Epílogo: ¿progreso?[1]
Hoy, como ayer, es mucho lo que se exige a una población mundial
mayoritariamente joven. Aceptar las convenciones de la sociedad tradicional
significa ser menos que un individuo. Rechazarlas implica asumir una carga
insoportable de libertad, en condiciones muchas veces claramente
desalentadoras. En consecuencia, dos fenómenos muy notorios en la sociedad europea
del siglo XIX –la anomia (…) y la violencia anarquista– están hoy
increíblemente generalizados. Actualmente, ya sea en la India, en Egipto o en
EEUU, vemos la misma tendencia de los decepcionados a rebelarse, y de los
confusos a buscar refugio en la identidad colectiva y en fantasías de una nueva
comunidad.[2]
Pankaj Mishra
Nos creímos el cuento del progreso, el desarrollo, las décadas de paz y
las promesas de reconciliación final en un mundo único, a imagen y semejanza de
las utopías del capitalismo occidental. Más que descubrir nada nuevo, más bien
empieza a ser imposible e indecente seguir engañándonos.[3]
Marina Garcés
¿Qué soluciones hemos encontrado, pese a nuestro nuevo conocimiento tecnológico
y psicológico y nuestros nuevos grandes poderes, excepto la antigua
prescripción defendida por los creadores del humanismo (Erasmo y Spinoza, Locke
y Montesquieu, Lessing y Diderot): razón, educación, responsabilidad y, sobre
todo, conocimiento de uno mismo? ¿Qué otra esperanza hay –o ha habido alguna
vez– para los seres humanos?[4]
Isaiah Berlin
Es momento de parar,/ o nos entregamos al amor universal/ o nos entregamos
al suicidio colectivo.// ¿Aún se pueden coger estrellas con la mano?/ Depende de
para lo que tú vivas,/ los martes pueden ser domingos.[5]
Antonio Orihuela
1
¿Sabría usted
reconocer una trampa del progreso si la tuviese delante de los ojos?
Quizá no haya otra
pregunta más importante hoy para nosotros, los habitantes del tercer planeta
del Sistema solar, en el tercer decenio del siglo XXI.
2
Al final de esta
reflexión volveremos a la cuestión de las trampas del progreso. Pero veamos
antes cuál es la visión convencional del progreso que aún hoy, de manera
estupefaciente, sigue hechizando a nuestras sociedades. Puede servir para ello
un artículo de José Ramón Lasuén, catedrático (emérito) de Teoría Económica y
presidente del Club de Roma/ Aragón:
El progreso que hay que alcanzar en las dos próximas
décadas para salvar al mundo del estancamiento o de la implosión no lo puede
llevar a cabo fundamentalmente EEUU, como hasta ahora, porque está exhausto.
(…) El liderazgo de ese impulso, aún por decidir, habrá de ser occidental,
encabezado por Europa. Hay acuerdo, en cambio, acerca de cuál debe ser su
contenido: la maduración y el desarrollo de la informática, de la inteligencia
artificial y de la robótica constituirán su núcleo hasta el final de la primera
mitad del siglo. Pero también destacarán la ciencia y la tecnología cuánticas,
fundamentos de la nanotecnología y la biotecnología, que madurarán en su
segunda mitad.[6]
Impresiona
constatar cómo gente tan lista, en el segundo decenio del siglo XXI, sigue
escribiendo como si nos hallásemos en la segunda mitad del XIX: cifrando las
perspectivas de avance humano en un desarrollo tecnológico explosivo cuya condición
principal, no advertida, es la existencia de una “Tierra plana” (un mundo
imaginario capaz de suministrar cantidades infinitas de recursos naturales y
absorber cantidades infinitas de contaminación). Lo de menos es la campanuda
seguridad futurológica (esas tecnologías cuánticas que madurarán en la segunda
mitad del siglo actual). Si hay historiadoras en el siglo XXII, uno de los
enigmas a que se enfrentarán será el siguiente: ¿cómo fue posible que en la
segunda mitad del siglo XX, cuando se agolpaban los síntomas de overshoot ecológico, las clases
dirigentes y los intelectuales del mundo entero se las apañasen para ignorar
los análisis de Nicholas Georgescu-Roegen y la escuela de economía ecológica
que él contribuyó a fundar? ¿Cómo explicar que no se hiciera caso de las
advertencias científicamente fundadas de The
Limits to Growth, el primer informe al Club de Roma que se hizo público en
1972? ¿Cómo el pensamiento económico se jibarizó hasta el punto de alentar la
superstición de que una tecnociencia mágica iba a ser capaz de derrotar las
leyes básicas de la naturaleza –y comenzando por el segundo principio de la
termodinámica, la ley de la entropía?[7]
3
Un paso notable de
la XIV carta a Lucilio de Séneca nos da que pensar. Entre los males que afligen
al cuerpo los principales son la pobreza, las enfermedades y “las cosas que
entraña la violencia del más fuerte” (incluyendo aquí torturas y ejecuciones).
