En la madrugada del 2 de agosto de 1976,
Día de los Ángeles, Evangelina Sobredo, Cecilia, falleció en un accidente
provocado al estrellarse su coche contra un carro tirado por bueyes que
circulaba sin luces. Fue en Colinas de Trasmonte, la comarca zamorana gemela
del Trás-Os-Montes portugués, una zona pobre y limpia, por la que Cecilia
pasaba al regreso de un concierto en Vigo.
Lo que la llevó desde su infancia
británica y su familia burguesa de diplomáticos hasta aquel carro de bueyes en
aquella carretera sin alumbrado no fue el destino, sino su conciencia social,
su moral y su compromiso. Lo mismo que llevó a Antonio Machado a morir pobre y
solo en Collioure, lo mismo que llevó a Federico García Lorca a morir frente a
aquel infame pelotón de fusilamiento en la Granada de 1936. Evangelina,
Machado, Lorca, tantos otros…, habían comprendido desde su educación
privilegiada que la decencia no podía estar en otro sitio que en la palabra, la
denuncia y la solidaridad. Soñaron caminos. Asumieron muy tempranamente que les
tocaba poner en negro sobre blanco, y en pentagrama, la verdad de un
país-Saturno que devora a sus hijos y que fortalece la vileza de los que más
tienen.
Cuando Evangelina murió, Franco acababa
de hacerlo, así que, desde su cielo estúpido y soberbio, no debió gustarle que
Cecilia cantara en libertad Mi querida
España, que entonces se desperezaba de su “santa siesta” a golpe de “versos
de poeta”, y malignamente puso en el camino de la mujer aquel carro de pobreza
para demostrarle que los ricos tienen que estar con los ricos y que con los
pobres no hay que cruzarse. No es de extrañar que Carmen Polo –viuda ya y
preocupada por sus propiedades- estuviera molesta por la popularidad de Dama, dama, esa certera canción que
retrataba a sus amigas, a su hija y a sus nietas, y que consecuentemente
alborotara a sus santos para pedirles que callaran a esa joven inquieta con
nombre de buena nueva.
Cecilia decía ser Nada de nada (“Nada de ti, nada de mí, / una brisa sin aire soy yo,
/ nada de nadie”) y, fundando en su nimiedad su grandeza, nos dejó sin los
mensajes necesarios para avanzar sin pasos torcidos por el camino que
empezábamos a trazar. Con suma delicadeza, había recogido el testigo de los que
fueron silenciados desde 1939; como ellos, sintió el dolor de España y trovó
con sentido unamuniano su intrahistoria. Vivió un tiempo de renovadas
esperanzas y creyó asistir, de nuevo, al umbral de la “España que bosteza”.
Españolita que vino al mundo y se le quedó helado el corazón con una España
que, hoy, sólo podría cantarle a Evangelina su más hermosa canción de desamor:
“Desde que tú te has ido, / desde que me has dejado, / yo sólo soy la sombra /
de aquella que has amado”.
María Jesús Ruiz. Un mundo sin libros. Ed. Lamiñarra. Pamplona, 2018
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