La paradoja máxima de la Modernidad occidental
Ya sea en positivo
(construir la sociedad buena) como en negativo (evitar el desastre),[1]
la cuestión no deja de planteársenos de forma lancinante: ¿hasta qué punto cabe
pretender controlar nuestro destino histórico?
Impotens, en latín, no significa
sólo desvalido o impotente –nos decía en un seminario la profesora Mª del
Carmen Patricia Morales–,[2]
sino también el sujeto poderoso que no logra controlar su poder. El aprendiz de
brujo que es el anthropos con su praxis, ¿es capaz de controlar las dinámicas autorreforzadas que resultan de esa
praxis –señaladamente la tecnociencia y el capitalismo? La respuesta
breve que hasta hoy nos da la historia de la Modernidad es: no, todo indica que
no lo es. Y no parece que haya ningún Hexenmeister para sacarnos del apuro.
Quizá lleguemos a
ver que la paradoja máxima de la
Modernidad occidental ha sido concebir
la idea de autocontrol del destino humano –la autoconciencia de la
Ilustración– al mismo tiempo que ponía en marcha dinámicas sistémicas (digamos
capitalismo y tecnociencia para abreviar) que imposibilitan esa autonomía colectiva.
Amarga ironía de la historia…[3]
Marx (en el volumen III del Capital)
señaló que el aspecto paradójico del capitalismo es que, a pesar del creciente
dominio técnico sobre muchos aspectos de la naturaleza, el nuevo orden
socioeconómico se presenta a los seres humanos bajo la forma de “leyes
naturales omnipotentes que los dominan sin voluntad y que se imponen frente a
ellos como necesidad ciega” y “resultan cada vez más incontrolables”. La mercantilización
creciente de las relaciones humanas supone un poderoso factor de emancipación
del individuo respecto a vínculos familiares y lazos tradicionales, pero esta
nueva libertad del individuo tiene una doble faz: la otra cara de la moneda era
“una nueva forma de sujeción a las leyes impersonales e incontrolables de la
valorización del capital”.[4]
Pablo Martínez nos
insta a dejar de ser meros espectadores de la catástrofe contemporánea, y
señala que “podría parecer que la imagen del presente no es otra que aquella de
lo sublime romántico, la de un caminante parado ente la inmensidad de una
naturaleza desbocada que no se puede controlar”.[5]
Pero no se trata de la naturaleza descontrolada, sino de la sociedad industrial
desbocada –y nos preguntamos con angustia si tenemos opción de ejercer alguna
clase de control.
El capitalismo
–hemos aprendido abriendo por el principio el libro primero del Capital– es una formación social fetichista. La economía se ha constituido como
una esfera separada, se ha desgajado del resto de las esferas sociales, y ha
terminado por dominar la totalidad de la vida humana –con consecuencias
nefastas: es un orden social caníbal (wendigo
o wetiko podríamos decir con los indios algonquinos)[6]
que finalmente se autodestruye –pero en el proceso se lleva el mundo por
delante. Con esa tremenda paradoja de haber llegado –con la Ilustración
europea– a la noción de un sujeto histórico activo capaz de dar forma a su
destino, y al mismo tiempo haber puesto en marcha potentes y autoaceleradas dinámicas
históricas “sin sujeto”.
El capitalismo es
el Gran Autómata. Ése es el descubrimiento decisivo de Marx, la razón por la
cual sigue siendo un autor para el siglo XXI –por más que se siga intentando
arrumbarle al desván de las antiguallas del XIX. Y, o bien somos capaces de
desactivar al Gran Autómata, o no habrá humanidad digna de ese nombre
(“humanidad” en el sentido normativo del término) y quizá no habrá ninguna
humanidad en absoluto (dado que nuestras posibilidades de autoextinción no parecen
precisamente pequeñas, ya sea por guerra nuclear o por degradación catastrófica
de la biosfera).[7]
[1] Así, el
autor ecomarxista sueco Andreas Malm, razonando sobre calentamiento global,
afirma: “Ningún pueblo antiguo se enfrentó a una misión histórica como la
nuestra: intervenir de manera consciente para evitar que esta civilización se
destruya a sí misma al destruir los cimientos sobre los que se erige cualquier vida
organizada” (El murciélago y el capital, Errata Naturae, Madrid 2020, p.
172).
[2] Seminario
sobre la Carta de la Tierra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM, 6
de marzo de 2018.
[3] Ésta era,
por ejemplo, la lectura histórica que en buena medida hacía Albert Schweitzer
de la Ilustración europea. Véase Decaimiento y restauración de la civilización, Sur, Buenos aires 1962, p. 13 y 52-54. (La edición
original en alemán es de 1923.)