Lo interesante es que el filósofo estoico romano-cordobés clasifica a la
pobreza y la enfermedad como “males naturales”, mientras que para nosotros –dos
milenios más tarde– la pobreza, y muchas clases de enfermedades evitables, son
claramente males sociales. Aquí constatamos progreso: a medida que ha ido aumentando
nuestro dominio sobre algunos procesos naturales, ciertas categorías de mal
humano han ido desplazándose de lo natural a lo social, admitiendo por tanto
intervención paliativa o remediadora (bienvenido sea este proceso). Los antibióticos
pueden servir aquí como paradigma: las infecciones que han dañado tantas vidas
humanas desde el comienzo de los tiempos son en alta medida controlables desde
mediados del siglo XX. El mal natural bacteriano se convierte en mal social: lo
llamamos acceso a medicamentos esenciales (el cual sigue siendo, huelga decirlo,
un lacerante problema de justicia global hoy en día).
Y sin embargo ¿no
surgen problemas? Los mismos antibióticos pueden servirnos aquí como ilustrativo
ejemplo. Pues el mal uso de los mismos (por exceso), sobre todo para promover
el crecimiento de los animales criados en los infiernos de la ganadería industrial,
conduce a una desactivación de su benéfico potencial. Aparecen resistencias
bacterianas cada vez más intratables, incluso para los antibióticos “de último
recurso” (como los carabapenémicos por ejemplo). En abril de 2017, por ejemplo,
un equipo de investigadores de la Universidad
Complutense de Madrid (UCM) halló en perros el primer caso de una bacteria
hospitalaria resistente a la tigeciclina, antibiótico de último recurso, lo que
supone “una seria amenaza para la salud pública”. Las advertencias de las
autoridades sanitarias (incluyendo la OMS, en primera línea) se han
multiplicado desde hace años.
El
mal natural que se había transformado en mal social ¡vuelve a convertírsenos en
mal natural –porque estamos haciendo mal las cosas! El tiro nos sale por la
culata. Aquí encontramos una pauta que de hecho resulta bastante general: un exceso de progreso muta en su contrario (podríamos
hablar de “retroprogreso”, como yo lo hacía años ha en el capítulo 12 de mi
libro Un mundo vulnerable, 2000 –sin
conocer por entonces las reflexiones de Salvador Pániker sobre lo retroprogresivo en su libro Aproximación al origen). El exceso de
desarrollo se convierte en un negativo sobredesarrollo.
Aparecen fenómenos de contraproductividad
(una categoría básica de Iván Illich).
4
Pondré otro ejemplo –pero no se trata de anécdotas, hay categorías
detrás. En Bangladesh, hace ya lustros, se decidió potenciar la
exportación de ancas de rana. Había que modernizar y desarrollar el país según
la vulgata de las instituciones financieras internacionales, y qué mejor vía
que aprovechar la presunta ventaja comparativa en ranas. Pero al no tener en
cuenta la importante función de control de insectos dañinos que ejercían los
batracios, la brillante idea produjo como indeseado efecto colateral grandes
plagas agrícolas... que obligaron a importar plaguicidas químicos gastando tres
veces más que lo obtenido gracias al comercio con las ranas (y ello sin entrar
en los problemas de contaminación asociados con los plaguicidas). ¡Brillante
forma de progresar!
Una recurrente situación contemporánea parece ser que más allá de ciertos límites, nuestros esfuerzos por “progresar” se
vuelven regresivos. A partir de cierto punto, y como en una maldición de
sueño o de cuento de hadas, se diría que cada intento de adelantar un paso nos
arroja varios pasos hacia atrás. En nuestras progresistas sociedades del
capitalismo tardío, hemos sobrepasado con
creces este punto. Hay que darle la razón al novelista Miguel Delibes
cuando en 1975 –en su discurso de recepción
en
Kafka sugirió que creer en el progreso significa (o debería significar, más
bien) ser consciente de que éste aún no ha comenzado.
