documentos de pensamiento radical

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miércoles, 26 de agosto de 2015

6 poemas de OBSTINADA MEMORIA de ANTONIO CRESPO MASSIEU


 

 

 

ANUDANDO ESTE HILO


                           Tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo,
                            diga lo que aquí me falta, y lo que se convenía. 
                                                                             Miguel de Cervantes

Se ha hecho el silencio,
la quietud, la resonancia
de luz y sombra,
un instante después
de la vana irrupción,
murmullo de la historia
o su sombra o séquito.

¿Pero acaso es historia
este uniformado ruido
de apresurados pasos,
la fugaz visión, el cortejo,
un hombre poderoso?

O historia es este silencio
de pájaros y cigüeñas,
este lento caminar
bajo la luna por calles
y plazas, por horas detenidas,
estas casas, estas ruinas,
estos nombres alzados
al amanecer  como costumbre
o permanencia o paisaje.

O este hombre que avanza
curtido en tantas derrotas,
esta palabra alzada
(como una casa)
frente a la muerte,
esta dignidad de soldado herido,
esta paciencia en la adversidad,
el reconocimiento
de nuestro único linaje,
esta amarga sonrisa,
la piedad, la tierna ironía
o la inconclusa conciencia
de todo lo callado y el orgullo
de lo escrito (de todo lo escrito).

Pues quizá vendrá el tiempo
en que decir se pueda lo que falta,
lo que convenía, anudando
el hilo roto del tiempo,
devolviendo su fulgor de palabra herida
y exacta a la historia.

La historia
(no el cortejo,
no el uniformado susurro
de asentimiento)
cuando de nuevo el trino
del pájaro vuela y rompe
la cortesana espera y sus murmullos
y tiembla en el silencio
como un hálito de alas,
como verdad inasible,
cuando puebla el espacio,
cuando se escucha la luz
y callan las voces,
callan las sombras.

Historia es
(no el séquito)
la palabra,
la alzada dignidad
de este hombre
(éste por nombrar sólo
un nombre)
y el silencio,
la eterna resonancia
de este espacio
y este empeño.

La luz,
de nuevo el canto,
la sombra herida,
el vuelo, el aire,
la palabra
como pájaro
anudando, trenzando
el hilo roto de la historia.




ANALOGÍAS (LA MADRE, EL NIÑO, LOS ANIMALES)

Acaso todo confluye como el tiempo
(las pequeñas cosas, las grandes heridas)
como la memoria o nuestro eco en las calles,
como la desesperanza de los suburbios nunca visitados
o los museos de cálidas alfombras, los teatros,
las avenidas principales, su trasiego o su amable indolencia.

Acaso las heridas vuelven y se mezclan,
trenzan extrañas analogías con la belleza,
el consuelo, la mirada de la infancia, el recuerdo,
todo es intersección de presente, agudas aristas del instante,
llegando, llagando la mirada, nuestro plácido
tránsito de turistas aquella mañana en la Albertina
cuando la luz se rompe y en la penumbra sobrecoge
el horror aquel, la imagen desnuda, la pelea de perros
en Mostar entre ruinas, el odio de los hombres
apostando muerte en la mirada de los animales
heridos, sangrando, babeantes, condenados a la destrucción,
saciados de dolor, de carne, turbio espectáculo
la muerte ajena, su contemplación, donde perros
devoran a los perros, hombres azuzan la muerte
como juego, donde la exacta verdad implacable
de esta foto que cuelga en la cálida penumbra,
en este sosiego de acolchada luz que estalla
de improviso y tiembla como grito, costurón abierto,
desgarradura de la vieja Europa, aquí, tan cerca.

Donde una mujer preside el consuelo, el suave tacto
del mundo y los animales, la difuminada caricia de madre,
niño, paisaje, pájaro y asombro en este tenue dibujo
para que descansen en ella su dolor, su descuartizamiento,
su desvalido abandono y en ella preludien la armonía,
el reconocimiento, la hora azul de Isaías que se hace
instante posible de mundo compartido en esta mujer
rodeada, casi oculta (mas tan presente, tan sonrisa,
tan dulzura inacabada) entre pájaros extraños,
aves, comunes animales, habitando el tiempo,
la inexcusable hora del consuelo. Aquí en las paredes
de la Albertina, en esta Viena transida por la belleza
y la historia, tan cerca de los heridos perros de Mostar,
tan cerca de los vidriosos ojos que azuzan la muerte,
entre ruinas, escombros, y apuestan (todo o nada)
al odio, infectando la miseria, negando el paisaje.
Y tan cerca la esperanza de horizonte y pálpito,
la mujer que acoge y se pierde como asidero
o luz de carne insinuada junto al árbol,
los montes lejanos, el paisaje de la calma y la belleza.