Tiene mucho
interés la reflexión de Anselm Jappe (más abajo explicitaremos su concepción de
la crítica del valor): “El problema
no reside en el hecho de que la política no sea lo bastante ‘democrática’. La
democracia misma es la otra cara del capital, no su contrario. El concepto de
democracia en sentido fuerte presupone que la sociedad esté compuesta por
sujetos dotados de libre arbitrio. Para poseer una libertad de decisión semejante,
los sujetos deberían encontrarse fuera de la forma mercancía y poder disponer
del valor [generado por el trabajo abstracto en un contexto de intercambio
generalizado de mercancías] como de su objeto. Pero este sujeto autónomo y
consciente no puede existir en una sociedad fetichista. De él sólo pueden
existir fragmentos en vías de formación. El valor no se limita a ser una forma
de producción: es también una forma de conciencia. (…) Es una forma a priori en el sentido kantiano, un
esquema del que los sujetos no tienen conciencia porque se presenta como
‘natural’ y no como históricamente determinado. Dicho de otro modo, todo lo que
los sujetos del valor pueden pensar, imaginar, querer o hacer se muestra ya
bajo la forma de la mercancía, el dinero, el poder estatal, el derecho (…) Del mismo
modo que las leyes del valor se encuentran fuera del alcance del libre arbitrio
de los individuos, también resultan inaccesibles a la voluntad política.”
Jappe, Las aventuras de la mercancía, Pepitas de Calabaza, Logroño 2016, p. 143-144.
[4] Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona 2013, p. 328.
[5] Pablo
Martínez, “Algo más que espectadores del desastre”, prólogo a Emilio Santiago
Muíño, Yayo Herrero y Jorge Riechmann: Petróleo,
Arcadia/ MACBA, Barcelona 2018, p. 12.
[6] “Wetiko es una palabra
algonquina para un espíritu caníbal. Podríamos concebirlo como una
forma-pensamiento o un meme que se mueve impulsado por la codicia, el exceso y
el consumo egoísta (en el idioma obijwa se denomina windingo y, en el powhatan, wintiko).
Engaña a su anfitrión haciéndole creer que la canibalización de la fuerza vital
de los demás (otros en sentido amplio, incluidos los animales y la energía
vital de Gaia, el planeta) con el fin de lograr beneficio para uno mismo es una
forma lógica, sana e incluso moralmente digna de vivir. Cortocircuita la
capacidad del individuo de percibirse como una parte integral e
interdependiente de un medio ambiente equilibrado y eleva a la supremacía el yo
egoísta. Esto permite —de hecho, impulsa— a la entidad afectada a consumir
cualquier cosa y tanto como puede, mucho más allá de lo que necesita, en un
espejismo ciego y asesino de autoengrandecimiento. El autor Paul Levy en un
intento por traducir el concepto a un lenguaje accesible para el público
occidental, lo ha denominado ‘egofrenia maligna’: el ego desbocado de la razón
y de los límites, que actúa con la lógica malévola de una célula cancerígena.
En su libro clásico Colón y otros caníbales,
el historiador y académico nativo americano Jack D. Forbes describe cómo entre
muchas comunidades indígenas de Norteamérica era común la creencia de que los
colonialistas europeos estaban infectados de una forma tan generalizada y
crónica de wetiko que debía de ser
una característica definitoria de la cultura de la que procedían. Para Forbes,
mirando la historia de esa cultura, se hacía obvia una conclusión:
‘Trágicamente, la historia del mundo en los últimos dos mil años es, en gran
parte, la historia de la epidemiología de la enfermedad wetiko’.
La cuestión es que la epidemiología de la cultura wetiko ha dejado marcas, y aunque no
puede ser tratada como una patología que sigue líneas geográficas o raciales,
la cepa cultural que conocemos, y que sustenta el capitalismo consumista contemporáneo,
es evidente que muchas de sus raíces más profundas parten de Europa. Fueron,
pese a todo, proyectos europeos —desde la Ilustración a la Revolución
Industrial, pasando por el colonialismo, el imperialismo y la esclavitud—, los
que desarrollaron la tecnología que abrió los cauces para facilitar la
expansión de la cultura wetiko en
todo el mundo. Así, la cultura wetiko
nació —aunque no necesariamente en primer lugar o único— en la Media Luna
fértil [de Oriente Medio], se consolidó y maduró en Europa y fue llevada al
llamado Nuevo Mundo a través de los comportamientos, gestos, condicionamiento y
lenguaje de los exploradores e invasores europeos. A partir de estas tempranas
raíces se desarrollaron las manifestaciones materiales: instituciones, arte y literatura,
arquitectura, escuelas, medios de comunicación, empresas y gobiernos: todos los
sistemas, las estructuras y las prácticas que componen las sociedades modernas.
De esta forma, todos somos herederos del colonialismo wetiko.” Martin Kirk, Jason Hickel y Joe Brewer: “¿Cambiar de forma
radical o no cambiar? Cultura, poder y activismo en un mundo convulso”, en el
informe Estado del poder 2017 publicado
por el Transnational Institute y Fuhem Ecosocial, p. 6; https://www.fuhem.es/media/ecosocial/file/Estado-del-poder-2017/4.Cambiar-Estado-del-poder2017.pdf
[7] Hay otras opiniones, desde luego. “No nos vamos a extinguir (y menos por el cambio climático)”, tuitea Andreu Escrivá el 29 de octubre de 2022 (https://twitter.com/AndreuEscriva/status/1586414712656482304 ). A mí me llama la atención el determinismo con que se exhibe esa certeza…
Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad. (y sobre los conflictos en el ejercicio de las libertades en tiempos de restricciones ecológicas). Ed. Icaria. 2023
No hay comentarios:
Publicar un comentario