Soy el dueño del Volvo
La sentencia aristotélica con que Juan
Ruiz, Arcipreste de Hita, principiaba su hermoso Buen Amor ha caducado: “Aristóteles dijo, y es cosa verdadera, /
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera, / por el sustentamiento, y la
segunda era / por haber ayuntamiento con hembra placentera”. Parecía
imperecedero el aforismo pero el siglo XX –como ya augurara Enrique Santos
Discépolo- acabó con él.
Avanzado ya este (de antemano) devastado
siglo XXI, el que aparca en la zona colindante a la tuya del garaje comunitario
no se identifica como “soy el vecino de…”, “el marido de…” o “fulanito, el que
trabaja en…”. No. Si aprecia una levísima rozadura en la trasera de su coche te
llama por teléfono y te suelta: “Soy el dueño del volvo”. Tú te quedas
perpleja. ¿Qué es un volvo?, te preguntas mientras él va entrando en detalles
(arrasadores) que tú sospechas te hacen culpable de algún drama irreparable. Él
continúa argumentando en tono airado y tú, poco a poco, comienzas a advertir
que convives con hombres que no trabajan ni por sustentamiento ni por hembra
placentera, al menos no como prioridad, sino por el volvo, que sigues sin
comprender qué es, pero que intuyes que significa poder y superioridad (en
relación a tu falta de poder y a tu inferioridad, claro está).
Sin duda estoy fuera de este siglo porque
más o menos en los mismos términos se expresaba un honrado vecino de un
conjunto residencial en el que me alojé el último verano: ante mis quejas
(educadas) por sus ruidos insoportables me desafió (de forma no educada) al
silencio, argumentando que yo no tenía derecho alguno a chistar puesto que no
era propietaria. Lo mismo, como digo: tú no tienes un volvo, te callas; tú no
eres propietaria, te callas.
El triángulo formado por la familia, la
propiedad privada y el estado (créame que lo lamento, Engels) ha dejado de ser
equilátero. Y no porque alguna canción de la Nueva Trova Cubana sustituyera el
Estado por el Amor (créame que lo lamento, Silvio Rodríguez), sino porque un
único vértice ha absorbido a los otros, se ha adueñado con un voraz apetito
centrípeto de todo lo demás. Ya no hay triángulo, tres vértices sobre los que
reposar en equilibrio. Sólo un vértice, la propiedad privada, sustenta nuestras
vidas, sólo de él dependemos, sólo él administra nuestra felicidad y justifica
nuestras guerras diarias.
De los mapas que en la escuela nos
mostraban el mundo se nos quedaron grabadas a fuego sus fronteras, olvidamos
las montañas, los ríos y los mares, y ahí seguimos, creyendo que Andalucía
limita al norte con Castilla-La Mancha y al oeste con Portugal, creyendo que
Andalucía existe, en definitiva, y que esas líneas que perfilan Córdoba, Huelva
o Jaén señalan nuestra propiedad privada. Ahí seguimos, empeorado todo con el
estado de las autonomías, creyendo que los catalanes separatistas no tienen
derecho a hablar porque su parcela es parte de una urbanización que nos pertenece.
Y creyendo, claro está, que no tienen derecho a hablar en catalán, sustentado
esto último en que es un idioma que no comprendemos… Muy español eso: embestir
mientras se exige “hablar en cristiano”.
A tal punto llega la estafa de la
propiedad privada que hasta el feminismo más institucionalizado se lo ha
creído. De ese cruce bastardo entre propiedad y privacidad me parece que han
surgido los talleres, cursos, espectáculos y demás actividades que se anuncian
“sólo para mujeres”, como si sólo a las mujeres nos perteneciera el dolor y la
soledad, como si sólo nosotras tuviéramos derecho a restablecer una dignidad
que, al fin y al cabo, los malos gobiernos nos han quitado a todos y a todas.
Una dignidad que ahora únicamente puede adquirirse con la propiedad privada.
