Velázquez estaba desesperado, era
imposible que la infanta Margarita permaneciese quieta un momento mientras
posaba para el cuadro. Se dice que al Pintor de la Corte no se le ocurrió mejor
idea que contarle un cuento a la niña (de unos siete años, entonces) y es
probable que el cuento fuese el de Caperucita
Roja y que el mastín que aparece a la derecha de Las Meninas encarnase, en aquel contexto, al Lobo, pasando el
narrador por alto “la belleza sin vanidad, la fortaleza sin soberbia y la
valentía sin ferocidad” con que finalmente lo retrató.
Nada de esto es improbable. Por el siglo
XVII Caperucita Roja andaba ya por la
tradición oral europea, aunque no fue hasta 1697 cuando la versión impresa de
Charles Perrault concedió al cuento categoría
literaria e impulsó la enorme popularidad que ha alcanzado. La Caperucita de Perrault dibuja a una
protagonista extremadamente inocente, no advertida por su madre de los peligros
del bosque; se cuenta allí que la niña, al llegar a casa de su abuela, confía
en las palabras del lobo disfrazado y, obediente, “se desviste y se mete en la
cama”; las palabras finales del cuento son: “Y diciendo estas palabras (para
comerte mejor), este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la
comió”.
En 1815 los hermanos Grimm publicaron una
versión profundamente modificada que, incardinando el cuento en una nueva
tradición oral, es la que se ha ido imponiendo hasta hoy. Esta Caperucita es
transgresora (desobedece las advertencias de su madre), a pesar de lo cual se
salva, pues la milagrosa irrupción del cazador en la escena final permite que
la niña y su abuela salgan del vientre del lobo y que éste, con su cuerpo lleno
de piedras, acabe su vida en el fondo del río.
Quisieron así los Grimm tranquilizar a
las niñas desobedientes que no hacen caso a los consejos maternos y, con ello,
aminoraron mucho la explosiva mezcla de “terror, magia, obsesión por el sexo,
muerte, incesto, violación, pedofilia, canibalismo, voyerismo y fetichismo” de
la tradición más antigua, según nos cuenta el escritor Gabriel Janer Manila,
confeso coleccionista de Caperucitas,
de la que acumula casi dos mil versiones en su biblioteca.
Los Grimm –y, con ellos, todo el
folklorismo del siglo XIX- entendieron así su labor de rescate y difusión de la
literatura tradicional: como una tarea de depuración, estilización y lima de
impurezas y, en consecuencia, tarea de perfil dirigista y manipulador, pues
hurta al niño oyente el verdadero conflicto y anula en buena medida la utilidad
del cuento. “Nos guste o no, los niños necesitan el conflicto, enfrentarse a la
verdad, para ser capaces, ya adultos, de reconocerla”, argumenta al respecto
Antonio Rodríguez Almodóvar.
Como en el siglo XIX, la manipulación del
folklore ha tenido momentos intensos. Entendido como herramienta pedagógica por
sistemas totalitarios (de izquierda y de derecha), el folklore –objeto
estrechamente ligado a los nacionalismos y otros ismos, no lo olvidemos- ha servido para dirigir conductas, prohibir
derechos, velar realidades, encadenar libertades y proclamar pecados. Hoy por
hoy, ese afán de controlar el texto folklórico está, por ejemplo, en las muchas
voces (con frecuencia institucionalizadas) que condenan los cuentos de hadas por transmitir
arquetipos sexistas o ser en exceso dramáticos para los niños. Como los Grimm,
no quieren reconocer la existencia verdaderamente feroz del lobo, y –empeorando
a los Grimm- tampoco quieren admitir la posibilidad de un príncipe azul. Ya no
hay, pues, ni sueños ni pesadillas.
Sólo cinco años después de ser retratada
en Las Meninas, la infanta Margarita
fue obligada por su padre, Felipe IV, a contraer matrimonio con el emperador
Leopoldo I, veinte años mayor que ella. A los 22 años, Margarita Teresa de
Austria murió por sobreparto de su cuarto hijo. ¿Qué versión de Caperucita Roja le contó Velázquez?
María Jesús Ruiz. Un mundo sin libros. Ed. Lamiñarra. Pamplona, 2018
¿Cómo sería un "Caperucito Rojo y la Loba"? Tal vez alguien debiera escribirlo.
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