documentos de pensamiento radical

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miércoles, 12 de agosto de 2015

PEREZA Y RESPONSABILIDAD EN LA INTELIGENCIA “DE IZQUIERDA” (EN EL CASO DE QUE HAYA IZQUIERDA)




MOGUER 2015
P. ¿Qué es ser poeta?
R. Ser mensajero de la belleza.
P. Se nace poeta, pues.
R. Yo nací gracias al papa Pío XI: mis padres eran primos y sin su dispensa mi madre jamás se hubiese casado.
[Jesús Lizano. LA VANGUARDIA 28/11/2011]

Porque “ser mensajero de la belleza” no es igual que ser gilipollas
Al compañero Lizano


PEREZA Y RESPONSABILIDAD EN LA INTELIGENCIA “DE IZQUIERDA” (EN EL CASO DE QUE HAYA IZQUIERDA)[1]

Matías Escalera cordero

Los ejes derecha e izquierda siguen siendo factores explicativos fundamentales en los que enmarcar los análisis y las actuaciones ideológicas frente a los intentos sistémicos del capitalismo por neutralizarlos. Israel Sanmartín

El deber de los hombres de cultura es sembrar dudas  en vez de recoger certezas... y el intelectual desarrolla su función crítica y no propagandística cuando sabe hablar contra su partido. El intelectual comprometido debe poner en dificultades ante todo a aquellos con los que se siente comprometido.../… por encima del deber de la colaboración está el derecho a la búsqueda y a la indagación. Norberto Bobbio 


No hace mucho, por una sátira acerca de Juan Carlos I, el viejo rey, les señalaba (quizás de un modo injusto) a unos compañeros la pereza imaginativa de que adolece, a menudo, la izquierda (esto es, esa amalgama de sensibilidades sociales, políticas y culturales que hasta ahora veníamos llamando izquierda, para entendernos), y cómo nos apalancamos en determinadas palabras, en determinados gestos, temas y coletillas, de los que nos cuesta mucho desprendernos. Es lo que nos pasa con palabras como República, por ejemplo, o con nombres propios como Lorca, Sabina, Millás, o expresiones como “renta básica” o “cultura gratis para el pueblo”, “austericidio”… Meros significantes vacíos que cada uno llena con sus sueños o con futuras y presentes pesadillas… O lo que sucede también con temas como el de la supuesta “potencia revolucionaria de las redes sociales”, o con el de las identidades transversales, ya sean nacionales o de género, o con ciertos hábitos culturales y determinadas costumbres.

Yo creo que ese perezoso apalancamiento en determinados tics de una buena parte de la inteligencia de la izquierda clásica e incluso de una parte significativa de la inteligencia de estas nuevas manifestaciones de la representación política, que han surgido precisamente de la crisis de esa misma izquierda clásica, ocurre porque, hace tiempo, perdimos en medio (o a cambio) de la llamada “sociedad del bienestar”, no sólo nuestro carácter y situación en el nuevo mapa social surgido de la Segunda Guerra Mundial (determinado por los acuerdos de Bretton Woods, en 1944, y el inicio de la Guerra Fría, en 1947), sino también, y de un modo consecuente, nuestros nortes ideológicos, de tal manera que nuestras metas colectivas se hicieron cada vez más confusas, pequeñas, fragmentarias, inocuas y digeribles. Y aunque nos decimos que son una alternativa necesaria –postmoderna– a la naturaleza totalizadora, rígida y teleológica de los viejos proyectos históricos revolucionarios de la modernidad, sean marxistas o libertarios, ya fracasados y obsoletos, yo creo que, en el fondo, estas metas transversales (interclasistas), concretas y parciales no son más que una forma de hacer de la necesidad virtud, aunque bien pudiera estar equivocado.

Y esta general resignación, centrada en el aquí y ahora, sin un proyecto global alternativo de mundo (que algunos llaman pragmatismo y otros postmodernidad), más allá de algunos imprevistos arreones y fugaces espasmos de “sentido completo”, como el del movimiento altermundialista de finales del siglo veinte y comienzos del veintiuno (del cual el 15M podría ser una manifestación indirecta y coyuntural), es la que se ha instalado en nosotros.

Y es que, al quedarnos sin proyecto de mundo, desde el momento de la pérdida –que podríamos muy bien visualizar en algunas fechas y acontecimientos fuertemente simbólicos, como aquel 4 de agosto de 1914 en el que el Partido Socialdemócrata alemán, en el Parlamento de Berlín, vota los créditos de guerra, una decisión cuyas consecuencias aún se dejan sentir hoy; o como la Gran Purga estalinista de 1936 a 1938, que segó las vidas y destinos de miles de auténticos revolucionarios e inocentes; o como los tanques por las calles de Budapest, en 1956, o por las de las de Praga, en 1968, o por las de Santiago de Chile, en 1973; pero que se resume en la aplastante victoria del “capitalismo popular” Thatcherista contra los sindicatos ingleses, a finales de los setenta, y el inmediato derrumbe de la Unión Soviética, a partir de la caída del muro de Berlín, en 1989–, desde ese paulatino, pero inexorable, momento de pérdida, elegimos concentrarnos y dedicarnos a cuestiones particulares que concitasen consenso y que nos evitasen el auténtico conflicto (el de clase), al tiempo que nos calmaran y nos justificaran como gentes rebeldes con causa, pues ¿quién no estará de acuerdo en salvar la vida de un pobre toro o a las ballenas, o en comer (aparentemente) sanos, limpios e incruentos vegetales; o en animar a la piratería informática, en nombre de la libertad, o denunciar el uso del hiyab –o apoyarlo, eso depende de circunstancias y latitudes–; o vindicar el uso de la ‘x’ o de la @, en vez de las detestadas oes y aes, sospechosas de pérfido sexismo, o en luchar por nuevas fronteras nacionales, más claras y definidas que las actuales…? (con los nuestros dentro y “los otros” fuera, por si nos vienen a robar la identidad).

Parece broma o desprecio; pero no lo es. Me da la impresión de que nos hemos dedicado a lo concreto y a lo pequeño no tanto por convicción como por rehuir lo que de verdad deberíamos estar haciendo, cambiar, revolucionar el mundo tal como lo conocemos y cambiarnos, de paso, a nosotros mismos. Esto es, gobernar y gobernarnos, pero con un plan distinto, diferente al de ellos; el nuestro (como parecía que Syriza tenía para Grecia, Podemos para España o Ahora Madrid para Madrid).