Tan cerca.

Como si el azar guiara los pasos del viajero
y se hiciera destino, imprevista analogía
que convoca un sentido o trazara al menos
(en la confusión de tiempos, espacios superpuestos,
iluminando o cegando el presente, trazando pasajes,
cruzando olvidadas calles de la memoria a lo no vivido)
dibujando así un plano posible para transitar
por ciudades desconocidas, leer en sus callejas las sombras
imprevistas del reencuentro o el conocimiento.

Así la visión del niño tonto de la Judengasse
en su metálica silla y luego en brazos de su padre
deslumbrado (con el torpe, limpio e infinito asombro
de los animales y su mirada toda en lo abierto)
por el tintineo de luz y colores vivos (tanto como desmadejado
su cuerpo) del escaparate de repetidos, absurdos,
cálidos, risueños objetos de Navidad, ya sabéis:
trineos, campanas, muérdago, renos, enanos, velas.
Y las piernas rotas, tan caídas y la cabeza
ladeada, apenas por el padre sostenida
y la sonrisa, los ojos encendidos, la boca abierta,
la babilla y su reflejo entre gnomos y el rojo chillón
de tanto papá Noel y tanto tierno desconsuelo.

Vino entonces, en la metálica luz de Salzburgo,
la hiriente luz de cal de Moguer y el niño tonto
de la calle de San José sentado en su sillita de enea
viendo con los ojos abiertos al niño que apenas sonríe
(o será sonrisa esta babilla que desciende
y su padre limpia con un pañuelo de papel) y mira
el escaparate de una tienda de Navidad en la Judengasse.
¿Es este el mismo niño de Moguer o es
el que una madre tuvo en brazos entre pájaros
y animales, acaso el que surge como promesa
en las sonatas para piano y violín de Mozart
o el que es todo ausencia en la música de Brahms?

Esta herida de carne deshecha y sin palabra
que ahora se hace azul luminoso, cegadora
belleza, caricia que todo borra como música
o una mujer que dice a un niño la ternura del tacto
silencioso, del vuelo imprevisto, del canto, la nota,
la pluma, el tiempo suspendido, la resonancia
que es Mozart o Brahms, los pájaros y el niño,
la belleza y el sosiego y también las cultas conversaciones
susurradas, la sonrisa y copa en la mano
(frente a la mudez qué derroche de palabras)
en el jardín del Mozarteum el jovial rector
saltando de grupo en grupo como pajarillo
que volara de Handel a Shostachovich
y alado picoteara de Mozart a Ligeti.

Es esto
     digo:
             la madre, los animales, la pintura, Mozart, la música,
             el café Sacher, el Diglass, los museos, el rector, la subida
             a Grinzing, el recuerdo de Canetti, los teatros, las alfombras.

Es esto
           ¿tan sólo un entreacto, una pausa?

Y dónde entonces

      los devorados perros de Mostar, dónde el niño tonto
      de la Judengasse, el de la calle de San José o el perro sarnoso
      vertiginosamente muerto bajo una acacia, dónde Febrero
      la derrota y la esvástica, la niña chica, el odio encendido,
      la apuesta entre escombros, los perros despedazados,
      los niños desmadejados, los anónimos ausentes.

Dónde

No sé si responde el azul de Salzburgo, la blancura de Moguer
o la belleza intacta del niño rubio que tocaba el triángulo,
que era música, atenta inteligencia, que leía erguido notas
y mundo y era promesa de futuro en aquel concierto en Innsbruck
o responde la infinita resonancia de Mozart o Bach,
la claridad del juego, la fugaz belleza de las notas
o la piedad anegando en fuga el dolor, la trascendencia, lo inabarcable
o responde la mujer que nos dice

Está aquí:

en Viena, Salzburgo, Moguer, Mostar. Aquí
la promesa de Isaías cumplida en este azul
que restaña heridas, sangre, carne descuajada,
la deslizante babilla y el asombro sin palabra.
Este azul unifica paisajes, pasajes, calles principales,
avenidas, suburbios y todo confluye y se hace azul
(la herida y la esperanza) y se confunde con los pájaros
y una mujer que sostiene un niño entre animales.

Así:
(con una ternura tan azul y tan dolorida)
todo confluye: el tiempo y la carne.

