¿Litio para tratar de sustituir cientos de millones de motores de combustión interna por motores eléctricos y baterías? No, la Tierra no da para eso. Nos corresponde reflexionar sobre las dimensiones, las escalas y los valores básicos. Toca repensar los modelos de movilidad: desplazarnos menos, primar el transporte colectivo, reorganizar los territorios, transformar el modelo de producción y consumo. No podemos dejar tras de nosotros una Tierra esquilmada. No cabe seguir considerando normales modos de vida que funcionan como si fuésemos la última generación humana que va a habitar el tercer planeta del Sistema solar.
El esquema de fondo de nuestra situación es éste:
intentar la sustitución de fuentes de energía (fósiles por renovables) sin
disminución drástica del consumo (que implica cambio drástico del sistema
económico) acelera la destrucción de la biosfera y la desorganización de la
corteza terrestre, y no evita los escenarios de ecocidio más genocidio, sino que
nos adentra más en ellos.
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Nos falta
superar lo que antes he llamado el tercer
nivel de negacionismo: el que se niega a ver la completa inviabilidad del
capitalismo. Nuestras sociedades, mayoritariamente, siguen dando crédito a
proclamas como las del presidente de Repsol Antonio Brufau, para quien
ciertamente existe “un desafío de dimensión planetaria” (reductivamente
entendido como cambio climático), mas se trata de “un problema que sólo la
ciencia y el desarrollo tecnológico pueden resolver”,[1] no de
una crisis sistémica que exige cambios culturales, políticos y económicos de
fondo. Ahora bien, en un mundo “en llamas” por el caos climático, con un
ecocidio acelerado que se manifiesta como Sexta Gran Extinción, y en
decrecimiento energético, no habrá ya crecimiento económico ni capitalismo
próspero, sino decrecimiento (material y energético) por las buenas o por las
malas. No es asunto de opinión, es termodinámica y ecología. Y ¿qué hacemos
entonces? Más abajo, en su texto antes citado, Turiel sigue explicando: otro
aspecto de la gran emergencia que afrontamos es que nos estamos quedando sin
energía fósil y las renovables no pueden, ni de lejos, cubrir un vacío tan
grande.[2] En un
mundo en decrecimiento energético, el decrecimiento económico es inevitable:
pero dentro de estructuras de desigualdad y defensa de privilegios, eso
conlleva una catástrofe humana. Un ecocidio que traerá consigo un genocidio.
[1] Antoni Brufau, “Innovación
y tecnología para un desafío planetario”, Cinco
Días, 29 y 30 de junio de 2019.
[2] “Un problema que, si se entendiera de verdad, explica por qué el Green
New Deal es solo una capa de maquillaje para evitar abordar el problema de
fondo, a saber, que no se puede mantener el capitalismo tal y como lo hemos
entendido en las últimas décadas. Porque si se aceptase que en realidad hemos empezado
el inevitable declive energético, entonces se tendría que empezar a hablar
sobre cómo afrontar el poscapitalismo, en qué vamos a hacer a partir de ahora.
Y en ese caso seguramente el esfuerzo a hacer se tendría que repartir de otra
manera, porque ya no valdría el argumento de que se tiene que proteger a las
empresas para mantener el crecimiento económico, ya que sólo con crecimiento
económico se pueden resolver problemas como el paro o las desigualdades
sociales. En un mundo en decrecimiento energético, el decrecimiento económico
es inevitable: ésta es la realidad física inexorable. Por tanto, si el
crecimiento económico ya no será posible (no de manera duradera), el debate
cambia de raíz, y el foco se tendría que poner en el replanteamiento del sistema
productivo, económico y social; en cómo garantizar el bienestar y los derechos
a la mayoría de los ciudadanos. Porque mientras que el foco se ponga en
favorecer la actividad económica y a las empresas para poder tener ese
crecimiento económico ya imposible, lo que va a suceder es que se van a reducir
ese bienestar e incluso esos derechos; encima, a pesar de ello y de todas
maneras, sobrevendrá el decrecimiento económico.
Ése
es el debate que se hurta de todas las miradas aunque sus signos sean
evidentes, a plena luz del Sol. El decrecimiento es inevitable, pero se intenta
disfrazar de otra cosa para no cambiar las estructuras de poder, para no tener
que hablar de cómo distribuir esta carga de una manera más equitativa. Por eso
se dicen las cosas que se dicen, para disfrazar los síntomas de nuestro
inevitable declive. Por eso se anuncia el pico de la demanda de petróleo y en
general de energía, porque ‘los consumidores, concienciados, pretenden
disminuir las emisiones de sus coches’, cuando en realidad el grueso de las
emisiones lo produce el transporte y no el vehículo privado. Se pretende hacer
creer que los ciudadanos se van a pasar a la quimera imposible del coche
eléctrico, cuando en realidad lo que va a pasar es que no van a poder
permitirse tener un coche propio (excepto los ricos, claro, que esos sí que van
a tener coche que alimentarán con placas fotovoltaicas subvencionadas por todos
nosotros). Se nos dice que la conciencia ciudadana va a hacer que en las
grandes ciudades se utilice más el transporte público, sin explicar que ya está
saturado y que es insuficiente para cubrir las necesidades de tanta gente que
viven en ciudades dormitorio y urbanizaciones crecidas al calor de la pasada
abundancia energética. En suma, se hace creer a la ciudadanía de que se van a
poder hacer ajustes para mantener el sistema capitalista tal cual, cuando en
realidad éste está tocado de muerte y si nos empeñamos en mantenerlo va a
causar mucho más dolor y sufrimiento, y pondrá en peligro hasta el concepto
mismo de democracia.