Pero ¿lo tenemos realmente? ¿Sabemos siquiera quiénes somos ese nosotros, o quiénes son los nuestros? He aquí el meollo de la cuestión, me parece. ¿Nos identificamos realmente con una clase, tenemos conciencia de pertenencia a ella? ¿Somos clase obrera o no? ¿Nos sentimos quizás incluidos en esa nueva y magmática Multitud, de la que habla Toni Negri?, ¿o nos vemos, mejor, como miembros susceptibles de esa gran Coalición Social de la que habla Salvatore Cannavò?, ¿o, tal vez, de cualquier otra de las posibles subjetividades políticas y sociales que se han suscitado en los últimos decenios, como respuestas al ocaso del Movimiento Obrero, como ese “los de abajo”, de que habla el think tank de Podemos”?

¿Los que gozamos aún de un trabajo o de una pensión más o menos digna y estable, ajustados a las viejas condiciones del viejo estado del bienestar, nos sentimos de la misma clase que los nuevos trabajadores precarios, o precarizados a la fuerza? O, planteada la pregunta de una forma que considero más correcta, ¿se sienten ellos pertenecientes a la misma clase que nosotros? ¿Consideramos los cientos de muertos en el trabajo, cada año, en España –más de cien en Andalucía, por ejemplo–, bajas de guerra o meros “accidentes laborales”? ¿Y los suicidios, y las bajas por agotamiento y por depresión…?

Sinceramente, ¿nos hacemos, alguna vez, estas preguntas?, ¿nos importan de verdad? Pongamos que sí. En una sección titulada TRAS EL 24M, en la edición digital de Viento Sur del 29 de mayo de 2015, Israel Sanmartín, en su artículo “Repolitización y nuevos consensos” afirma que

«… por primera vez desde el año 1989, estamos ante una “reideologización” de la sociedad donde el eje fundamental de análisis es una vez más en la historia los “que tienen” frente a los “que no tienen”. Y ahí no hay negociación posible…»

Entonces, si esto es así, si tenemos, de nuevo, a una mayoría dispuesta a “no negociar”, a aceptar propuestas e iniciativas políticas, sociales y económicas globales, que ponen en cuestión el sistema entero, en sí mismo, ¿por qué cedemos tanto desde el principio?, ¿por qué renunciamos siquiera a postular un cambio global de sistema, en busca de una centralidad que no es nuestra?

Unos días antes del inicio de la última campaña electoral, el compañero Antonio Orihuela y un servidor, nos sorprendíamos, a propósito de la deriva que estaba tomando Podemos, de cómo en una coyuntura tan favorable como esta se hacían tantas renuncias no solicitadas, teniendo en cuenta que, por muchas renuncias que se hagan, nunca lograremos contentar a los dueños del sistema de representación, ni obtendremos respetabilidad ninguna de su parte (por lo que es inútil buscarla), y que, si la obtenemos, es porque nos habremos convertido en ellos sin saberlo.

Es justamente lo que le pasó al Partido Socialista en el año 1982, cuando pudo, con aquella mayoría absoluta tan aplastante y, sobre todo, con aquel consenso social tan amplio, imponer y aplicar un programa socialdemócrata radical de izquierda sin problemas; y, lejos de ello, fue cediendo gratuitamente una a una todas las posiciones ganadas y consolidadas. Aunque, y esto es lo inquietante, lo verdaderamente ilustrativo y significativo para lo que quiero decir, es que la inmensa mayoría de los trabajadores y la inteligencia de izquierda de entonces ni se lo demandaron, ni se lo recriminaron (simplemente se pusieron a su servicio).

Y es lo que ha sucedido en estas últimas semanas con Syriza y el gobierno de Tsipras. Ante el vértigo que sentimos ahí, justo al borde del abismo de la propia gobernanza, damos, por lo general, un paso atrás. Es el miedo a lo desconocido, al riesgo de gobernarnos a nosotros mismos, a establecer nuevas reglas (por ejemplo, las del decrecimiento frente a las del crecimiento, las de la autocontención frente a las del consumo, las del ser frente a las del tener); es el viejo temor a aceptar las consecuencias de la llana y simple decisión de ser libres, a la enormidad de ese simple e incontestable hecho. ¿Es esto mismo lo que está pasando ahora con las candidaturas populares y con el fenómeno Podemos?

Ser exigentes y coherentes con el nivel de exigencia demandado no es tan fácil como parece, y, a menudo, es doloroso y da vértigo, pero esa es (era, al menos) nuestra seña de identidad frente al resto, ¿no? La política de la representación tal como se juega, con sus reglas, es sucia y rastrera: nos decimos; y nos preguntamos si nuestros representantes serán lo suficientemente listos y ágiles para responder a sus trampas; pero raramente nos planteamos cambiar las reglas. Por eso, el inevitable tiempo de la decepción nos espera, después del tiempo de la ilusión. En su tablero, con sus cartas, no podemos ganar. Sin romper la baraja, no.

Sí, ya sé, no son fáciles las cosas; ¿cuándo lo han sido…?

“¡Vaya con este tipo iluso, maximalista, doctrinario y aguafiestas!...”  [pensará más de uno] Y, en este momento, me viene a la mente esa mítica escena de la no menos mítica película de los Monty Python, La vida de Brian… “¿Cambiar el mundo, cambiarnos a nosotros mismos...?” “¿Gobernar y gobernarnos...?” “No renunciar a la totalidad”… “¿Qué significa eso?” “¿No lo estamos haciendo ya?” “¿A dónde ir, y en qué dirección, cómo hacerlo, y con quién hacerlo…?” [“Con estos no, que son unos anarcos… ¿Anarquistas, pero de CGT o de CNT?, ¿y de cuál CNT…?  Pues yo con estos tampoco, que son comunistas… ¿Comunistas, pero estalinistas, leninistas, trotskistas, maoístas, revisionistas…? Pues con estos menos, a estos ni agua, que son unos reformistas y socialfascistas… Y estos, ¿qué me dices de estos?, unos ilusos y unos perro-flautas…”] En fin, ¿con qué nos quedamos con el huevo o con la gallina…? ¿Con el crecimiento a cualquier precio (para “crear empleo” o para mantener nuestro bienestar) o con el decrecimiento y la autocontención, que dice nuestro Jorge Riechmann (para posibilitar el bienestar de los otros, de los que no son nosotros…)? Parece broma o desprecio, pero no lo es.

