manos
son capaces de abonar mis sombras
para que brote, aturquesado,
este amor de olas y viento.
Dicen que las casas encantadas
son muy tristes,
que las energías negativas
minan de terrores sus cimientos,
que se oyen voces quejumbrosas
y las sillas van de un lado para
otro.
Quizás en otras casas,
quizás en otros miedos.
Mis fantasmas siempre son muy
educados,
transitan en silencio los
pasillos.
Tienen sus rutinas,
sus espacios y sus tiempos.
Uno de ellos cose la mañana
con ovillos transparentes
en noches de luna llena
y recorta en ocasiones
siluetas de muñecas olvidadas
vestidas con un traje hecho de
nubes.
A veces pinta la nostalgia
con los óleos sempiternos de la
ausencia.
Sentado en el sillón
otra presencia indaga los
secretos de la vida.
Su etérea biblioteca
ocupa con sus sueños mi
escritorio.
Prefiere en el otoño
hallar una vacuna contra el frío
y ayudar en primavera
a dar a luz a las luciérnagas,
sanar el pétreo desaliento
cotidiano
con antídotos de ardor y
mariposas.
De azúcar y vainilla es la
quietud
de otro de los fantasmas, el que
habita
en la templanza de la tarde
anaranjada.
Su más allá de harina y de
canela,
sus ángeles de hojaldre,
sus santos de merengue y
hierbabuena
libando los almíbares del tiempo.
Siglo a siglo
aguarda a que otro espectro
se despierte de su siesta y dé
comienzo
al relato enamorado de las cosas
en el cuarto de los niños,
a canciones infantiles
y leyendas que dormitan
en la gruta inaccesible de la
historia.
Rodeado de ojos rosas
disfraza con principios y finales
el insoportable peso de lo
eterno.
Así son los encantos de esta
casa,
sus pétalos, sus voces, su
lenguaje
de ovillos y pinceles, de
antídotos y libros,
de azúcar y canciones
para morir y seguir viviendo,
para pasar y seguir estando.
Sin miedos,
sin terror,
en compañía.
Así tú y yo cruzamos el estrecho
que une nuestro ayer con el
mañana,
remando el firmamento del presente,
haciendo del hogar
soplo de paz,
sorbo de sed
y encantamiento.
QUIENES
HAN NACIDO FRENTE AL MAR
Quienes han nacido frente al mar
saben del ocaso y sus olores,
de la piel tostada de lo efímero
y el gusto a sal en las axilas
del tiempo.
No les gusta descubrir
el desierto en la mirada de las
niñas
cuando salen del colegio
ni escuchar el alarido bravucón
de los ejecutivos cuando vuelven
del reino imprescindible de lo
inútil.
Quienes han nacido frente al mar
saben que los cielos no protegen
ni a los dioses ni a sus sueños.
Los cielos, dicen, sólo esperan
el día en que se fundan con las
olas
y dejen paso a un siglo nuevo
en donde el hombre sea la gota
que florezca en la memoria de las
piedras.
Nosotros, que aprendimos con el
mar
dónde están los límites de dios,
los surcos de la muerte en los
relojes,
las trampas del dolor y la
tristeza,
vivimos con el aire en las
pupilas
porque no nos enseñaron a mirar
de otra manera.
Nuestros colores son alados,
nuestras palabras amarillas y
azul nuestros amores.
Aprendimos a querernos frente al
mar,
en el deliro transparente de esa
edad
en la que el mundo se deshace en
las orillas
para volver a hacerse, a
levantarse.
Nosotros, elegidos por el fuego
de la tarde,
fuimos sombra y luz de las mareas
que surcaron a lo lejos
los cuerpos inocentes del olvido.
Era tu pecho entonces
la estación febril de los
monzones
derramada en la garganta de los
ángeles.
Nosotros, escogidos por la
lluvia,
dejamos que el levante nos
llevara
al recóndito escondite del
gemido,
donde no hay tormenta que
silencie
la fugaz deflagración de un
cuerpo
como el nuestro, deshojado del
temor
a las alturas del amor y el
viento.
Nosotros, sí, nosotros
que hicimos de este mar
anaranjado
una forma de aprender y
comprender,
que vimos en el gesto de las
rocas
el hálito infinito de la nada.
Nosotros, sí, nosotros
que nacimos frente al mar
y frente al mar dejamos
que escribiera el tiempo nuestros
nombres
en la piel tostada del ocaso.
UN
HOMBRE DE PROVECHO
Hay una gota de luz
resbalando por la historia de las
rocas.
Siempre quise vivir
entre la brisa del mar
y el sueño azul de las gaviotas.
Tener a mi madre y a mi padre
en cada verso,
en las palabras ‘libertad’,
‘canción’ y ‘amor’ a mis hermanas
y a ti en cada murmullo del
almendro,
en las mañanas sin miedo,
en el gesto delicado de la
orquídea.
Hacer de los paseos por la orilla
una forma de aprehender el
tiempo,
cuando el propio tiempo ya no
significa,
enfermo y malherido de presente.
Busco en la tormenta la verdad,
leo en la llovizna la tristeza
de aquellos que creyeron la
mentira
y siguen sin poder hacerle frente
al temporal que arrasa la mirada
y, aunque no encuentre,
permanezco
mirándole a la cara al mundo.
Pocas cosas hay que me preocupen,
la paz, el sufrimiento, la
esperanza,
el llanto de los niños, el olvido
de todo aquello que nos hace
iguales.
Lo demás no me interesa,
por eso las palabras de mi vida,
los murmullos del almendro,
mi madre, las canciones, el amor
por las orillas del tiempo.
Hay una gota de azul
resbalando por los versos de la
tarde.
Como ves
no soy un hombre de provecho.
Ni soy emprendedor
ni invierto en planes de
pensiones
ni vendo el porvenir de la
alegría.
Busco en la tormenta otra razón,
leo en la llovizna otra manera.
José María García Linares. Frente a la voz del mundo. Ed. Nazarí, 2023