Como colofón de mi
implicación en los actos que el CSIC ha organizado con motivo de la COP25, ayer
participé en una mesa redonda celebrada en la Residencia de Estudiantes, en la
que un grupo de científicos proponíamos a los políticos medidas concretas para
luchar contra el Cambio Climático (en realidad, yo siempre voy más allá y hablo
de Crisis de Sostenibilidad, que incluye todos los problemas ambientales –no
sólo el Cambio Climático– y también el problema de la escasez de recursos, de
biodiversidad, de acceso al agua, de salud, de equidad, y así un largo
etcétera). Yo incidí en un dato que me parece preocupante: unos días antes de
la COP25 la ONU anució que para tener un 66% de no superar el peligroso umbral
de 1’5ºC de calentamiento respecto a la temperatura de la época preindustrial
se necesitaba que de 2020 a 2030 las emisiones de CO2 se redujeran
un 7’6% anual. Eso quiere decir que de aquí a 2030 tendríamos que reducir las
emisiones un 55%. Como comenté, con la tecnología que tenemos hoy en día y en
tan breve lapso de tiempo, eso no es posible si no va acompañado de una
disminución del consumo de energía de un tamaño semejante, quizá no del 55%
pero desde luego no lejos del 40%. Piensen que la Gran Recesión supuso una
caída (momentánea) del consumo de energía global del orden del 8%; aquí estamos
hablando de cinco veces más y además con carácter permanente. Es difícil
imaginar la magnitud de la contracción de la actividad económica que sería
necesaria para conseguir tal objetivo, pero eso es a lo que deberíamos de
aspirar. Eso solo tiene un nombre, por más que se quiera ocultar:
decrecimiento. Una periodista asistente quiso que cada uno de los miembros de
la mesa (éramos ocho) dijéramos qué, concretamente, propondríamos a los
políticos para hacer frente a esta crisis de sostenibilidad. Seis de nosotros
lo dijimos con toda claridad: decrecimiento. Ésa es la realidad, no solo
necesaria pero inevitable. Ésa es la verdad que se esconde cuando está a la
vista de todos”. Turiel, “Escondida y a la vista de todos”, op. cit.
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El problema no
es que el capitalismo sea un sistema fallido –lo es. El problema es que, en su
fallo, se lleva el mundo por delante.[1] Si
hay seres humanos en el siglo XXII –lo cual, por desgracia, está lejos de ser
obvio–, las elites políticas y empresariales de hoy serán juzgadas con el mismo
horror con que contemplamos nosotros a los criminales de guerra y genocidas
nazis juzgados en Núremberg.
[1] Una buena reflexión al
respecto en George Monbiot, “Atrévete a dar por muerto el capitalismo antes de
que nos mate”, el diario.es, 26 de
abril de 2019; https://www.eldiario.es/theguardian/Atrevete-dar-muerto-capitalismo-mate_0_892411706.html
. El texto comienza así: “Durante la mayor parte de mi vida adulta me he
opuesto al ‘capitalismo corporativo’, al ‘capitalismo de consumo’ y al
‘capitalismo del amiguismo’. Me tomó mucho tiempo caer en la cuenta de que el
problema es el sustantivo. Mientras que algunas personas han rechazado el
capitalismo alegre y rápidamente, yo lo he hecho lentamente y con reservas…”
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¿Quién quiere oír hablar de contracción
económica?
Para no tocar
los beneficios del capital y la rentabilidad de las “inversiones” de los
rentistas, se arriesga la completa destrucción del mundo. “Esto no da más de
sí” sería el resumen informal con que cabe concluir los debates entre
desarrollismo y decrecimiento a lo largo de los últimos decenios. Pero en el
intento de seguir creciendo, destruimos la biosfera terrestre –y la atmósfera,
y la geosfera, y la hidrosfera, y la criosfera… Degradamos trágicamente a Gaia.
“Diseñar el futuro”,
“expertos en crear un planeta mejor”, “sostenibilidad siempre”… la lírica con
que el poder capitalista endulza la destrucción del mundo. En una de tantas
páginas de publicidad corporativa con que las grandes empresas intentan su greenwashing (lavado de cara verde) lee
uno toda esta sarta de imperativos: “Reutiliza y recicla. Cuida el agua.
Conecta personas. Apuesta por la innovación. Consume responsablemente. Respeta
la biodiversidad. Promueve la eficiencia. Impulsa la investigación. Mueve
talento. Usa energía limpia. Fomenta la economía circular. Trabaja en red.
Emprende sostenible”, etc. No se trata sólo de que el funcionamiento ordinario
del capitalismo, sobre todo en la variante de capitalismo clientelar
neocaciquil que prevalece en nuestro país, discurra en sentido contrario a toda
esta ristra de buenos consejos (y por consiguiente los esfuerzos individuales
de muchas personas bienintencionadas choquen contra barreras sistémicas más
pronto que tarde). Ocurre además que el paradigma de “desarrollo sostenible” y
“capitalismo verde” en el que se sitúan esos imperativos se ha quedado ya muy,
muy viejo –en apenas un cuarto de siglo de
recorrido.
Jorge Riechmann. Simbioética. Plaza & Valdés. 2022
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