Es aquí cuando pienso en el viejo proletariado de antes de la fractura (en realidad, de antes de las fracturas), y en los intelectuales que seguían sus pasos, los “hombres de la palabra”; gente trabajadora, sencilla, nada complicada, muchos de ellos, analfabetos, y en lo claro que lo tenían, no obstante. Pues, si se mira bien, la cosa no es tan complicada: unos, los menos, están arriba y nos roban, y expolian lo común, y otros, la inmensa mayoría, estamos abajo, y somos robados y expoliados (en eso no pueden estar más acertados los compañeros de los círculos y del 99%); se trata simplemente de sustituirlos, pero no por otros, sino por nosotros; gobernar y gobernarnos, y eso por las buenas o por las malas. No es tan difícil, ¿verdad? (¿O sí?)

Ah, ya, eso… Sí… Sí, eso que estáis pensando es lo que de verdad lo hace difícil, que o no sabemos bien lo que queremos (que no lo sabemos), o que, en el fondo de los fondos, y esto es lo realmente irresoluble, queremos ser como ellos, que, en el fondo de los fondos, hay algo que nos dice que si cambiamos las reglas, que si rompemos la baraja, no seremos nunca como ellos, no viviremos como dioses en sus paraísos; que sí, que aunque nunca seamos exactamente como ellos, queremos, no obstante, mantener la ilusión de que un día disfrutaremos de algo parecido a lo de ellos, aunque sea un sucedáneo, tipo resorts en la Costa Maya, con nuestras pulseritas de todo incluido, o un finde en Praga, o esos cruceritos de una semanita o quince días por el Mediterráneo o los fiordos; alguna vez, al menos, en nuestra vida, o todos los veranos, si se puede, depende… Queremos vivir como ellos, pero sin hacer lo que ellos hacen para vivir como viven, esto es, gobernar y gobernarse en sentido pleno, poniendo toda su energía y todo su tiempo en ello; imponiendo sus propias reglas.

Sí; entonces, sí, reconozco que la cosa, así, se complica, porque si queremos ser como ellos y encima no queremos hacer nada de lo que ellos hacen para serlo, entonces jamás los desplazaremos ni por las buenas ni por las malas… Entonces, sí; entonces es mejor que nos dediquemos a salvar la vida a los miuras (pero a los toros embolados, los bous al carrer, no, a esos animalacos no, porque eso es cultura nacional e identidad, como dicen los compañeros de Esquerra Republicana); o también nos podemos dedicar a dar la batalla por la letra @ y la ‘x’, o al procés, o a la protección de la piratería informática, o al matrimonio gay… Sí, es verdad, la cosa así es más fácil; así podremos hacer como que hacemos algo y al tiempo no perder la ilusión de que un día seremos como ellos… La verdad es que tomarse en serio la revolución, nuestro propio autogobierno, además de lo complicado que es y el tiempo que lleva, da pereza, ¿verdad? No lo niego…

Hace poco, en Getafe, en una encantadora asociación cultural de barrio, en donde presentábamos la antología Disidentes, surgió este tema en la conversación asociado, no sé por qué, al frío, y entonces les recordé que en Moscú les decía de broma a mis amigos rusos que en España no hubiésemos hecho una revolución en noviembre ni de coña, que en España lo gordo sucedía siempre en primavera o en verano, a lo que uno de mis interlocutores respondió de un modo ágil y extremadamente agudo: “bueno, eso si no hay final de Champions, o un mundial de futbol, o no nos interrumpe el asunto las vacaciones y los días de playa…” Todo parece una broma, pero, si lo pensáis bien, no lo es.

Creo que siempre lo he intuido, pero ahora tengo la certeza de que no estamos dispuestos a poner el mismo tiempo, energía y empeño nosotros en liberarnos, que el que ponen ellos en dominarnos y someternos; y que, si su prioridad es extraernos todo el jugo, la nuestra no es salirnos del exprimidor.

… … …


En octubre de 2013, en el Ateneo de Madrid, durante la presentación de la mesa de debate en torno a la responsabilidad de los intelectuales que inauguró el primer encuentro poético Voces del Extremo/Madrid; que tuvo, luego, sus sesiones en el centro social ocupado Patio Maravillas y su clausura en el solar de La Cebada, y al que algunos de vosotros asististeis, pronuncié las siguientes palabras:

«Contra la general pereza teórica, reflexiva y crítica de que adolece, en mi opinión, una buena parte de la escritura poética y literaria en España, hemos querido vindicar como una seña de identidad de los poetas y escritores que conformamos el universo “Voces del Extremo” precisamente la reflexión y la crítica aplicadas, esta vez, a nuestra propia condición y a nuestra propia actividad…»

En ellas, lo reconozco, había algo de pose y mucho de media verdad, pues en muy contadas ocasiones realizamos nosotros, los escritores y poetas “de izquierda”, ese sano ejercicio de reflexión y de crítica acerca de nuestra condición; de lo que hacemos y de por qué lo hacemos. Por eso, es tan importante que hagamos lo que estamos haciendo en este momento y en este encuentro de Moguer, o lo que pretendimos hacer en el encuentro de Madrid, abrir tiempos y espacios para la reflexión y el debate.

Fijaos si seremos perezosos y poltrones que no nos preocupamos ni de nosotros mismos. Sin ir más lejos, no hemos constituido siquiera ni un sindicato de escritores, de traductores y artistas de la palabra; y no será porque no se nos somete a explotación sistemática y clamorosa. ¿Quién ha cobrado por sus trabajos en el campo de la literatura o de las humanidades en los últimos años? ¿A quién le han pagado decentemente, o siquiera le han pagado, su artículo, su colaboración, su investigación, su esfuerzo, su tiempo…?

Sea como fuere, como recurso retórico o como estrategia de animador y presentador de eventos literarios, con el fin de crear un clima lo más adecuado al asunto y acorde con las preguntas que, a continuación, iba a formular a nuestros invitados: la novelista Marta Sanz, el poeta y crítico Manuel Rico y el politólogo Jaime Pastor; les leí una estimulante cita de uno de los escritos más conocidos y difundidos de Antonio Gramsci, su diatriba contra la indolencia culpable de los indiferentes, a ver qué pasaba:

«Odio a los indiferentes… “vivir significa tomar partido”. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia... » Etcétera, etcétera.

