La mayor ventaja evolutiva de la humanidad ha
sido su tendencia a crear sentido colectivo. Ese impulso es tan ingenioso como
implacable, y puede hallar la manera de dar sentido a la desesperación, la
depresión, la catástrofe, el genocidio, la guerra, el desastre, las plagas e
incluso las humillaciones de la ciencia.
Nuestra tendencia a crear
sentido es lo suficientemente poderosa como para volver el nihilismo contra sí
mismo. Como escribió Friedrich Nietzsche, uno de los filósofos occidentales más
incisivos y que mejor diagnosticó el nihilismo, a finales del siglo XIX:
"El hombre prefiere querer la nada a no querer". Este denso aforismo
se basa en una de las ideas centrales de su filosofía, hoy tan aceptada que
casi resulta irreconocible: que los seres humanos construyen su propio sentido
de la vida. En este sentido, no hay ninguna verdad moral última, trascendente;
o, como explicaba Nietzsche en uno de sus primeros ensayos, Sobre la verdad y la mentira en sentido
extramoral, la verdad no es más que "un dinámico tropel de metáforas,
metonimias y antropomorfismos". Si somos capaces de tolerar el vértigo
moral que podría inducir esta idea, también podemos observar que no es
necesariamente nihilista y, bajo la luz adecuada, interpretarla, más bien, como
testimonio de la resiliencia humana.
La capacidad humana para
crear sentido es tan versátil, tan poderosa, que puede hacer tolerable casi cualquier
existencia, incluso una vida de interminable sufrimiento, siempre que esa vida
esté anudada en la trama de una historia más grande que le dé sentido. Los
humanos hemos sobrevivido y florecido en algunos de los lugares más inhóspitos
de la tierra, desde los desiertos de Arabia hasta los campos helados del
Ártico, gracias a esta capacidad para organizar colectivamente la vida en torno
a constelaciones simbólicas de sentido: anirniit
[almas no humanas], capital, yihad. "Quien tiene un porqué para
vivir", escribió Nietzsche, "puede soportar casi cualquier
cómo".
Cuando escribió "[e]l
hombre prefiere querer la nada a que no querer", Nietzsche estaba sacando
a la luz el lado destructivo de la tendencia humana de crear sentido. Ese
impulso es tan poderoso, dice Nietzsche, que abocados al precipicio del
nihilismo, encontraríamos un sentido en la autoaniquilación antes de elegir una
vida desnuda carente de él. Esta idea fue atrozmente confirmada por el Götterdämmerung de la Alemania nazi, y
vuelve a serlo con cada nuevo ataque suicida perpetrado por terroristas
yihadistas, pero también aquí en Estados Unidos con nuestra deliberada y
destructiva política del odio. (…)
(…) El programa filosófico
positivista de Nietzsche, lo que el llamaba la "gaya ciencia" consistía
en crear las condiciones que posibilitaran un ser humano capaz de darse cuenta
de que nuestra tendencia a crear sentido carece de sentido, sin por ello dejar
de afirmar la existencia humana, un ser humano que pudiera aprender el amor fati (…). Hoy, con nuevos peligros
desatándose cada hora a causa de las guerras y la crisis climática, desearíamos
poder estar en el lugar de Nietzsche. Después de todo, él solo tuvo que hacer
frente a la muerte de Dios, mientras que nosotros tenemos que hacer frente a la
desaparición de nuestro mundo. El peligro acecha por todas partes, de las vanas
ilusiones de esperanza a la ferocidad de la reacción, del desaliento de la
desesperanza a la promesa de destrucción.
Estamos ante un precipicio
de aniquilación que Nietzsche no hubiera podido siquiera imaginar. No hay
esperanzas fundadas de que seamos capaces de reducir la velocidad del
calentamiento global antes de alcanzar el punto de vuelco. Ya estamos un grado
Celsius por encima de las temperaturas preindustriales y se está cociendo medio
grado más. La barrera de hielo de la Antártida Occidental se está desmoronando,
Groenlandia se está derritiendo, el permafrost de todo el mundo se está
licuando y se han detectado emisiones de metano en el lecho marino y los
cráteres siberianos: probablemente ya es demasiado tarde para detener estas
fuentes de retroalimentación, lo que significa que probablemente ya es
demasiado tarde para detener el apocalíptico calentamiento planetario. Entre
tanto el mundo se desliza hacia un caos sangriento y lleno de odio, como si
estuviésemos en el último acto de una tragedia shakesperiana especialmente
inquietante.
