La desazón que hoy viven los
intelectuales por la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan[1]
no merece ni un segundo de preocupación. Están ellos inquietos porque, por
primera vez, el Premio de la Academia Sueca no ha ido a parar a un escritor,
sino a un músico. Andan trémulos porque, por primera vez –y esperan que no
sirva de precedente- el Premio de las Letras recae sobre la cultura popular, no
sobre la libresca y erudita. Preocupados se muestran porque -¡escandaloso!- las
honras recaen sobre el juglar, y no sobre el clérigo.
Sara Danius, secretaria de la Academia
sueca, habrá vivido su minuto de gloria al pronunciar el nombre de Dylan,
explicando que el galardonado “cambió como nadie el concepto de canción popular
en el siglo XX, añadiendo una particular dimensión poética a la música
cantada”. No deja de ser –y lo lamento- una pijada otorgar el Nobel de
Literatura a un sujeto que factura millones de dólares al año y que representa
muy emblemáticamente un negocio, el de las discográficas.
Si la Academia sueca hubiese querido
verdaderamente encumbrar la literatura popular hubiera otorgado su Premio no a
Dylan (ni a ningún otro de los que hoy reivindican los indignados), sino, exaequo, a todos aquellos hombres y
mujeres que actualmente mantienen (creando, re-creando, transmitiendo) la
canción anónima. Son legión, están en todas partes, cantan en todas las lenguas
y representan, cada uno de ellos, la voz y la poesía necesaria para el hombre
“como el pan de cada día” (Gabriel Celaya).
La contracultura ni nace en los sesenta
(del siglo XX), ni nace con Dylan, ni nace en el Greenwich Village, como ha
afirmado Sara Danius. La contracultura vive a pesar de la Cultura desde hace
siglos. Empezó a vivir en España, por ejemplo, con la poesía burlesca de los
moriscos y conversos, arrinconados en su inteligencia por la sangre vieja de la
erudición tridentina; siguió viviendo, a rastras, con la voz poética de los
exiliados del siglo XIX y del siglo XX; continuó respirando con la poesía
social que intentaba asfixiar el franquismo; y pervive aún en la música y en
los versos callejeros de toda la tierra. Esa contracultura, la verdadera, la de
los pobres, sí merecería un Nobel.
Resulta cobarde y timorato, por lo demás,
colgarse medallas de defensa de la poesía popular cubriendo de méritos a
alguien –Dylan- que abandonó el folk por el pop “maravillado –según sus
declaraciones- por el ímpetu desenfadado y juvenil de los Beatles”. Y es,
cuando menos, cosa de pazguatos creer a estas alturas que una literatura
verdaderamente contestataria puede tener eco en un mundo tan vulgar, televisivo
e inculto como el que vivimos.
El Nobel de Literatura de 2016, en fin,
no sorprende. Retoma sus fueros casposos y sus dudosos intereses, los mismos
que llevaron al Premio a figuras tan mediocres como José Echegaray o Camilo
José Cela. Intenta, eso sí, dar el campanazo e ir “con los tiempos”, ser
contracultural. Pero, para eso, la Academia sueca tendría que haber tenido la
valentía de conceder su Nobel de Literatura a los Bee Gees.
[1] Este artículo fue
publicado en CaoCultura el 14 de
octubre de 2016.
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