Y esa justamente es la cuestión, no tanto la indiferencia (porque quienes estábamos allí no lo éramos) como la pereza y la comodidad; sí, es cierto, nos han ganado por la comodidad. Y esa es la razón por la que vuelvo a proponer aquí, una vez más, para todos aquellos que deseen planteárselas, a sí mismos o a otros, y responderlas, las preguntas que les formulé a ellos:

« ¿Son los intelectuales digamos los que viven del y para el pensamiento, hoy día, un peso muerto, esos seres indiferentes a los que odia Gramsci…? ¿Son o deben sentirse responsables de algo? ¿Quién o quiénes les piden, o pedimos, responsabilidad? Esto es, ¿de qué se tienen que responsabilizar, si es que tienen que hacerlo? ¿Y ante qué, o a qué o quienes tienen que responder? ¿Al pasado, al presente, al futuro; a la Historia, en general, entendida como el completo devenir material y político de una comunidad dada? ¿O es al Mercado? ¿A la búsqueda de su propio prestigio personal, la fama, su autoestima…? ¿Y respecto del dominio de las normas que rigen su arte y su disciplina, deberían responder de ello? ¿Deben responder ante sus convicciones, o ante la clase social a la que pertenecen; o, por el contrario, ante aquella clase o corporación a la que querrían pertenecer: un partido, un sindicato, un clan, una institución, la Academia, la élite social, tal vez…? ¿Y si sus convicciones personales entran en contradicción con su hipotética necesidad de responder ante su clase, su grupo, su clan o su corporación; o ante el Mercado o ante la búsqueda de la fama y el reconocimiento, a qué se debe a sí mismo o al fin que persigue…? ¿Tiene el intelectual algún tipo de responsabilidad ante quien le paga; es lo mismo obtener una subvención pública que estar subvencionado por el capital privado, digamos un banco o un periódico o una corporación mediática cualquiera…? ¿Un intelectual que colabora con la Banca March, la fundación Thyssen o el Banco de Santander, pongamos por caso, está eximido de responsabilidad, o debe responder ante el origen criminal de esos fondos? ¿Publicar libros en editoriales que están en la órbita de grupos financieros o religiosos cuyo capital se extrae de la explotación y la sumisión es una irresponsabilidad o es algo inevitable…? Alguien, un intelectual, un artista, un escritor, un poeta, que ha apoyado el proyecto socialdemócrata durante décadas; esto es, que ha apoyado en la práctica todas aquellas políticas que han contribuido a la privatización de la banca pública y de las empresas públicas más importantes, y que –de facto; y a pesar de las buenas intenciones de cuando lo de “la ceja”– han preparado y justificado las políticas de privatización de los servicios públicos de estos últimos años; y que, de repente, lo vemos –esa misma persona– entusiasmado en un acto de apoyo a la Escuela Pública y a la Marea Verde, blandiendo versos inspiradísimos, o firmando manifiestos contra los desahucios, ¿se le podría pedir alguna responsabilidad por su contribución objetiva y subjetiva a la destrucción de eso mismo que dice defender ahora?»

Las respuestas que se dieron entonces, tanto desde la mesa, como desde el público, si bien dejaron muchos aspectos fundamentales en el aire, o abrieron otras vetas, como la del gusto y sus guardianes: esto es, la responsabilidad del crítico o de los críticos en la conformación del canon y de las tendencias lectoras (inevitable cuando hay escritores y críticos); trataron, por lo general, de aclarar y de puntualizar algunas de las principales cuestiones planteadas.

Lo primero que me sorprendió, sin embargo, fue que, aunque se reconoció casi unánimemente por los miembros de la mesa que hoy vivimos en un “estado de emergencia” real (se reconoció incluso, por algunos, que podemos estar viviendo en un sistema de control más eficaz y potente que el de los viejos fascismos), las respuestas fueron por lo común bastante pragmáticas, como si viviésemos en una coyuntura marcada por la normalidad y la estabilidad: en varias ocasiones, se hizo hincapié en la natural necesidad de los pactos y compromisos con la realidad, sobre todo cuando se plantea el conflicto con el Mercado, o frente a la presión de grupos y corporaciones editoriales, o grupos mediáticos. Pero muy sintomático fue –o al menos eso me parece a mí– que nadie hablase del compromiso respecto a ninguna organización política o social concreta, como partidos o sindicatos.

Se pusieron encima de la mesa tres temas cruciales: uno fue la irrelevancia actual del papel y del estatus de los intelectuales, en general, y de los artistas y escritores, en particular; sustituidos por otras figuras, como el tertuliano mediático, los llamados comunicadores sociales y esa especie de “opinadores universales” que pululan y se intercambian regularmente las cadenas de radio y televisión entre sí; otro, la inexistencia de un intelectual colectivo de clase que haga las veces de interlocutor efectivo con los intelectuales críticos; y, en tercer lugar, la constatación de una circularidad viciosa en el proceso de comunicación crítica, de modo que los receptores de las producciones artísticas críticas suelen ser en muchos casos, al mismo tiempo, emisores de las mismas. Esto sucede de un modo muy claro en el caso de la poesía, por ejemplo; los lectores de poesía suelen ser poetas o aspirantes a serlo (aunque no siempre, afortunadamente).

Y algo que no dejó de sorprenderme tampoco, para mí el meollo mismo de la cuestión, fue la natural constatación de la autocensura como práctica habitual y comprensible entre aquellos que desarrollan carreras literarias, artísticas o mediáticas.

Pero, sin embargo, la cuestión que desencadenó, de nuevo, el más vivo debate fue uno de nuestros tics preferidos, las siempre elusivas y complejas relaciones entre compromiso y belleza, discusión por lo general estéril e improductiva, si se plantea en esos términos tan abstractos y emocionales, y no en los más prácticos y objetivos del compromiso del artista con el dominio efectivo del propio código en relación con la eficacia expresiva y comunicativa –en lo real– de los productos elaborados; y, sobre todo, como apuntó una persona desde el público, discusión inútil y estéril, si olvidamos el “para qué” (práctico) de la necesidad de dicho dominio; es decir, si no salimos de la mera impresión subjetiva, para recalar en el análisis objetivo de los efectos causados.

