Los otros niños que venden chicles le dicen Lola simplemente. Aquí,
hasta los nombres pueden ser un lujo. Le gritan: “¡Eh, Lola, a que no me
alcanzas!”, mientras emprenden la carrera entre venta y venta, cruzando las
filas de automóviles que avanzan como animales prehistóricos rugiendo lerdos y
lanzando sus vahos apestosos por el puente internacional. Lola ya ni se limpia
los mocos. Las costras grises que se amontonan sobre sus labios,
probablemente le producen comezón y ella
solamente se soba bruscamente con el
torso del brazo. Sabe cómo hacer su trabajo. Se pega a la ventanilla de mi
auto, entorna sus ojazos negros y sonríe, no hago caso y ella me ataca con la
estrategia número dos: deja caer las cejas y las comisuras de los labios. La
espera y el escenario me atormentan más que nunca. No bajo el cristal, ni
siquiera le sonrío a Lola, no le compro ni un chicle de a peso. Me quedo
pensando en cómo serían los rostros de mis hijos si estuvieran del otro lado
del cristal. ¿En qué momento de mi vida di el paso que me separó de aquella
gente? ¿Por qué no me estremezco más como en mis tiempos de trabajadora social?
¿Por qué me separo de la humanidad para gruñir de rabia? Sé que soy capaz de
odiar a esas mujeres, pero me encuentro en la profundidad de los ojos que me
buscan del otro lado, y en vez de contestar a la sonrisa: maldigo del alto cielo a los políticos tramposos, a mi ingenua fe
de otros tiempos, a mis ganas de vivir mi propia vida, a todo lo que no me
permite sonreír en paz. Me acuerdo de la película que vi el otro día sobre una
mami gringa políticamente correcta. A ella también se le desbarató algo muy en
lo profundo en un momento de hartazgo y se dedicó a terminar con todo el que no
le permitía hacerse justicia. También sé que me falta mucha fuerza, pero me
gustaría tenerla, de perdida para treparme en alguna de estas dos banderitas
hipócritas y mentarle la madre a todos. Respiro hasta el fondo como probándome,
pero mi hija que viene aquí a un lado de mi asiento, me jalonea de un brazo
para despertarme: --¡Mamá, mamá!, ¿qué, tú también te perdiste como las mamás
de esos niñitos? --.
¥¥¥
A veces como ahora, Lola sueña con una catástrofe genial, guarda sus
estrellas negras y desea con todas sus fuerzas que el puente se caiga de
repente con todo y carros. Ella sueña con el momento en que todo se haga
pedacitos cada vez más y más pequeños. Sueña con esas imágenes y trata de
espantar el hambre y la sed, los ardores de sus pies. Goyo y El Toro la conocen
bien y van a despertarla, pues siempre les ha dado mucho miedo el pensamiento
de Lola. Desde que cada uno andaba trepado en la joroba de sus madres, a Lola
le gustaba pedir cosas raras. El Toro se acuerda del día en que sus
progenitoras cayeron redonditas una
tras otra con todo y carga cuando el calor les pegaba a todos, en el puente,
como si fuera la plancha del infierno.
Lola estaba pensando allá arriba lo bonito que sería que todos juntos se
quedaran callados para siempre, que todos se pusieran a dormir, que ninguno de
los tres llorara ahogándose entre una espalda y un rebozo; no escuchar jamás
los quejidos de sus madres, la pesadumbre irritada por el peso de todo, y
alejarse de las nubes amargas que los cubren día tras día como telarañas
malignas. Hace poco, Lola se quedó
paralizada a medio puente en otro de sus pensamientos. Esa vez quería
transformar el infierno primaveral en algo diferente, pero lo pensó con tantas
ganas que una tormenta de granizo se abrió exactamente entre las dos banderas
con rayos, centellas y unas gotas semi-congeladas, tan grandes, que niños y
viejos vendedores acabaron en cinco minutos tan moreteados como si les hubiera
pasado encima una estampida de caballos. Goyo despertó en el Hospital General y
la abuela del Toro no se volvió a ver jamás. Lo que no saben los niños es cómo
se han salvado tantas veces ni por qué.
¥¥¥
Mugre señoronona, ay sí, muy pintadita, mugre señoronona coda. ¡Ya
pues!, deje de mirarme mugre vieja y cómpreme unos chicles.
-- ¡ándele señorita, compre chicles, un nuevo peso señorita! --.A
ver vieja agarrada, ¿a ver qué tal?. ¿No le da cosa?, mire como ando, ¡mugre
vieja!, ¿qué no se cansa de mirarme?, mejor cómpreme algo. No, no. Mejor esta
carita. No no, no. Mejor la de la risa, uhhh, ¡mugre vieja coda!, ni con nada,
i´ra que bonito brilla su pulsera. ¿Como cuántos chicles tengo que vender para
comprarme esa pulsera? --.
--¡Toro, Toro, Goyo!, vengan,
i´ren qué bonita pulsera, Toro, ¿cuántos chicles tenemos que vender para
comprarme una como esa? --.
---Ya, Lola, vente, vamos pa’la otra fila, aquí todos son unos codos,
vente Lola, del otro lado yo miré una muchacha bonita, bonita. Vente Lola, esa
sí que nos compra un chicle --.
¥¥¥
Mientras el trío de vendedores corre
hacia otra fila, yo piso el acelerador despacio, como se debe para no provocar
un accidente. La hilera de autos me detiene a unos pocos metros y antes de
cerrar la ventanilla, todavía alcanzo a ver al Toro que inicia la estrategia de
la sonrisa hermosa y los ojos inocentes. Por los brincos que dan Lola y Goyo
parece que hubieran vendido la caja completa de chicles.
A mí me falta poco para cruzar la línea de
inmigración y todavía dudo entre llamar
a la niña para regalarle la pulsera que por la forma en que la miraba, tanto le
gustó. Pienso que, al menos, podría regalarle todo el cambio que llevo en la
guantera; pero nuevos y arriesgados vendedores me acosan por ambos lados del
carro y el automovilista de atrás hace
sonar su claxon a todo lo que da para que yo me mueva. Lo hago como una turulata, pero logro repetir lo de siempre:
--No, no llevo drogas, ni frutas prohibidas,
mucho menos flores con semillas –-. Las
culpas y las dudas no las declaro, las agrego a mi carga de contrabando moral.
Adriana Candia. Sobrada Inocencia. cuentos y microcuentos. Colección: Arca de los Seres Imaginarios. Center for Latin American and Border Studies. NMSU. Revista Arenas Blancas. NMSU. 2013.