Aceptar nuestra situación
podría confundirse fácilmente con el nihilismo. En una nación [EEUU] fundada
sobre la esperanza, construida con el arrojo yankee del "podemos hacerlo", y deslumbrada por sus
prodigios tecnológicos, la sola idea de que pudiera haber algo más allá del
alcance de nuestro poder, o de que los seres humanos tienen límites, roza la
blasfemia. A la derecha y a la izquierda, millones de estadounidenses creen que
todos los problemas tienen solución; insinuar lo contrario provoca una profunda
y a menudo hostil resistencia. No es que aceptar la verdad de nuestra situación
signifique pensar algo equivocado, sino que significa pensar lo impensable.
Y, sin embargo, es justo en
este momento de crisis cuando nuestra tendencia humana a crear sentido
reaparece como nuestra única salvación... si queremos reflexionar de manera
consciente sobre las distintas formas de dar sentido a nuestra vida: sobre cómo
decidimos lo que es bueno, cuáles son nuestras metas, por qué vale la pena
vivir o morir, qué hacemos cada día, a diario, y cómo lo hacemos. Porque si es
verdad que somos nosotros quienes damos sentido a nuestra vida y no la
sabiduría revelada que nos otorgaría Dios, el Mercado o la Historia, entonces
también lo es que albergamos dentro de nosotros el poder de cambiar nuestras
vidas –totalmente, completamente–, cambiando el sentido de las mismas. Nuestra
necesidad de crear sentido es más poderosa que el petróleo, el átomo y el
mercado, y es cosa nuestra aprovechar ese poder para asegurar el futuro de la
especie humana.
No podemos hacerlo
aferrándonos a la ideología del progreso continuo, de la búsqueda de beneficios
y del la-tecnología-lo-arreglará del capitalismo fosilista. No podemos hacerlo
intentando controlar el futuro. Tenemos que aprender a dejar morir nuestra
actual civilización, a aceptar nuestra mortalidad y a practicar la humildad.
Necesitamos trabajar juntos para transformar un orden global cuyo sentido
último es la acumulación en otro que reconozca la importancia de los límites,
la transitoriedad y la contención.
Y lo que es más importante,
necesitamos dejar de defender y proteger nuestra verdad, nuestra visión,
nuestros valores occidentales, y entender que la verdad no se encuentra en una
única perspectiva sino en su multiplicidad, no está en un punto de vista sino
en el conjunto, no se halla en las partes enfrentadas sino en el todo. Tenemos
que aprender a mirar no solo con ojos occidentales, sino con ojos musulmanes y
con ojos inuit; no solo con ojos humanos sino con ojos de reinita caridorada [Setophaga
chrysoparia], de salmón plateado,
de oso polar; y no solo con los ojos sino con el salvaje y escasamente
articulado ser de las nubes, los mares, las rocas, los árboles y las estrellas.
Nacimos la víspera de lo que
puede ser la mayor catástrofe de la humanidad. Ninguno de nosotros eligió esto,
no de manera deliberada. Ninguno de nosotros puede hacer por evitarlo. Algunos
incluso sobrevivirán. El sentido que transmitamos al futuro dependerá de lo
bien que recordemos a quienes nos precedieron, de lo sabia y cuidadosamente que
seamos capaces de deshacernos del ruinoso modo de vida que nos está destruyendo
actualmente, y de lo conscientemente que seamos capaces de afianzar nuestro
papel como artífices del futuro que nos espera.
Aceptar la fatalidad de
nuestra situación no es nihilismo, sino un primer paso necesario para fraguar
una nueva forma de vida. Entre la autodestrucción y rendirse, entre querer la
nada y no querer, hay otra opción: querer nuestro destino. Autoconstrucción
consciente. Se lo debemos a las generaciones cuyo futuro hemos quemado y
gastado para hacer un puente, ser un puente, para conectar las distintas
tradiciones humanas de creación de sentido con los supervivientes, los hijos
del Antropoceno, que construirán un nuevo mundo entre nuestras ruinas.
Roy Scranton: “Estamos
condenados. ¿Qué hacemos?”, en el blog de Sara Plaza y Edgardo Civallero, 14 de
septiembre de 2016. Publicado originalmente a finales de diciembre de 2015 en
la sección de opinión de The New York
Times bajo el título “We're Doomed. Now What?” http://civalleroyplaza.blogspot.com.es/2016/09/estamos-condenados-que-hacemos.HTML
Este artículo da idea de la orientación de su libro Learning
to Die in the Anthropocene. Mi única pega sería que trata con suma
benevolencia a Nietzsche: se centra en una parte del “Nietzsche intermedio” (el
de La gaya ciencia) y obvia el Nietzsche que vino después, y que es
espantoso. Pero en fin, cada cual da sentido como puede -también idealizando a
sus héroes filosóficos…
En:
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