La impresión que me quedó, que me queda siempre en estos casos, es que mejor que ponernos a pensar y a construir nuevos protocolos y nuevas prácticas poéticas y literarias que se opongan frontalmente a lo dado, terminamos por decidir cómo tomar unas buenas posiciones en lo ya constituido; y muy raramente nos planteamos tomar el control efectivo de la maquinaria ya constituida para ponerla a nuestro servicio; esto es, gobernarla. Es lo que sucede con el canon literario establecido por la Academia y los medios, que nos cuesta un montón sacudírnoslo de encima, y esto es principalmente por pura pereza (el compañero Fortes, supongo que os habrá puesto al día en esto).

Sí, somos extremadamente perezosos, no sólo en la acción social y política, sino también en nuestros protocolos y en nuestros rituales, nos cuesta mucho imaginarnos siquiera en situaciones de auténtico y efectivo antagonismo.

Hay un caso muy curioso, pero muy significativo; se trata de nuestra relación con el diario El País; uno de los instrumentos más eficaces y perniciosos del sistema contra nosotros, pero que nos empeñamos en seguir tomándolo como constatador de nuestra propia realidad cultural o política… Lo que no veo en El País no existe, o lo que veo en El País no solo existe, sino que queda sancionado por un aura de prestigio definitivo… Ejemplos del mundo de la cultura y de la literatura no faltan, pero es curioso el caso de los políticos de Podemos, Compromis, las CUP, etc., machacados literalmente durante la última campaña electoral o en los meses previos a ella (en ocasiones, con verdaderos infundios tendenciosos y malévolos), que pierden el culo luego por un reportaje o un posado en sus páginas… ¿Es que no hemos leído a nuestro querido Jorge Riechmann, es que no hemos dejado aún de leer ese pasquín del capitalismo neoliberal más duro teñido ahora de globalidad democrática, como antes de independencia democrática…?

Nuestros temas son, a menudo también, recurrentes y rutinarios, marcados por las inercias heredadas, y algunos de ellos me parecen, incluso, que son como especies de objetivos/señuelos que nos echan, o nos echamos a nosotros mismos, tratados de modo por lo general, mecánico y automático, de un modo que no nos permite avanzar críticamente en su conocimiento y superación. Por ejemplo, el de los eternos perdedores… Nos gustan los perdedores, lo decimos como si dijésemos algo subversivo; cuando es la cosa más estúpida que podemos hacer… A ellos, a nuestros amos, también les gustan los perdedores, por supuesto, claro que les gustan los perdedores, les encanta que no sepamos imaginarnos como ganadores; igual que les complace que la inmensa mayoría de los trabajadores no sepamos imaginarnos un mundo distinto del que el Capital ha construido en y para nosotros, tal como nos reveló Fredric Jameson hace unos años.

Otro de esos tics, tal como les señalé a los compañeros en el pasado encuentro de Logroño, bien podría ser el de la policía y las fuerzas represivas del Estado; al fin, meros instrumentos y herramientas, hijos de trabajadores contra trabajadores, tal como señaló Pier Paolo Pasolini durante el mayo del 68.

Sé que es un reto mental para nosotros, para alguien como yo, que ha sido apaleado por esas fuerzas, detenido varias veces, encerrado, aterrorizado y torturado por esas fuerzas, considerar a sus miembros, tal como pedía Pasolini a los jóvenes comunistas italianos en su famoso texto/poema del 16 de junio de 1968, en L’espresso, verlos como  proletarios mal pagados y sometidos a la tiranía jerárquica, mientras que los estudiantes que habían estado en las barricadas eran, para él, “hijos de papá” transidos de idealismo, pero bien alimentados [y, con el paso del tiempo, ya reintegrados en el orden de sus padres, una buena parte de las élites que han gestionado el Capital en Europa, durante los últimos treinta años, y que nos han llevado al estado actual de las cosas].

Es un reto, en efecto, considerar fríamente que entre nosotros, por ejemplo, aquí mismo, han intervenido compañeros que son guardias de seguridad o guardias civiles, y que viven con las mismas dificultades que podamos vivirlas nosotros sus propias contradicciones, pues también ellos son conscientes de que, si las raíces de la sumisión del proletariado en todo el mundo son variadas y múltiples, hay dos especialmente profundas, la búsqueda de la comida y un estado de alienación efectivo y latente, por el que los esclavos asumen como irrenunciable el estatus quo que los oprime como el único posible, pues es en él, mediante la aceptación de la sumisión, donde encontrarán el sustento y la seguridad buscada para sí y para su prole… Esto es, que si son los perros del sistema, todos sabemos que los perros no son más que el reflejo de sus amos, son sus instrumentos, no la voluntad que los rige. Pero es que eso, además, no sólo sucede con la policía, ocurre igual con los jueces, con los periodistas, con los profesores que disciplinan ciegamente, con los psicólogos y los médicos que colaboran en la mejora de las técnicas de tortura, o con los mecánicos, o los camareros, o los taxistas, o los escritores que callan y asienten… Y en ello, en esta constatación, radica precisamente la esencial proletarización del 99%; porque en esa inmensa mayoría es la búsqueda de la comida y la alienación de nuestra voluntad la que rige nuestros destinos y decisiones.

Y, si esto es así, por inmoral y emocionalmente inaceptable que nos parezca dedicarse a dar palos a sus iguales, eso no es radicalmente diferente a la sentencia injusta de un juez, o a la manipulación de los hechos por la redacción de un periódico, la ciega disciplina impuesta por un profesor, o a los silencios culpables de un escritor, un mecánico o un taxista; e implica, entiendo, que deberíamos buscar estrategias nuevas y creativas, tácticas que ahonden sus propias contradicciones como trabajadores (con los policías igual que con los jueces, los psicólogos, los médicos, los profesores o los mecánicos), a pesar de que no sea nada fácil algo así… Pero lo que no funciona es la rutina del enfrentamiento casi ritualizado en las calles, que ya no es efectivo (hablo de Europa Occidental, claro), pues tales altercados repetidos, una y otra vez, se convierten al final en una excusa para no centrarse en lo importante: sólo tenéis que ver las noticias en torno a las marchas de la dignidad, o a los “rodea el Congreso” y a las cumbres del G7, por ejemplo, que al final lo único que queda es el altercado, cuyas imágenes convertidas en espectáculo pierden su sentido y devienen en intercambiables, sin tiempo exacto ni espacio reconocible.

