Biopic
Tengo una cicatriz de 14 centímetros. No está en el corazón, pero
siempre me ha consolado saber que mi cadáver será reconocible por su sonrisa
grapada el día que espere unos ojos amigos en una morgue desaparecida. Tengo
tres cicatrices más: una en la muñeca, otra en el codo, la última justo donde
no la encontrarás. Tengo corazón.
Mis dientes suelen expropiar una parte visible del café y del
tabaco al que huelo y el médico balbuceó delante de mí hace unos días un
diagnóstico benigno que incluía la palabra necrosis.
He habitado 15 ciudades, 33 viviendas, cinco trincheras de fuego,
una celda, un cuarto de aires acondicionados, incontables hamacas y, al menos,
y que yo recuerde, una veintena de cuerpos ajenos que durante unos instantes me
parecieron conocidos. Me he casado tres veces y me he divorciado dos. Saquen
las cuentas. Creo que nunca me cansaré de preparar el desayuno para dos si
entre ambos media un cariño que no sucumba ante la costumbre.
Tengo un amigo que apuntaba todos mis números de teléfono hasta
que dejé de llamarlo. No me gusta el hígado –ni tan siquiera el propio- y suelo
pecar de incontinencia emocional y de una total ausencia de fuerza de voluntad.
He caminado 27 países diferentes -los he contado porque en época
de estadísticas y cientifismo lo que no se enumera no existe-. He compartido
cientos de territorios que no dependen de las falsas fronteras del
colonialismo. En unos he viajado con traficantes de pájaros, en otros he bebido
chicha fuerte para debilitar mis prejuicios, en todos me he quedado enganchado
antes a los humanos que a lo paisajes. A pesar de ello, me empieza a interesar
la ornitología.
He puesto en marcha menos proyectos de los que he diseñado y me he
equivocado hasta el hartazgo antes de empezar un nuevo error con nombre.
A día de hoy, con 46 años, no tengo un proyecto vital ni una
certeza residente, tan solo poseo la soberbia inútil de quien ha visto y la
decisión inerme de no rendirme. Con 46 años no hago running, no me he hecho un peeling
y no he sabido de scores.
No tengo hijos. Tampoco hijas. Los hermanos los cuento por
decenas. No tengo dinero, no tengo hipoteca, no tengo ahorros, no tengo
ansiedad, no tengo la necesidad de tener. Tengo casi 47 años y por primera vez
el miedo es un tema en mi agenda.
Mi mejor amiga ha perdido la lucha contra la muerte. Otras veces
logró escapar en el último minuto, aunque en esta ocasión el tiempo jugó en su
contra. A ella la quiero porque es incapaz de verme blanco y porque sus
opiniones son tan volubles como las mías. En su balcón al verde del sur siempre
hay una botella de Flor de Caña 7 años esperándome. Ahora no podemos beber ni
fumar juntos, pero sigo poniéndome las trenzas cuando ella me necesita, cuando
la convoco en mis desvelos.
He cotizado a la seguridad social pública y privatizada de cinco
países distintos y mi jubilación será la oportunidad para mendigar en las
esquinas de vuestro descanso.
Tengo un padre que los martes olvida lo que es y que es
inexorablemente resultado de lo que fue. Mi madre, en cambio, no es lo que debió
ser pero lleva con templanza el olvido de lo que no ha sido.
Tengo grabadas las resistencias de mis iguales y suelo llorar sin
razón alguna cuando abro los ojos ante las derrotas que nos infringen a cada
instante. Amo sin medida y contengo el aliento cada vez que, en un leve giro de
su cabeza, el olor de su piel me recuerda su presencia.
En estos años he mudado algunos verbos: huir por buscar, pelear
por resistir, soñar por sembrar, cosechar por construir, construir por observar
y observar por intervenir.
Escribo
para cerrar mi boca y, sin embargo, como podría haber dejado caer el poeta
Antonio Orihuela, a veces escribir es abrir mi boca de par en par ante el
silencio de mis equivalentes.
Cuento con
ideología
Nacieron
igual a los otros
hombres.
Nada
nombra la historia
de sus vidas.
De hecho,
en esta
fosa común
no-descansan
sus restos.
Yazca
aquí
su
olvido.
Manifestaciones
Cualquier
día del año se ahogan inmigrantes negros, o como si fueran negros, en el mar
Mediterráneo; cada pocos días, la Guardia Civil española sigue coleccionando
piel de pobre en las concertinas instaladas para tal efecto en el patio trasero
del paraíso de las anestesias; a cada minuto, un blanco pobre firma un contrato
con la precariedad a cambio del cual se le permite respirar siempre que no
exija ni mucho oxgeno﷽﷽﷽﷽﷽﷽irar siempre
que no ex firma un contrato con la precariedad a cambio del cual se le permite
respirar siempre que no exígeno ni de mucha calidad. Lo que no da para
un programa de La Sexta no sirve para convocar una manifestación, o un recital
o un aquelarre de culpas.
Yo no soy
Yo no soy
hasta que veo mi reflejo en la última curva de tu espalda. Allí, tatúo las
posibilidades de supervivencia en este entorno hostil, agresivo, tan
profundamente inhumano, tan carente de piel.