Merecen comprensión, al fin y al cabo,
estos seres humanos, porque trabajar para ser el dueño del volvo tiene una
pinta muchísimo más dura e ingrata que hacerlo por sustentamiento o por
ayuntamiento con hembra placentera.
Los conocidos
Quizás la diferencia entre una sociedad
culta y una inculta pueda comprobarse en cómo se trata a los desconocidos y en
qué uso se hace de los conocidos.
Las sociedades incultas rechazan lo
extraño, les aterra la otredad, desprecian al desconocido, así los indígenas
americanos que corrían asustados ante los primeros colonizadores españoles
montados a caballo, y así los propios colonizadores de aquélla y otras épocas,
que por lo común han procedido a exterminar al indígena hasta convertir el
territorio conquistado en territorio conocido.
En las familias de la Cosa Nostra –según todos pudimos
aprender en películas como El Padrino
(1972) o Uno de los nuestros (1990)-
se decide sobre quién vive y quién muere según sea, respectivamente, conocido o
desconocido: “Nunca vuelvas a decir lo que piensas a alguien que no sea de la
Familia” (Don Corleone a Sonny); “Para ser miembro, había que ser cien por cien
italiano y tener parientes en la madre patria. Era el honor más alto que
ofrecían. Quería decir que pertenecías a una familia. Quería decir que nadie
podía meterse contigo. Y, además, que podías meterte con todos a menos que
fuese un miembro.” (Henry Hill).
La confianza en los desconocidos suele
apreciarse como peligrosa o, en el mejor de los casos, reveladora de una
inocencia loca, temeraria y ególatra (“Siempre he confiado en la bondad de los
desconocidos” suspira Blanche Dubois en Un
tranvía llamado deseo). En cualquier caso y por lo general, la confianza en
los desconocidos emerge de una moral agudamente individualista, ajena a los
consejos en los que nos han educado. Una hermosa película de la que no recuerdo
el título y que trata de encuentros y desencuentros azarosos en una terminal de
aeropuerto culmina con esta cita: “Si te encuentras con un desconocido, sé amable
con él, puede venir de un profundo sufrimiento”.
En muchos países europeos las personas
que comen en un restaurante no tienen reparos en compartir mesa con
desconocidos y cuando esto ocurre las conversaciones entre los conocidos se
desenvuelven suaves y acalladas, sin superponerse ni mezclarse con las otras
conversaciones. En otros países menos europeos tal práctica difícilmente se
tolera y hasta se hace ostentación de ello, argumentando que no habría
inconveniente en hacerlo si el que se ha quedado sin mesa fuera conocido. Esto
último, claro está, ocurre en países donde se predica popular y casposamente
que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”.
Las sociedades más incultas están
gobernadas por políticos que procuran tener conocidos entre sus asesores y que
procuran también poner por delante a conocidos en las bolsas de empleo y en las
baremaciones de exámenes destinados a ocupar un puesto de trabajo. Es un
argumento que se esgrime como indiscutible y con el que se suele poner en un
compromiso al correspondiente jefe (normalmente conocido), apelando al dislate
que supondría incluir a un desconocido en la empresa o institución.
El poder, en las sociedades menos cultas,
suele medirse por la cantidad –y calidad- de conocidos que cada uno tenga, a
despecho del ideario o de los principios. Conocí a un poderoso catedrático de
universidad que se decía republicano y exhibía en su despacho una fotografía
suya acompañado de Juan Carlos I que te mostraba con orgullo mientras te
advertía que tu carrera académica –a la vista de las evidencias- estaba,
primero, en sus manos y, en un segundo término, en tus méritos.
Quizás sirva de baremo, sí, esto del uso
y trato de los conocidos y desconocidos. Probemos a aplicarlo, a ver en qué
clase de sociedad vivimos.
El patrimonio y la humanidad
La defensa a ultranza de todo lo que
huela a patrimonio se ha convertido en un asunto popular e incuestionable.