Sé que vistas así las cosas ya no son tan planas, tan fáciles de asumir, ya no atraen el fácil aplauso de la audiencia; pero para eso estamos aquí, para reflexionar, para arriesgarnos y salir, si es preciso, de los caminos transitados y de nuestros automatismos, para cuestionarnos nuestras certezas, porque acaso no sean del todo nuestras y porque, tal vez, no sean del todo ciertas.

Y, tal vez, por eso también, algunos compañeros no comprendieron la enorme rabia e ira, envuelta en sarcasmo hiriente, que encierra el poema sobre Stalin que leí también en Logroño [esa tarde estaba, por lo que se ve, especialmente provocador…]

Y esto, pienso, nos obliga, al menos, a una consideración crítica y razonada de estos asuntos y de todos los que puedan constituir tics adquiridos o heredados de nuestros enemigos de clase, o de comportamientos reflejos que nos envuelven en las banderas más socorridas y fáciles de enarbolar, pero que no nos hacen avanzar… Banderas y tópicos existenciales como el de esos incendiarios de café que queman el mundo en cada conversación o en cada recital, pero que se retiran a la cómoda y perezosa inacción en el mundo real, haciendo gala de una incoherencia no aceptada que argumentan con decenas de doloridos y enrevesados silogismos, mientras contemplan fríos y distantes cómo los auténticos incendiarios del mundo lo queman y queman con él sus vidas (quizás inútilmente, e incluso de un modo patético, pero de un modo extremadamente coherente).

«La mente aspira y desea los significados desconocidos», decía René Magritte; es decir, que el auténtico reto es lo que aún no conocemos. Ese debería ser el nuestro, el de aquellos que no aspiramos a reafirmarnos, una y otra vez, en lo que ya sabemos, en lo ya conocido, que el Capital es nuestro enemigo y que sus fuerzas represivas y los dispositivos de control (Foucaultianos) son sus instrumentos; obviando un hecho aún más revelador (e imprevisto para no pocos de nosotros), que nosotros mismos somos (nos constituimos en) los auténticos dispositivos de control y las verdaderas fuerzas represoras de nosotros mismos… Y es que, para mí, somos nosotros mismos el objetivo (o deberíamos serlo) de nuestra escritura, los auténticos policías / amos / cómplices / reproductores de sistema…

Etienne de La Boëtie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno, afirmaba lo siguiente:

«El que tanto os domina, tiene, al igual que todos, dos ojos, dos manos, un cuerpo y no tiene nada que no tenga el más inferior de los hombres que habitan todas vuestras ciudades, pero lo que sí tiene más que todos vosotros es un corazón desleal y traicionero, además de gozar de la ventaja que vosotros mismos le brindáis para que os destruya. ¿De dónde saca tantos ojos para espiaros sino de vosotros mismos? ¿De dónde saca tantas manos para oprimiros, sino de vosotros mismos? Los pies con los que recorre vuestras ciudades, ¿acaso no son los vuestros? ¿Cómo puede tener poder sobre vosotros, sino porque se lo habéis dado vosotros? ¿Cómo podría haceros daño, sino gracias a vuestro consentimiento?»

Estamos hartos, indignados, eso decimos, pero si llueve, o hemos quedado para una escapadita de fin de semana, o a comer con los amigos, nos cuesta ir siquiera a una manifestación… Rodeamos el Congreso pero no lo asaltamos; queríamos “asaltar los cielos” y con llegar a concejal o alcalde nos damos por satisfechos… Queríamos que bancos y políticos corruptos nos temiesen, que “el miedo cambiase de bando”, pero nos apresuramos a calmarles, no vaya a ser que se cabreen de verdad… Realmente qué queremos… ¿De quién es la responsabilidad de lo que nos acontece y acontece a nuestro alrededor? ¿Es siempre de los otros, de los que nos aporrean, de los que nos explotan o de nuestros líderes y representantes pusilánimes y corrompidos; nosotros nada tenemos que ver en ello…? ¿Qué queremos de verdad…? ¿Lo tenemos claro?

¿Y en nuestra escritura, en nuestra poesía, sabemos realmente qué queremos?; ¿hemos caído rendidos al atractivo de la seducción y del simulacro de lo subversivo y de la provocación; pues la subversión y la provocación también tienen sus gestos ritualizados y cosificados ya, tal como lo vieron Guy Debord o Baudrillard… Creo que también nosotros hemos sustituido la realidad material, real, por la realidad virtual. ¿A cuantos amigos tenemos que llegar o a cuántos “me gusta” debemos clickar para hacer la revolución? En la última manifestación a la que asistí, contra la “ley mordaza”, había más gente retuiteándola que marchando; pero lo más significativo era el hecho de que los que estaban en casa retuiteándola tenían un grado de excitación y de realidad superior a los que estábamos realmente en la calle, ¿cómo puede ser esto?

¿Dónde queda el reto de la acción, de la búsqueda inquieta e incansable que fundamentó la actividad política y el arte más innovador, crítico y auténticamente subversivo del siglo veinte...? ¿Nos hemos sometido a las reglas, protocolos y valores de la industria de la cultura definitivamente: tal como había previsto Adorno…? ¿Y si lo hemos hecho, de qué modo lo hemos hecho?

César Rendueles, en su artículo “Cambiar las reglas del juego también en cultura”, reproducido el 12 de mayo de este 2015 en la revista Viento Sur, hace dos consideraciones muy interesantes al respecto. Una, que

«… la izquierda cultural renunció hace décadas a intentar cambiar las reglas de juego. Nos hemos limitado a construir una madriguera identitaria –terriblemente crítica, eso sí– donde desarrollar prácticas narcisistas…» [¿Cómo esta, acaso?]

