De haber vivido Lorca durante el
franquismo, quizás hubiera creado una trilogía teatral paralela a la de sus “dramas
de mujeres en los pueblos de España”. Hubiera sido un teatro profundamente
surrealista, tanto o más que aquellos intentos seriamente surrealistas que el
poeta de Granada practicó en obras como El
público o Así que pasen cinco años.
No le permitieron a Lorca presenciar el deterioro social y moral de su país, y
fue un cineasta, Luis García Berlanga, quien tomó el relevo de retratar la
España vergonzante de charanga y pandereta, la otra cara de lo rural español,
en unas décadas en las que el Sur (llamémosle Andalucía, para entendernos) se
encumbró como símbolo patrio.
El pueblo inventado por los habitantes de
Villar del Río en Bienvenido Mr. Marshall
no fue fruto de ninguna improvisación. El cimiento de sus calles de
cartón-piedra lo pusieron los viajeros románticos, aquellos que vinieron de las
heladas tierras europeas atraídos por la
otredad en tiempos en los que lo insólito, lo exótico, lo irracional y lo
fantástico empezaban a crear un nuevo imaginario colectivo, rebelde ante el
pensamiento ilustrado y el racionalismo dieciochesco. A mediados del siglo XIX
un hombre como Théophile Gautier retrataba nuestro país así de fascinado: “Un
viaje por España es todavía una empresa peligrosa y novelesca; es necesario
esforzarse, tener valor, paciencia y fuerza; se arriesga la piel a cada paso;
las privaciones de todo tipo, la ausencia de las cosas más indispensables de la
vida, el peligro os rodea, os sigue, os adelanta; no oís susurrar a vuestro
alrededor más que historias terribles y misteriosas. ‘Ayer los bandidos han
cenado en esta posada. Una caravana ha sido interceptada y conducida a la
montaña por los brigantes para obtener un rescate’. Es necesario creer
en todo esto, ya que se ven, a cada lado del camino, cruces cargadas de
inscripciones de este tipo: Aquí mataron
a un hombre”.
Muerte, pasión, hospitalidad y una
incomprensible alegría anidando en la pobreza. Esos fueron los caracteres que
el romanticismo extranjero atribuyó a España y, por metonimia, a Andalucía. Así
se encontró pintado el país la Generación del 98, que razonablemente reaccionó
al estereotipo reclamando una Castilla pobre e inmensa y una Andalucía habitada
por la miseria y el analfabetismo que exigía una urgente regeneración. Y el
testigo de los noventayochistas –con Antonio Machado haciendo siempre de
intérprete y guía- lo recogieron con suma decencia los del 27, abominando todos
del tipismo que esa imagen pintoresca pudiera ofrecer: Buñuel y su Tierra sin pan, Lorca y su Bernarda Alba, Alberti incluso y El alba del alhelí…
Pero pasó lo que ya todos sabemos que
pasó y a la no tan necia dictadura franquista le vino de perlas el
pintoresquismo romántico, el traje de volantes de Carmen la Cigarrera, del que encargó una línea prêt-à-porter a la Sección Femenina, que en sus telares concibió la
sevillana y dio a luz un engendro andaluz. Desde entonces Andalucía es lo que
Canal Sur quiere que sea (o sea, ese engendro), pues en los últimos cuarenta
años nadie se ha molestado en explicar a los andaluces que no están obligados a
ser lo que en los folletos turísticos se dice de ellos, que no tienen por qué
disfrazarse todos los días de gente típica para recibir al americano, que
existe una dignidad personal, en definitiva. Y yo no comprendo qué se celebra
el 28-F.
María Jesús Ruiz. Un mundo sin libros. Ed. Lamiñarra. Pamplona, 2018
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