El que truena,
el que da el rayo
y el que brilla
Sé quienes son y de dónde vienen.
Tan grandes,
entraron al centro comercial
por la primera puerta.
¡Polifemos!, gritó
una dependienta.
Se generó el pánico
mientras los tres desgraciados,
con un solo ojo por cíclope,
se aferraban
a las peores basuras de las rebajas.
¡Ah Brontes, Esteropes y Arges,
artistas hace años,
qué desamparados os veo!
Hijos de Tierra y Cielo,
otro tiempo fue aquel
de metales nobles
en el taller de Hefesto.
Cuando llegaron ellos,
vestidos de Adolfo Domínguez
y con un ladrillo en cada mano,
los cíclopes huyeron.
Vagan cubiertos de harapos.
Sé quiénes son
y qué caminos han hollado.
La casa del sabio es recogida
Claro que tú, Séneca,
contemplas el mundo
desde tu pedestal
de patricio romano.
De pura cepa.
Bebo con una pajilla
de tu brebaje
“versión estoica de la vida”
y por el intersticio
de la tercera ventana
veo un cielo grande
como el de una noche
de verano adolescente
tumbada sobre la tierra caldeada.
Ávida de un sueño embellecido,
mi casa tiene alas
y en el batir del alboroto
un crotorar ingenuo
o cadencioso ulular,
reparte por los senderos.
Mi casa de pájaros sin nido.
Mi casa de luceros abandonados.
Promesas
Cuídate de Agripina, hermana.
Con sus ojos de acero
taladra tus céntimos de inocencia.
Huye de su canto de sirena dermoestética.
Crispante, su santuario es humo de culebra.
¿Y la llave que va a todas las
puertas?
Escribo égloga
y recorro una llanura
sin ningún horizonte.
Si arpa,
una vibración
que me deja rendida
mientras avanzo
por hectáreas de secano
convertidas
en auténticos pantanos.
Patatales inmensos.
Delirantes tomatales.
La luna me turba.
Mi voz de mendiga
en el fondo de los cántaros.
Garzas enfermas.
Llaves inglesas.
Tuberías gigantes
y depósitos sin fondo.
Escribo aspersor
elegía batalla perdida
ave esteparia crujido.
cogitabunda, aurífera, brazuda
Sí, claro, muy pensativa
para seguir muriendo tanto.
Con la locura del trazo perdido
en los laberintos griegos.
O con la Muerte sin
fin
del poeta Gorostiza.
De rebajas.
Escondida
en las oscuras raíces del olvido.
En las tumbas de cometas,
con la pesadumbre de la carne,
fracturada.
Brazuda. Aurífera. Cogitabunda.
Ahogándome en una lágrima.
¿Y el corchete deísta que enarbolo?
Dónde dices
que estallan las prímulas.
No veo sino flores harapientas.
Eso sí, elegantes
y ortodoxos canallas
construyen sus madrigueras
en el estiércol.
Corchete:
Ministro inferior de
justicia
encargado
de prender a los
delincuentes.
Qué raro me suena todo.
Aunque pensándolo bien,
el corchete deísta que enarbolo
es táctil y escarlata,
así como higo, bóveda,
canario, pañuelo, amigo.
Si me salvo
os llevaré conmigo en el poema.
En barcaza de iroko
a navegar
por el mar de los suspiros.
¡Pobre cíclope mío;
Ulises, cariño!
¡Venid todos. Rápido!
Hércules, Séneca, Alejandro.
Dejad de morir a cada rato.
Por una noche,
se puede salir
de los libros sin abrigo.
Mañana será otro día
y para los resfriados,
mentas y tomillos.
Luego entraremos
en el bosque prohibido
y estará lleno de violetas
y ojos que nos miren el trasero.
Será una aventura desmedida
descubrir el sexo de la luna.
Sobre caballos blancos y negros.
(¡Parecen letras!).
Contra los claros del bosque
y los patricios.
Contra matronas y espadas.
Contra iglesias.
Espaldas erguidas;
tirando como locos
de las crines trenzadas,
al galope, al galope.
Hartos de elegías
y perfectas morfologías,
nos inclinamos hacia la bestia.
Pero ¡ojo!,
en el bosque
hay algo más que ciervos.
Son ellos. Van de cacería.
Mejor refugiarse
en un libro de bolsillo.
Marina Aoiz Monreal. El pupitre asirio. Centro de Estudios Bilbilitanos. 2011
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