Y, otra, necesariamente complementaria de la primera, que

«… hemos llegado al punto, completamente delirante, de que las “industrias culturales” se conciben de forma generalizada como un fuerte motor económico. Cuando más del 60% de las empresas culturales no tiene asalariados y el 93% tiene menos de 5. El sector cultural es un entorno laboral precarizado donde mucha gente sobrecualificada tolera alucinantes niveles de miseria laboral y explotación…»

Otro buen amigo mío y excelente artista, Miguel Ángel Sánchez, que lucha a brazo partido contra la enfermedad mental y contra los automatismos y tópicos artísticos heredados por la izquierda, me preguntaba hace unos meses lo siguiente: “¿Es que, una vez desterrados el riesgo y la reflexión, solo pretendemos ser lo que son nuestros enemigos, buenos ingenieros de emociones…?” No hace mucho, me recordó que el Salvaje del “mundo feliz” de Huxley leía a Shakespeare; esto es, que en el reino de lo evidente, aquel ser extraño y diferente, con el que nos identificábamos todos, no optó por la comodidad de lo constatado y lo evidente, sino por el conflicto, por lo no evidente… ¿Hemos optado nosotros, en el reino de lo evidente, por lo evidente también? En nuestro caso, por las rutinas y las evidencias de los que W Benjamin llamaba “revolucionarios rutinarios”.

Hace mucho que el propio Adorno cayó en la cuenta de que lo único evidente respecto al arte contemporáneo, era precisamente que nada es evidente… Adorno pensaba en la música dodecafónica, en las disonancias, en un universo cada vez más complejo para el oyente que se resiste a ser cosificado como mercancía por la auténtica industria de la cultura. Pero antes incluso de la fragmentación, antes de la disolución de la melodía y de la trama, o junto a ella, habían estado, o estaban, la ebriedad y el trance como agentes disolventes del orden heredado, en la vieja bohemia y en las Vanguardias.

Aunque también W Benjamin, inmediatamente después de ese asombro inicial, se dio cuenta de que había que ganar las fuerzas de la ebriedad y del trance para la revolución (una revolución que para él era perpetua tensión, ajena a cualquier tentación rutinaria), y también, de que la ebriedad y el trance, en sí mismos –como tampoco lo son la mera fragmentación y la abstracción– no eran, por sí mismos, revolucionarios; como tampoco lo es, por sí misma, la metáfora o la mera declaración de la palabra poética.

Por eso, me pregunto y os/nos pregunto ahora: ¿Hay un equilibrio entre esas vías de exploración extrema y de búsqueda radical, y las vías de lo evidente, las de esa “mercancía definitiva” de la que hablaba William S Burroughs...? Porque, como dice uno de los personajes de Naked Lunch (El almuerzo desnudo: 1959/1962), la famosa novela del autor norteamericano, en el trance –como en la metáfora desnuda, añadiría– sólo se trata del “álgebra de la necesidad”... «Nunca des nada a cambio de nada y recupera todo lo que te sea posible...» En el trance no hay piedad ni solidaridad, sólo búsqueda desesperada de autosatisfacción.

Por eso, una vez que hemos descubierto la fragmentación y la abstracción, y que hemos practicado la ebriedad y el trance, el escape de nosotros mismos y de lo real, aun momentáneamente, o que nos hemos regodeado con el éxtasis de los perdedores, o que nos hemos lanzado de cabeza al canto de un erotismo que, al final, no es más que el simulacro de los simulacros, o que le hemos dado a la autocompasión, que hemos dejado claro que la policía, los ejércitos y las fuerzas represivas de los estados están para eso, para reprimir, o que los dispositivos de control, como la religión, la familia o la escuela están para eso, para controlar; que nuestra infancia fue penosa (o nuestra verdadera patria, como quería Rilke, según nos haya ido la feria); y que Auschwitz fue el infierno hecho tierra, que los nazis fueron, pues, la encarnación del mal; que Franco no daba para Mussolini siquiera, pero que se llevó por delante a un país entero, que su víctimas eran inocentes, por el hecho de ser víctimas; que el capital nos explota y que los bancos nos ahogan y expolian, que los pobres son buenos por el mero hecho de que sufren y los ricos son malos por el hecho de ser ricos… Todo ello evidente. ¿No hay nada más? ¿Debe permanecer todo lo demás invisible…? Por ejemplo, nuestra responsabilidad, nuestro policía interior, nuestro nazi interior, nuestros propios dispositivos de control, nuestro expoliador interior (me acerco al otro no por lo que es sino por lo que puedo sacar de él), nuestro político corrupto y nuestro agente aduanero interior (que también se corrompe, por minucias, y que también expulsa en caliente a los desarrapados); o nuestra incapacidad narcisista para amar y gozar (porque estamos en otras cosas, en la acumulación o en la supervivencia, por ejemplo) ¿De nosotros no tenemos nada que decir? De la responsabilidad de los sometidos en su sometimiento, de la inmensa fuerza escondida en su seno, y del miedo a ejercerla; de las paradojas que nos constituyen, de las mentiras que nos fundamentan, de nuestro miedo, de nuestras excusas para justificarlo, de cómo preferimos matarnos a matar a los que nos matan; de nuestras rutinas para evitar enfrentarnos a esa misma/nuestra responsabilidad; o de la sospecha de que acaso, tal vez, nuestras verdades puede que no sean nada más que otras mentiras… De todo ello y de lo que se nos escapa, porque no es evidente, pero que sospechamos que está ahí, ¿no tenemos nada que decir?

Loïc Wacquant (en “Pensamiento crítico y disolución de la doxa. Entrevista con Loïc Wacquant”, en Antípoda, revista de antropología y arqueología. 2006) sostiene que

«… hay que retomar la función histórica del pensamiento crítico, que consiste en “servir de disolvente de la doxa, en poner continuamente en tela de juicio las evidencias y los marcos mismos del debate cívico, de tal suerte que se nos abra una posibilidad de pensar el mundo en vez de ser pensados por él, de desmontar y de comprender sus engranajes y, por tanto, la posibilidad de reapropiárnoslo tanto intelectual como materialmente…”»

Pues eso mismo es lo que nos planteo hoy aquí a todos, convertirnos en disolventes implacables de nosotros mismos, de nuestras propias costumbres, de nuestra propia doxa, de todo lo que nos lleva a repetir de modo mecánico y acrítico lo evidente. Y a no pararnos ante el abismo.

