Mientras que Portugal –del que
tanto tendríamos que aprender- pasaba de la oscuridad a la democracia con
claveles en los fusiles, nosotros hacíamos lo propio con un clavel entre las
tetas. El clavel era rojo y las tetas eran de Rocío Jurado. Desde que Lorca
hiciera hablar de libertad a la sabia Poncia (“Ésa tiene algo. La encuentro sin
sosiego, temblona, asustada, como si tuviera una lagartija entre los pechos”),
nadie en España se había atrevido a más… Como otra vez Poncia hubiera dicho,
“No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y viven como metidas en
alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos”.
Pero he aquí que Rocío Mohedano
se atrevió, desde una televisión todavía en blanco y negro en la que el rojo
ardiente del clavel era sólo un presentimiento, y en la que su vestido escotado
resultaba tan incómodo para los que se iban como para los que venían (no en
vano María Ostiz declaró por aquel tiempo que la televisión estaba cambiando
porque ya se podía cantar dos canciones sin mudarse de traje, refiriéndose con
ello a sus castos bambitos étnicos). Obviando la diferencia entre nacer en
Navarra y nacer en Chipiona, quizás Rocío y María representaran en aquel
momento las dos (nuevas) Españas llamadas a entenderse, a hacer un pacto por la
democracia. Bien mirado, no estaba tan lejos aquello de “un pueblo es mirar por
la ventana y respirar, / un pueblo es mirar al frente sin volver la espalda” de
llevar un clavel entre las tetas, feliz metamorfosis de la lagartija entre los
pechos de la hija de Bernarda Alba.
Igual que desde la desvergüenza
inocente puso principio Rocío Jurado a la transición, así puso ella misma fin a
la esperanzadora democracia que se atisbaba en su clavel. Lo hizo con su
historia sentimental y lo hizo con su muerte, ocurrida hace ahora diez años. Si
Rocío fue icono de la etapa política y social española de más desencanto del
siglo XX fue porque matrimonió primero con un boxeador, símbolo de la pobreza
peleada con sangre, y luego con un torero, símbolo del triunfo de la casta y el
latifundio eternos sobre los intentos fallidos de revolución proletaria.
Fue icono finalmente del “apaga y
vámonos” que tuvimos que aceptar con el paso al nuevo siglo, pues su cadáver no
fue transportado desde su casa directamente al cementerio –como los pobres
hicieron durante siglos con los inocentes, que no pasaban por el templo porque
no había pecados que purgar-, sino que fue velado entre cirios en el imponente
Santuario de la Virgen de Regla. Entregado su cuerpo a la teología más canónica
y oficialista, su paseo hasta el camposanto volvió a llenarse de claveles, esta
vez arrojados sobre el féretro por un pueblo atontado por el fervor místico y
la televisión de más de cien canales, drogado por la democracia señorial, las
subvenciones y los planes de empleo de la Junta de Andalucía, abotargado por la
burbuja inmobiliaria y, en definitiva, ya incapaz de recordar el significado de
los claveles en los fusiles portugueses, ni por supuesto el significado de una
lagartija entre los pechos.
Aquel entierro en loor de
santidad me hizo recordar dolorosamente otro entierro lleno de rojos claveles,
el de los abogados del despacho de Atocha en 1977, treinta años antes, cuando
arrojar flores no era una resignación ante la muerte, sino una esperanza de
libertad. Y pensé que Rocío Jurado, siempre inocente, siempre visionaria, había
puesto la banda sonora al fin de la esperanza anunciada por su clavel de los
setenta; lo había hecho con una de sus últimas canciones: “Qué no daría yo por
empezar de nuevo…”
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