Quién lo iba a decir. A día de hoy ricos y pobres, letrados e iletrados,
mujeres y hombres de todas las edades y de todas las clases manejan con
desenvoltura y armados de fundamento expresiones como “patrimonio cultural
inmaterial” o “conservación y puesta en valor del patrimonio”; con el mismo
desparpajo y firmeza que los políticos más panfletarios y apresurados salpican
sus mecánicos discursos con los señuelos feministas de “visibilidad”,
“empoderamiento” o “igualdad”.
Expongo una reflexión que me he hecho
muchas veces en el transcurso de entrevistas sobre tradición oral. Las mujeres
–sobre todo las mujeres-, al cantar tal o cual canción o romance guardado en
algún rincón de su memoria, han recordado cómo antaño usaban ese texto para
hacer más llevadero el hastío de la costura, del lavado, de la plancha y de
tantos y tan ingratos quehaceres domésticos. Ese frondoso patrimonio,
efectivamente, ya no está vivo, y siendo honestos habría que añadir que
afortunadamente es así. Porque lo cierto es que buena parte de las tradiciones,
ritos, prácticas, saberes, oficios y demás elementos etnológicos a los que
reconocemos valor patrimonial vivieron asociados a unas condiciones de vida
precarias, a un mísero analfabetismo y a una estructura social y familiar
plagada de esclavitudes y desigualdades.
Desde tal hecho, debería resultarnos poco
honrado valorar sin más el patrimonio cultural como algo que hay que conservar
a cualquier precio. Sería tan desatinado como si un arqueólogo que descubre
evidencias de un anfiteatro romano bajo un hospital comarcal construido hace
cinco años exigiera a la Administración derribar el hospital, dejando sin
asistencia médica a cien mil personas para permitir así la contemplación del yacimiento milenario.
Me contaron hace poco que en la
centenaria procesión extremeña de “los empalaos” ya es muy difícil contar con
devotos voluntarios que se presten a padecer las terribles secuelas de tener su
cuerpo aprisionado por sogas durante horas. Perdida la fe en el sacrificio y la
penitencia (que para eso nos han hecho creer que vivimos en el estado de
bienestar), al parecer el ayuntamiento paga a alguien que lo necesita para que
se someta a la tortura. Así el patrimonio se conserva, los turistas siguen
aplaudiendo el espectáculo y el alcalde abona la factura del empleado-empalado
justificando el gasto como “una cuestión de humanidad”. Apelar, pues, a la
humanidad para vaciar de contenido un patrimonio que, pese a no tener ya
sentido ritual, se quiere seguir comercializando como Patrimonio de la
Humanidad. Todo queda justificado por una antigüedad que se cifra
incuestionable y que indefectiblemente resuelve la irracional ecuación de lo
antiguo = lo valioso.
A ese postulado se adhieren quienes se
rebelan contra la extinción de la tortura de animales en fiestas, regocijos y
demás jolgorios públicos. Claman al cielo y se lamentan de la destrucción del
patrimonio que supondría el que se dejaran de arrojar una cabra desde el
campanario, de cortar el cuello a un gallo colgado por las patas de una cuerda
o de incendiar con bengalas los cuernos de un toro que corre aterrorizado por
entre las calles empedradas de un pueblo blanco con arquitectura patrimonial.
Y así se nos colma el orgullo de
pertenecer a la Humanidad cuando la UNESCO proclama Patrimonio de la Humanidad
a alguna de nuestras fiestas bárbaras, sin pensar por un momento que el
mantenimiento de ese supuesto patrimonio pasa por desproveernos de cualquier
resquicio de humanidad.
Marichú es mujer sabia y una gran contadora de historias.
ResponderEliminarEn cuanto a la barbarie de fiestas populares y todo su casposerío fanático religioso, creo que tiene mucho que ver el turismo. Tras 40 años de supuesta democracia, deberíamos habenos deshecho ya de muchas malas tradiciones y deberíamos habernos modernizado. No sólo no lo hemos hecho, sino que se aumenta cada año para usarla como carnza para atraer turista. Spain in different, ya se sabe.
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