Te miro y
me veo con los rasgos suavizados, con cierta inteligencia que probablemente no
poseo, con una calma que definitivamente no forma parte de mi código genético.
Te miro
para poder volver a levantar la vista sin que mis intestinos se retuerzan ante
el dantesco espectáculo del fin de una civilización que merece desaparecer en
el pestañeo de una garza morada.
Te miro y
así palpo la vereda, comienzo a lamer los hitos de un camino que sólo me
promete la tormentosa calma de tu amor. Ya no es mi reflejo sino tu
transparente pálpito de arena el que bombea la sangre al entumecido aparato
vascular al que me aferro en tiempos de silencios y raíces de piedra. Por eso,
cuando la distancia nos distancia, se diluyen las posibilidades de reconciliación.
Acércate para que los rumbos cobren sentido.
Un espejo
Para otro Paco
Un
espejo, un reflejo, una conexión. Un puente, varios caminos, sólo una opción de
caminar en todos ellos. La resistencia activa, el amor eficaz, el saber que sin
el otro, sin la otra, sin las otras no hay tierra dónde pisar. La vida. La
vida. La resistencia ante tanta trampa, la alegría de desobedecer. La necesidad
de desobedecer.
La noche
casi siempre nos alcanza: cerramos los ojos con la única esperanza de volverlos
a abrir. Despertar, mirarnos en el espejo, saber que una amiga, lejos de este
alicatado despertar, nos piensa, nos empuja, nos inyecta la energía que, a
veces, sólo a veces, el cuerpo nos niega. El espejo siempre nos regala un
reflejo y varias incertidumbres: las certezas son mala compañía en este devenir
ajeno al confort. La amiga hace de puente: “tengo un amigo”; “tengo un amigo al
que quiero mucho”; “tengo un amigo que te gustaría conocer”; quizá un “mírate
al espejo a ver si lo encuentras”.
Me miro
al espejo. Aún es de día y sé que hoy toca resistir. ¿A qué? A los miedos
propios, a los miedos inoculados, a la inercia, a la indolencia, al derrotismo,
a-qué-sé-yo-esa-manía-de-acomodarse, a los miedos de este otro yo que no
conozco, a los riesgos de amar, a los riesgos de vivir.
Un
espejo, sólo un espejo nos hace falta en las noches del abismo para saber que
no estamos solos y que los abrazos, cuando son necesarios, abandonan los
azulejos para pegarse a nuestra piel.
Medisculpan
Ya no
quiero comprender a mis iguales. Me importan un carajo sus cuitas, sus
miserias, sus agendas repletas de cumpleaños infantiles, sus partidos de fútbol
del siglo, sus musicales, sus pesados silencios ante el indigno respirar. No me
aguanto un discurso más sobre el arte contemporáneo o sobre el riesgo que corre
el elefante de Sumatra; no pienso escuchar cuando debatan sobre el precio
excesivo de los billetes de avión o sobre la limpieza de las calles o las
playas. No entiendo cómo podemos seguir habitando esta cotidianidad de clase
media europea mientras casi todo se desmorona alrededor, dentro y debajo de la
alfombra que todo lo tapa, todo lo acolcha.
Se trata,
no de tirar todo por la borda y hundirse en la tristeza, sino en dirigir todos
nuestros esfuerzos a frenar este vertiginoso camino hacia el abismo.
Podemos
seguir atribuyendo responsabilidades al afuera: son los políticos, son las
mafias, son los terroristas, son los radicales, son los islamistas, son los
poderes financieros… O podemos comenzar a mirarnos al espejo para ver cómo
nosotras dejamos que todo esto acontezca, cómo nos empeñamos en no organizarnos
para rescatar, en caso de existir, algo de dignidad.
No quiero
ser un alemán silente de 1934, no quiero ser un israelí indolente de 2016, no
quiero ser un funcionario europeo, ni un oficinista de la migración gringa, no
quiero ser cómplice pero tampoco quiero estar callado, esperando que todo
alrededor sea llama y odio, semilla ya podrida del futuro que no está por
venir.
Disculpad
si os sueno agresivo, pero miro alrededor y la semana santa estalla en
vacacionistas con velo. Perdonadme si os parezco soberbio o altivo pero hoy los
estadios se congelan en el minuto 14 pero no quieren saber de los miles de
humanos detenidos en la humillada y humillante Grecia. Sabed comprender mi
tristeza y cómo estoy empujándome para no dejarme caer, cómo hago todo lo
posible para seguir amando a la Humanidad que antes amaba (a pesar de todo),
cómo camino entre rescoldos, con los pies descalzos, tratando de que el ardor
de hielo no me impidan cargar con la esperanza, cómo me aferro a los
resistentes para seguir resistiendo, cómo me hago exiliado para buscar refugio
en los que no tienen patria.
Hoy no
voy a ser comprensivo ni empático. No voy a perdonar la ignorancia ni la
indolencia. No voy a perdonar ni mis silencios, ni mi ceguera. No voy a
perdonarme si abandono la trinchera sin armas en la que transito. No voy a
refugiarme en el pliegue térmico del día a día, ni en la sordera que nos invade
tras la deflagración.
Paco Gómez Nadal. Diario de Cesiones. Ed. Amargord, 2017