… … …

epílogo

En la sesión matinal del día siguiente, sábado 25, una vez finalizada la comunicación del compañero Dante Medina, que giró, por un lado, en torno a la problemática relación que se ha establecido, en el capitalismo avanzado, entre la poesía y la industria editorial; y, por otro, sobre el carácter intrínsecamente subversivo –frente a este orden establecido por el capital– de la palabra poética; se abrió un interesante debate acerca precisamente de las consecuencias que esta última afirmación tenía respecto de la naturaleza del propio signo poético, de sus fundamentos ideológicos y de sus efectos en la realidad.

Y es que, como le señalé a Dante y al resto de los compañeros, en el transcurso de la discusión, la palabra poética no posee ese carácter absoluto, ideal y transversal que parecía deducirse de sus intervenciones… En realidad, no se puede hablar sensu estricto de “la palabra poética”, sino que habría que hacerlo de “las palabras poéticas”, pues, como “actos de habla” que son, es decir, en cuanto signos materiales –concretos– e históricos, que se suman a otros signos, materiales –concretos– e históricos, integrados en procesos de comunicación materiales –concretos: vale decir, pragmáticos– e históricos, su enunciación deviene inevitablemente material, concreta, pragmática e histórica, también… Y no poseen, por tanto, ningún carácter “mágico” o “insurrecto” –ahistórico–, per se –esto es, por sí mismas, al margen de cuáles sean sus circunstancias de enunciación o el sujeto real y concreto enunciador: por ejemplo, la clase a la que pertenezca este, la intención que se dé al acto mismo, o el imaginario ideológico en el que se enmarque–.

En tal sentido, debo reseñar el hecho, desde mi punto de vista, extremadamente significativo –y fuertemente explicativo de algunas de las cuestiones planteadas justamente en mi comunicación del día anterior– de que en un foro como en el que estábamos una buena parte de los intervinientes adoptasen una visión tan radical y esencialmente romántica e idealista, y tan exageradamente des/historizada. La palabra poética como palabra capaz de movilizar y subvertir el orden del capital y de hacer vibrar incluso el universo entero por su mera enunciación.

Me resultó también muy significativo, en este sentido, que se diesen en este nuestro foro de Voces del Extremo, de un modo tan general, dos posiciones tan tematizadas ideológicamente; por una parte, aquella que se asienta en el divorcio entre acción política y escritura poética, y, por otra, ese falaz intento de trasponer conceptos procedentes de la física teórica y cuántica al fenómeno poético, que más allá de poseer un vago valor metafórico, denunciado por Sokal[2] y otros especialistas, respecto del pensamiento postmoderno, son completamente irrelevantes, por confusas e indemostrables.

Tanto es así que se propuso como ejemplo incontrovertible –muy aplaudido, por cierto–  del efecto inmediato, mágico, movilizador, vibrante y conmocionador de la palabra poética, la dulce y poética admonición de un chamán amazónico a su gente frente a la inminente intervención de fuerzas armadas en sus tierras… Pero a nadie se le ocurrió que el mismo efecto euforizante tuvo seguramente la perorata que los oficiales de esa fuerza armada endosaron a los soldados que los hostigaban, idéntico al que han tenido de toda la vida los sermones de los sacerdotes cristianos a sus fieles o a los cruzados antes de la batalla, o el mismo efecto que tienen los himnos nacionales y deportivos antes de las contiendas; pero eso tiene otro nombre y no tiene nada que ver con las vibraciones y efectos inmediatos y mágicos de la palabra poética.

Fue por eso por lo que propuse el ejemplo de la publicidad como campo en que la función poética actúa de un modo determinante y movilizador de conductas y emociones en un sentido diametralmente opuesto al que allí se estaba presuponiendo; pues una simple mano acariciando el viento ha hecho, por ejemplo, que BMW venda millones de vehículos, lo mismo que la palabra dulce del chamán animó a su gente, o los sermones de los frailes a los cruzados justificaban en ellos sus futuros asesinatos y desmanes.

En definitiva, la palabra poética, es, ante todo, acto de habla poético, y, como tal, concreto, histórico e intencionado, y su valor y sentido depende de sus efectos en lo real, y si estos efectos reafirman los valores del sistema, esto es, “la poesía es algo ajeno al mundo material e histórico”, esa palabra será, en la práctica, reaccionaria y alienadora, y, en términos ideológicos, sustentadora del orden presente, por muy hermosa y dulce que sea, por las supuestas vibraciones que cause en el universo entero, o por toda la belleza que aparentemente contenga.

Pues ¿de qué belleza estaríamos hablando? Esa sería otra veta muy sugestiva y rica para seguir… ¿Es acaso la belleza del amo la misma que la belleza del esclavo? ¿Es, tal vez, lo bello, como se propone desde el idealismo filosófico y literario –y como lo serían, desde esa misma perspectiva, la metáfora y la palabra poética–, una cualidad y una noción absoluta y desmaterializada; una especie de sustancia de la forma –o del significado, depende– de carácter ideal e intemporal; ahistórica por definición y transversal a todas las clases sociales…?

En fin, continuamos.

Matías Escalera Cordero



[1] Esta comunicación, leída durante la sesión del viernes 24 de julio de 2015, en el encuentro de “Voces del Extremo: Poesía e ideología”, toma como punto de partida y desarrolla algunas de las ideas expresadas en el artículo homónimo publicado en el diario DIAGONAL, en dos partes, https://www.diagonalperiodico.net/la-plaza/25695-sobre-la-pereza-y-la-irresponsabilidad-la-inteligencia-izquierda-1a-parte.html (16/02/15); y https://www.diagonalperiodico.net/la-plaza/26009-cuestiones-acerca-la-pereza-y-la-irresponsabilidad-la-inteligencia-izquierda-ii.html (09/03/15 ). Hemos añadido, al final, un EPÍLOGO en el que se sigue el diálogo que se estableció, al día siguiente, tras la intervención del compañero Dante Medina, acerca de estas y otras cuestiones en torno a la relación, siempre compleja y elusiva, entre poesía e ideología.


[2] Alan Sokal, profesor de física de la New York Univesity, EEUU, publicó en 1996, en la revista Social Text, un texto completamente ininteligible y sin sentido sobre mecanismos cuánticos y su conexión con el post-modernismo, origen de su libro sobre imposturas intelectuales. Pretendía poner en evidencia la falta de mecanismos de control en la citada revista y la ignorancia y falta de rigor de quienes usaban conceptos de las ciencias naturales para justificar cuasi-religiosamente sus intuiciones poéticas o filosóficas.


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