 




LA PERSISTENCIA

(Maternidad en Elne)   

Como si quedara adherido a los objetos
algo del enigma del bien
bañando con una luz antigua
este lugar y los ojos que contemplan
la serena belleza que aquí habita,
rescoldo de gestos que aún viven.

Como si lo aquí sucedido
(la nobleza, las risas
el solícito cuidado)
lo aquí nacido, ocultado,
lo salvado,
volviera siempre en paredes,
en rojo ladrillo, en tiempo
detenido y fuera jardín, unos columpios,
una verde, dilatada llanura
y se hiciera escalera y ascendiera al alto torreón,
a claridad de cristal y ropa tendida
y viera un horizonte abierto a la esperanza, 
una sencilla e inabarcable belleza.

Como si una mujer de nuevo cansada
escalara sombras, desprecio,
negando campos, persecuciones,
como si este espacio ahuyentara
por siempre el hedor del mal,
lo sucedido y lo venidero.

En esta pajarera de cristal,
jaula de luz donde se contempla
el Rosellón, el cercano pueblo, su catedral,
el lejano Canigó, los montes de una patria
inalcanzable. Aquí en lo alto de este torreón,
este castillo encantado hecho de esfuerzo,
tenaz resistencia, una obstinación de luz,
un coraje día a día repetido, hecho blancura,
acogimiento, donde una mujer mira el paisaje
y libre vuela entre cristales, en lo más alto
de la esperanza y anida sus sueños en el mañana.

Ahora asciendo, llevo su ropa,
sus risas, entro en los tibios cuartos,
oigo los gritos, los llantos recién nacidos,
los juegos, las canciones de nuevo cantadas
(qué música de barrio o verbena o infancia)
acompaño su torpe caligrafía, las postales
de una Navidad de mujeres barbudas como reyes,
mínimos juguetes y un baile improvisado
con canciones que lo mismo dicen en muchas lenguas,
con ellas entro en las salas, los limpios cuartos
que son gotas de nostalgia bautizados con nombres
de un regreso imposible: Madrid, Barcelona, ciudades,
pueblos dejados atrás, las sílabas de lo vivido.
Cuartos para lavar, para dormir, para coser,
para parir, para cantar, para contar, cuartos nombrados
como niños que corrieran libres por las calles de la infancia.

Salvada de la arena del espanto,
de las playas del viento y el frío, de las barracas,
Pepita llamaron a la niña primera aquí nacida
y luego tantos otros nombres
acunados por una terca camaradería
de madres trenzando el futuro.
Así llegaron como a un mundo donde hubiera espacio,
a un tiempo que pudiera pertenecerles.
Y como si fuera hijo oculto de un exilio,
sin raza, sin patria, como si volviera a la tierra
ingrata que le expulsó,  le llamaron Antonio,
y dieron un nombre gentil como cristiano
o sólo derrotado: tú, niño judío
que cobijaron con el engaño de otra lengua
otros niños o niñas confundidos con la luz.

Y todo,
cada gesto mínimo,
cada niña recién nacida,
cada juego, cada risa,
todo permanece,
como si este palacete de blanco y rojo ladrillo,
de escalinatas que ascienden a una azotea
de luz y cristal o bajan a un sótano con acuarelas,
como si esta casa
nos cobijara en el regreso del tiempo
y fuera aún habitada y envolviera
un temblor donde los justos permanecen.
    
Contemplas
verdad y belleza,
vives el misterio de la bondad:
mujeres hilando, amamantando,
tejiendo risas, acunando lo recién
nacido, lo ahora y siempre salvado.
Este hermoso palacio, esta inmensa llanura,
este azul, este jardín de juegos,
esta azotea donde el tiempo precipita
un vértigo de suave descenso a lo cálido,
lo húmedo, lo recién lavado, cortado,
lo que fue nombrado en las sombras
y permanece.

Para que contemples
la bondad y la belleza,
el misterio de su persistencia.



UNA PAUSA


                                                   “Un rencor ya con pausa”
                                                                                    Carolina Sayabera

Mira,
contempla estos restos arqueológicos
nunca por nadie excavados
es tan poco
(o es un exceso, una desmesura)
es sólo lo que está
semioculto por la maleza,
apenas visible.

Ejercita la imaginación,
sube a lo alto,
contempla
(el pueblo en la lejanía,
silenciado, silencioso,
el pueblo dormido
¿para siempre callado?)

Ves
la piedra donde se alzaba
la bandera, se cantaba
el cara al sol, se escuchaban
las palabras del sacerdote
(afilada piedad de los vencedores)
“vuestras almas han sido perdonadas
pero no hay perdón para vuestros cuerpos”

Imagina,
pues se aprecian aún
las líneas difusas, las piedras
que dibujan el trazado del campo,
los barracones y allí, en un extremo,
la torreta de la mina.

