1
Estamos
contaminados por los deseos de otros. Detrás de nuestros ojos son otros los que
ven, otros los que leen, otros los escriben, otros los que sienten. Tantas
imágenes para llenar nuestro vacío… Vivimos por encargo. Somos prisioneros de
los sueños del enemigo. Atesoramos extrañeza.
2
Tomé una
palabra limpia, forjada con mis propias manos y me la eché a la boca. Era la
primera. Poco después empecé a tener sed, empecé a tener hambre. Entonces yo,
que me creía saciado, comprendí hasta qué punto mi cuerpo estaba preñado del
ansia eterna de los desposeídos de todo.
3
Poco a
poco las palabras verdaderas me acabaron volviendo flaco. El camino se replegó
sobre sí mismo. Bajo mis pies, el mundo entero. Abrí la boca y metí mi mano
dentro. Tenía mi primer poema. Miré a un lado y a otro, hacia delante y hacia
atrás, pero no vi a nadie con quien compartir mi gozo. Supe que estaría siempre
solo.
4
Muchas
veces pensé en renunciar al aprendizaje. Sí, no pude evitar mirar atrás. Ni sal
ni espanto, pero sí arena. La tormenta no se hizo esperar y arrasó mi piel
entera. Mi rostro cortado por el cuarzo blanco. Levanté la vista y no vi más
allá del torbellino. Imaginé que aquel desierto sería interminable, y que no
podría escapar.
5
La sed
crecía. Pronunciaba palabras que la tormenta destrozaba al poco. Toda mi piel
estaba magullada y seca, quebrada, yerma e irreparable. A pesar de todo, pude
seguir en pie. Ni siquiera entonces me sentí cansado. Algo me alimentaba sin yo
saberlo.
6
Miré
hacia abajo y planté una palabra en la tierra muda. Luego seguí caminando.
Anidaba la esperanza en mi interior desde hacia tanto… Luego miré hacia el
cielo, miré hacia el sol y reí a carcajadas. Tomé conciencia de que ya no sería
vencido.
7
Tanta
hambre y tanta sed… La sombra de los buitres me protegía del sol. Mis huellas
eran tragadas por la arena ardiente. Nadie me seguiría la pista. Nadie se
acordaría de mí. Nadie lloraría mis huesos. Quise decir las palabras justas
para acabar siendo silencio.
8
Lejos
del ruido y más lejos todavía de la ciudad, el viaje sepultó mi identidad
primera. Ni siquiera recordaba a los poetas hiperviolentos. Deambulé por el
desierto perdido y desorientado, con sed, con hambre y con todo el dolor del
mundo a mis espaldas. Un paso y luego otro, esa era mi única manera de medir el
tiempo. Miré mis manos y estaban vacías. Quien conoce la verdad, no desespera
ni se vuelve loco.
9
Poco a
poco el dominio del silencio se fue imponiendo. Y la tormenta fue menguando.
Llegué a la cima de una duna y contemplé extasiado el paisaje de un oasis
próximo. Supe que allí acabaría mis días.
10
Entonces recordé aquella palabra clavada en el suelo de la tierra
seca. La risa acudió a mi rostro como una brisa fresca, que calma el
sufrimiento y aplaca la angustia. Luego recordé el camino, la largura del
suplicio, y supe que nada había sido en vano. Ante mí se abría un futuro
limpio, en una tierra libre fuera de los mapas; donde viviría siempre.
Juan Cruz. La tribu del abecedeario. Piedra Papel Libros, 2017
Oleo de Martínez Novillo
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