A Miguel Ángel Velasco, in memoriam.
TAN puro y
mineral yaces ahora,
tan hueco y tan
distante de labios y licores,
del polvo de la
vida y sus cortejos
que apenas veo
horizonte si recuerdo
lo tanto que
sufriste y lo temprana
que levantó en
tu ser la muerte el vuelo.
No exagero si digo que viviste
con los ojos abiertos como un niño que mira
la espuma de los días romper su hechizo
sobre el óxido letal que embriaga el sueño.
Si acaso
regresases, desde la luz quimera,
a este lugar de niebla y desencanto,
no sabría qué ofrecerte de vuelta ya a este mundo:
tal vez unas cervezas rodeado de amigos,
o unas cuantas palabras de aliento y compromiso,
aunque intuyo, sin más, que no rechazarías
la emoción de un poema latiendo en las entrañas
o el silencio que dejan, después de las hogueras,
dos cuerpos que se aman.
Sin embargo, amigo, objeto que quisieras
regresar a la verdad de nuestros días,
alzar la vista al frente y ver que todo
como un dios de cristal se desmorona.
La vida en estos lares
—si te sirve—
sigue siendo un corazón de cal y espinas,
un hombre cicatriz que aguanta y que sostiene
los muros del desahucio, promesas, corrupciones,
el olor a podrido por los barrios del alma
y la mucha tristeza disfrazada de espanto.
Más allá de esta soga que oprime con su sombra,
nos queda respirar, lamer la miel amarga
de los días, jugar a ser acero, tragar tierra,
y bebernos el sudor de las entrañas.
A los que aquí quedamos —tan breves, a la espera,
en cálices de barro o de cenizas—,
la muerte una vez más nos ha brindado
las brasas de la luz para seguir viviendo.
Mario Lourtau. El lugar de los dignos. Ed. Algaida. 2021
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