Escucha
los que aún hablan,
los que pueden hablar,
los no callados
ni por la muerte ni por el miedo
dicen o susurran cosas pavorosas.

Escucha
los camiones en la noche, sus faros,
los desaparecidos en la madrugada
bajan la voz,
dicen
los arrojados por la boca de la mina,
los tragados por la tierra,
la madre arrebatada, el camión
a plena luz atravesando el pueblo,
las gentes mirando: piedad o desprecio, arrogancia
o grito (callado, comido por el miedo).

Escucha,
reposa la mano de una mujer en las piernas
de su hermana aún mayor (pasa de ochenta)
arropa con el gesto su dolor aún más indecible,
más balbuceante
después de tantos años: ¿olvido, rencor?

Imposible el olvido
pues aquella mañana permanece.

Hoy es ayer,
pero rencor,
                  ¿rencor?
Medita, luego mira
a la cámara y dice
pero es un rencor
ya con pausa.

Pasa el tiempo,
queda un hueco,
un espacio, una huella,
un intersticio
hecho de restos,
piedras casi ocultas,
lacerantes recuerdos
cada día más borrosos
(mas igual de intensos)
cuerpos perdidos.

Queda una extensa llanura
donde leer signos, comprender
lo que estuvo y aún permanece.

Hay
desgajados pedacitos de tiempo,
minúsculas muescas
piedras, recuerdos, lindes,
un paisaje casi borrado.

Hay
entre la muerte
el olvido y la memoria
una pausa.

Escucha
el hueco,
el eco,
mira
atiende al silencio.
Palpita una ausencia

                                 una pausa


POEMA CAFÉ CON LECHE PARA ANTONIO ORIHUELA

Hay mañanas

en que necesitas un poema
como un buen café con leche
y el milagro es que a veces
(sólo a veces)
lo encuentras,
quiero decir el poema
(que el café siempre te espera)

Hay días que se diría
(como dice Antonio Orihuela)
que los días se escapan
como perro muerto o vagabundo,
como nieve de infancia
o la desesperanza del presente
y entonces (es decir ahora,
en estos días que digo)
un hilo tenue de madre
quebrado en el recuerdo
como voz que alienta en la edad oscura
rescata el tiempo que habitamos,
estos días de tanta espera,
tanta espera vana
de domingo de resurrección.

Hay mañanas, digo,
en que el poema te espera
como un café bien cargado
y apunta al corazón,
hiere de muerte el desconsuelo.

Hay mañanas como esta
(de frío invierno
ausente de nieve)
en que dejo el periódico
(ahogado de mentiras)
y encuentro
(ya lo habréis imaginado)
un poema que espera
y una voz bien cargada
que dice
(de nuevo lo habréis adivinado,
es Antonio Orihuela)

Ya no están

en su sitio
los días.

Ya casi nada,
Antonio,
está en su sitio.

Sólo,
en su sitio,
exacto,
caliente,
bien cargado,
está el poema.

Porque el poema
como piedra,
corazón, mundo,
perro fiel, pájaro, río
o nube, mar, cal encendida,
siempre espera.
Incluso
en este tiempo de ideas muertas
y frías mañanas de invierno,
también ahora.

Incluso ahora
un poema
espera.




ERROR DE LECTURA

(Variación sobre un poema de Jorge Riechmann)

El poeta escribió:
encontrar un cuaderno:
el bosque blanco

Imagen exacta.

(Limpia caligrafía, letra clara,
serigrafiado a mano en papel artesanal
de lino Meirat de trescientos gramos
libre de ácidos, ejemplares no venales
con numeración romana)

Mis ojos leyeron:
encontrar un cordero:
el bosque blanco.

Enigma de infancia.

¿Se perdió el poema?
¿El azar de la mirada construyo sentido?

Mis ojos cautivos vieron
un incomprensible bosque,
una blancura herida.

¿Esperaba el poema
otra pequeña verdad?                                   
¿Una distinta forma de decir
el sosiego, la atención, el silencio?

Reescribo.
Escribo otro-el mismo poema,
sin cursivas, sin comillas;
indemne blancura,
encendida memoria.

Me salvó
- era casi aún un niño -
encontrar un cordero:
el bosque blanco.

(Así,
con equivocadas palabras
edificamos la casa del lenguaje.)
      



Antonio Crespo Massieu. Obstinada memoria (Amargord, Madrid, 2015)
Fotografía de Cristina García Rodero
                                                                           

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