Confieso
ya sin rubor, aunque reconozco que algo tarde, recordando incluso mi alegría,
siendo aún casi escolar, de leer a Ennio Flaiano, entonces guionista de cine,
anunciar que Franco iba a permitir a Editorial Aguilar editar las Obras
Completas de Lorca, —cuando al mismo tiempo escribía, y como si ambas cosas
tuviesen relación, que los autobuses de Madrid acababan de colocar un cartel
para pasajeros advirtiendo “¡Atención, frenos potentes!”—, que yo nunca pude
con Lorca, Federico García Lorca, asesinado en 1936 por maricón, palabra sin
polisemia ni sinónimos valiosos en la época, exclusivamente por maricón a
secas, a manos de maricones de un subconsciente de mostrencos analfabetos.
Leímos
de él, curiosamente nunca a escondidas como no se podía leer a Sender o a
Barea, lo que nadie necesitaba ocultar, y recuerdo en mí una ausencia de
emoción propia de quien odiaba a la Andalucía cobarde donde me obligaban a
vivir, una tierra de gitanos, asesinos, guardias civiles reconvertidos desde
carabineros republicanos, y castañuelas. Yo no podía con Lorca porque no podía
conque él cantara todo eso, una Andalucía que culturalmente, al menos en el
cine y el teatro, dominaba a toda la España que a mí me apestaba. Y entonces di
con una frase de Juan Ramón, poeta que yo sí entendía y que sentía ahí al lado
de mi casa, una frase luminosa referida a Lorca: Poeta de guitarra y
pandereta, y comprendí que debería separar a Lorca de su fama de asesinado
por fascistas, que no sé si sabían qué es eso, y que tanto daba que por
anarquistas o borrachos o por los millones de brutos de repente soltados a la
calle un 18 de julio, y olvidarme de su andalucismo brillante y digno de cambio
para quedarme, en todo caso, y hasta que tuviera más cultura para saber si
acertaba, con su viaje por Nueva York, donde los maricones eran diferentes
porque ni siquiera se llamaban así. No tengas miedo de mi cuerpo, cantaba
en alta voz valiente uno de aquella tierra que creo yo que le daba envidia.
¿Que
misterioso fenómeno era que en clases de Formación del Espíritu Nacional en un
instituto de Segunda Enseñanza se citara con elogio a Lorca? El desconcierto me
aturdía, y ya es mejor olvidar haber leído por casualidad a Bernarda Alba
y a Madre Coraje, las neuronas se desorganizaban. ¿Sería porque en Lorca
no hay mujeres vestidas de color sino de luto, y todo era luto en mi infancia,
o porque leyendo a Lorca uno no sentía deseo de cambio sino una especie de estupor
ante la fortaleza de sus mujeres tan desagradables y tan falsamente libres para
opinar de cómo hay que actuar en defensa de la tradición y con terror ante lo íntimo?
El
mito Lorca nos aturdía a los hijos de rojos y a los niños con familiares
asesinados por curas porque habían luchado por cambiar paisajes y paisanajes
que Lorca elevaba a lo sublime que a mí más me repugnaba, machismo, virginidad,
madres autoritarias como de obligación de ir a misa, defensa de familias
compuestas de analfabetas, tradición
como tesoro a conservar, el arte sublime de la obediencia debida porque lo
mando yo, la moral que no era ética sino superstición casi gitana, la religión
intocable, eso llamado la honra que era palabra que sonaba como descompuesta
extraída de teatro antiguo, y el honor, lo más valioso y bueno, siempre un
concepto de lo bueno y de lo de siempre, que coincidía plenamente con los
policías que detenían a mi padre y a los guardias civiles que disparaban y
luego preguntaban a un maquis en la lluvia. ¡Y a teñirse el vestido de negro! “En
ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle”.
Su lectura me desconcertaba.
Me
parecía el escritor asesinado, y era yo sólo aprendiz, un autor de enorme
brillo, brillo de lentejuelas y caracolillo sobre la frente, defensor de
quienes yo era entonces incapaz de comprender, los de las viejas muy buenas costumbres, y nada en
él me cuadraba. Y es que yo robaba libros, y leía a escondidas en mi francés
paupérrimo, a uno llamado Beaudelaire y a otro llamado Rimbaud, y a Neruda y a
Juan Ramón, aunque se odiaban, señal de
que la disidencia no obligaba a navajazos, y Lorca me parecía un monigote
maltratado preparado para pasear entre gritos de elogios, como una Virgen del
Rocío engalanada de oropeles hasta no poder con tanta carga.
Andaluz
creador original gracioso y triste, transformado, sepultado y oculto con mérito
de mito reinventado, el cadáver más glorioso de la matanza permanente, tan
glorioso que su extensa tumba hasta emociona, desinteresa a los cobardes y
tiene el valor de mito. Y al leerlo, sin miedo y ya no a escondidas porque
estaba permitido, aunque solo fuese a medias, costumbre de los miedosos, ¡pero
ten cuidado con leer a León Felipe, Cernuda o Bertolt Brecht!, no me parecía ya
escritor sino mártir, un santo más. Decían los muy exagerados que en la toma de
Barcelona habían quemado 75 toneladas de libros. Los suyos no.
Cielo
azul/ campo amarillo./ Monte azul, /campo amarillo. /Por la llanura desierta
/va caminando un olivo. /Un solo olivo.
A
mí queridísimo Luis Buñuel, escribió.
Y
Buñuel, que lo recibió como elogioso regalo piropo, quizá por su cumpleaños,
español que por decir lo que sentía tenía fama de salvaje o que aún no había
aprendido a ocultar, como había hecho en Las Hurdes, Tierra sin pan
llamaba él, dice sincero: “esto es malísimo, y, pam”, cuenta después,
Lorca que se titula poeta en todas partes, “se va enfadado”. “Adiós,
señores”, dice triste incomprendido, porque ha de escribir sobre gitanos
y guardiaciviles, sobre toreros, sobre mujeres tristes a las que no ha
entendido nunca, sobre gruesas puertas que se cierran, sobre machos con
navajas, sobre lo flamenco con sombrero cordobés o granaíno, si eso
existe. Poeta de guitarra y pandereta, lamenta ese poeta que ya huye poniendo
un océano por medio presagiándolo todo:
La
vida ha puesto enfrente de mi desilusión
un
carnaval de sangre.
García
Lorca es vivo o muerto el más ilustre de los andaluces, el símbolo más claro de
la crueldad fascista, el estandarte del marxismo iletrado, muerto, un muerto,
el más famoso muerto para orgullo de partes, la puntada de hilo que une a los
dos bandos.
La
señal imborrable del espanto y de lo que somos y volvemos a ser una vez y otra
vez y otra vez.
“Los
andaluces hablan; pero luego…” dice un personaje de Mariana Pineda.
Antonio
Santos Barranca
De
Diario nocturno.
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