Albert Camus, y nada menos que tras la atroz
carnicería de la segunda guerra mundial y el horror indecible de la Shoa,
escribió que pese a todo “hay en los seres humanos más cosas dignas de
admiración que de desprecio”. Esto nos remiten a una cuestión fundamental: ¿qué
hacemos frente al mal?
Hay poca gente malvada (en términos de psicopatía,
por ejemplo, apenas una de cada cien personas): neutralizarlos no debería ser
difícil. Eso nos explica Tobeña, investigador de tales asuntos: “Los psicópatas
bien caracterizados (…) oscilan entre el 1% y el 1’5% de la población.”[1]
¿Y el resto de la gente, las y los “normales”?
Bueno, según diversas investigaciones entre
el 20 y el 30% de la gente incurre en conductas antisociales cuando puede
hacerlo. Otro 20-30% no lo hace
nunca, y respeta siempre las normas, incluso cuando los demás no lo
hacen. Y entremedias un 40-60% respeta
las normas o se las salta en función del contexto: “En entornos donde
todo indica que predomina el cumplimiento cívico de las normas se avienen a
ello con prontitud, pero si hay señales claras de que lo que impera es el
escaqueo, la desobediencia y la transgresión, se apuntan a las conductas
antisociales y no cooperadoras.”[2]
Pero aunque existan muy pocas personas de verdad
malvadas, hay verdaderas masas de personas indiferentes, insensibles
a las consecuencias de sus acciones, omisiones y modos de vida más allá del
círculo cercano. Eso es lo que nos conduce a la catástrofe. Escribía yo hace
años (en mi “diario de trabajo” Bailar sobre una baldosa): un asunto al que concedo cada vez más importancia es la dimensión pedagógica del poder.
Los dirigentes pueden ser modelos o antimodelos, pero lo que hacen (y no hacen)
tiene siempre ese valor de referencia para su sociedad, esa inesquivable
dimensión pedagógica. Se puede gobernar intentando que la gente dé lo mejor de
sí misma, “tirando hacia arriba”; o se puede “tirar hacia abajo”, apoyándose sobre
los instintos más viles.
En
ambos casos, se ponen en marcha procesos
de aprendizaje que se autorrefuerzan, con una dinámica propia. En ambos
casos, la importancia de los valores y disvalores mostrados desde las
posiciones de liderazgo es muy grande. La cuestión (volviendo a las
cifras de Tobeña) es qué hacemos con
esa mitad (o hasta dos tercios) de la gente que está en posiciones morales
cercanas a la indiferencia: si tiramos de esas personas hacia arriba, o
hacia abajo.
El ejemplar Nelson Mandela lo tenía claro: “Siempre
he sabido que en lo más profundo del corazón del hombre residían la misericordia
y la generosidad”.[3] Hay
que apostar por la misericordia y la
generosidad –aunque sólo sea una chispa sepultada en el corazón
humano: apostar por lo improbable- y
darle ocasiones para crecer. “Trata a las gentes como si fuesen lo que
deberían ser, y les ayudarás a convertirse en lo que son capaces de ser”, dijo
en cierta ocasión Goethe. Tal era también la posición de Albert Camus.
Jorge Riechmann. ¿Vivir como buenos huérfanos? Ensayos sobre el sentido de la vida en el Siglo de la Gran Prueba. Ed. Catarata, 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario