Recuerdo que vi esta película en inglés en el piso de un amigo exiliado a Irlanda para buscar trabajo. Había estudiado Químicas en Sevilla y ahora trabajaba en una cafetería instalada en un sótano, antigua carbonería reformada al efecto. Hay que tener poca vergüenza y mucha necesidad para cambiar la guasa de Los cantores de Hispalis por el chiribiri de Dublín. Estuve cinco días y me sobraron cuatro. Creo que al quinto me habría lanzado desde el inmenso ventanal de ladrillo por el que no entraba más que tristeza.
Uno piensa que hay pocas ciudades más lamentables que Dublín. Pocas ciudades le han sacado más partido a sus zulos, quizá Cracovia, pero la ciudad polaca tenía una belleza lúgubre. Un cirio en cada mesa y suelos de madera del XIX, atractivo para turistas y comerciales de extintores.
En otras mentiras escribí que Irlanda tiene muchos nobeles de escritura porque es lo único que puedes hacer allí. En cuanto venden un libro se piran, claro. Dublín, en definitiva, no ofrecía más que tardes de manta y sofá, una vez visto el Trinity College.
Todavía veinteañero y con compañeras de piso, lo normal es acabar viendo porno con cerveza. Aquel sevillano puso una lamentable película donde Silvestre Stallone se iniciaba en el cine al estilo Poli Díaz. A él, aquello le hacía mucha gracia, creo que por un rubor maltratado. Al quinto proyectado me rebelé por no revelarme como un asesino en serio.
“Ahí tienes el taco de las películas”, me dijo encarado por no encontrar divertida la enésima empollada de Stallone.
Antes del Pendrive y el Disco Duro externo, hubo una época en que las películas rulaban en CD o DVD hasta los portátiles de los estudiantes que aplacaban así, la falta de dinero para ir al cine. Pasando los cedeles como si fueran cromos encontré la película de Loach, al que ya conocía por Tierra y libertad.
El director británico demuestra cómo el panfleto puede resultar. Que en cine, como en todo, solo hay calidad o bodrio. Loach viene de Miguel Hernández, pero sin llegar a César Vallejo. A veces se pone urbanita en plan antiTatcher y se sale, pero lo que de verdad tiene es pellejo británico, esa piel mortecina de turista en Benidorm comiendo paella sin alterarse. Hay en Loach un brigadista de la horchata.
Sus guiones los suele firmar Paul Laverty al que pescó Icíar Bollaín como marido durante el rodaje de Tierra y libertad. La Bollaín sabía que de eso no había en España y que si quieres llegar a ser alemán hay que empezar por casarse con un inglés y así sucesivamente.
Laverty como guionista que es, tiene culpa de que le dieran la Palma de Oro en Cannes a este peliculón. Ya había demostrado su valía en Mi nombre es Joe donde Peter Mullan recibió otra palmada. Con Felices dieciséis la palmada se la dieron a él.
Laverty matrimonia con Bollaín, pero él está casado con Ken Loach, porque escribir hace la vida y a Icíar la encontró en un rodaje. Con El viento que agita la cebada Paul tuvo su mejor hijo. Ya sabemos que la mentira del cariño se rompe a poco que toquemos el lenguaje. No se quiere igual porque se quiere diferente. PL quiso más al viento porque le salió toda la lírica necesaria para tratar la lucha de una forma poética.
Según se desarrolla la película nos damos cuenta que el tema es lo de menos. Que puede ser Irlanda y el IRA como ETA y Euskadi. Que lo mismo da Méjico y el EZLN que el Estado Islámico e Irak. Aquí Loach demuestra la esterilidad de la lucha. Del precio que hay que pagar por la ingenuidad del cambio. Que la ideología es un viento que agita la cebada que alguien cortará para volver a brotar irremediablemente.
Que nadie espere soluciones. Aquí Loach muestra una realidad subjetiva (“somos subjetivos porque somos sujetos” decía Bergamín) donde unos se conforman con la bandera, otros tienden al martirio de la pistola y otros a la mística del escaño.
A veces, recuerda a la crudeza de Paradise now. Otras, evoca a Lucio con sus cojones por fuera. Otras, al olvidado premio Nobel de Literatura Subcomandante Marcos.
La editorial Txalaparta, tan incorrecta siempre, ha publicado la autobiografía de Lucio Urtubia encargado de falsificar la documentación a Albert Boadella para salir de España tal y como cuenta el de Els Joglars en sus Memorias de un bufón. También publicaron la vida de Jaime Jiménez Arbe: Me llaman El Solitario; autobiografía de un expropiador de bancos, que interesa como thriller policiaco.
Otro thriller insólito fue el que propuso Pablo Martín Sánchez con El anarquista que se llamaba como yo. Hace unos años le premiábamos en Gervasia en el concurso de relatos.
Para enterarse bien de lo que es el compromiso basta echar un vistazo a los títulos de la editorial Virus y si alguien quiere saber lo que ha sido una cárcel que se lea el que firmó Xosé Tarrío, preso FIES por más señas.
A mí, con la cebada, se me va la olla.
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.
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