5
Para entender lo que pasa aquí hemos de situarnos en un plano muy
básico, ontológico. El Mito del Progreso tal y como se configuró con la
Modernidad europea, y especialmente en el siglo XIX, está asociado a una
concepción del mundo muy concreta: la imagen mecanicista del mundo, cartesiana-newtoniana,
que nos incita a pensar en el cosmos (y en todas sus criaturas) como mecanismos
gigantescos, una suerte de gran reloj universal que contiene infinidad de
máquinas más pequeñas. La idea de progreso lineal impulsado por los avances
tecnológicos y el crecimiento económico está asociada con aquella inadecuada
ontología, y con la reductiva antropología del Homo economicus (sobre
esto han escrito en nuestro país mucho y bien economistas ecológicos como José
Manuel Naredo y Federico Aguilera Klink).
Pero si partimos de una ontología más adecuada, una donde el concepto
básico sean los sistemas complejos adaptativos, vamos a llegar a una visión mucho más matizada del progreso. Desde los años cuarenta del siglo XX se gestó, en
efecto, un cambio de perspectiva científica de enorme trascendencia. Por
decirlo en dos palabras, la visión
mecanicista centrada en relaciones lineales de causa-efecto se vio desafiada
por el enfoque cibernético y sistémico sensible a las realimentaciones (feedback). Y en ese mundo de sistemas y realimentaciones (que es el mundo real),
sabemos que al intentar maximizar una variable típicamente deprimimos otras (de
ahí el “tiro por la culata” del retroprogreso).
No nos hallamos dentro de un “mundo-máquina”, una suerte de laboratorio/ fábrica
gigantesco donde todo parece predecible y controlable, sino en una biosfera
intrincadamente compleja, con redes de causa-efecto a veces inescrutables, con
sorpresas sistémicas, efectos de umbral, irreversibilidades y sinergias
múltiples.
Maximizar tiene sentido, básicamente, para las máquinas; no para los organismos ni para los
ecosistemas. De forma más
general, no tiene sentido para los sistemas complejos adaptativos, con
características como: no linealidad, propiedades emergentes, efectos de umbral,
retrasos entre causas y efectos, irreversibilidades... La racionalidad
maximizadora (que caracteriza a la tecnociencia y a la economía capitalista
contemporánea, y sobre la que se apoya el Mito del Progreso) choca contra lo
que de manera provisional podemos llamar “racionalidad ecológica”.[8]
6
Homo sapiens acumula cantidades ingentes de conocimiento, suele decir John Gray, pero parece congénitamente incapaz de aprender de
la experiencia. Si los seres humanos que vivimos bajo relaciones
sociales capitalistas fuésemos capaces de aprender de la historia, 1945 tendría
que haber supuesto una divisoria de aguas. La evidencia de que entre las
posibilidades de despliegue de la Modernidad se encontraba el genocidio
industrial de pueblos enteros (con la salida a plena luz de los horrores de la
Shoah) y la autodestrucción de la humanidad con armas atómicas (tras la
aniquilación de Hiroshima y Nagasaki por la aviación de EEUU) hubiera debido
conducir a Homo sapiens a
replantearlo todo. En 2014 la activista y ensayista Naomi Klein, estremecida
por la dinámica aterradora del calentamiento global, gritó al mundo: esto lo
cambia todo.[9] Todo
hubiera tenido que cambiar, sí. Hace muchos decenios… “No sé los horrores que
nos aguardan” –escribía Bertrand Russell en 1961–
“pero nadie puede dudar de que, a menos que se haga algo radical, el hombre de
la era científica está sentenciado. En el mundo en que vivimos existe un activo
y dominante deseo de muerte que, hasta ahora, en todas las crisis, ha podido
más que la cordura. Si hemos de sobrevivir, tal estado de cosas no debe
continuar”.[10]
Hannah Arendt
escribió en 1968 que “por primera vez en la historia, todos los pueblos de la
Tierra tienen un presente común”,[11] resaltando el aspecto de solidaridad
negativa, avivada no tanto por aspiraciones positivas comunes sino por el
miedo a la destrucción global: sobre todo, la guerra nuclear. En 1972, la
primera de las conferencias mundiales de NNUU sobre medio ambiente se celebró
en Estocolmo bajo el lema Una sola Tierra
(Only One Earth). Aunque ese diagnóstico de un solo tiempo y espacio para
una sola humanidad requiere matiz (Francisco Fernández Buey escribió muchas
veces sobre la no contemporaneidad en
la historia mundial), capta algo muy importante que podemos quizá recoger en la
noción de panhumanidad.[12] El surgimiento de una
sola humanidad en un sentido significativo tendría que haber conducido a un
estadio moral nuevo, que por ejemplo los movimientos ecologistas invocaron
desde los años setenta bajo la noción de conciencia
de especie.
No obstante, la
tendencia en ese sentido que se hacía patente en los años sesenta y setenta
tuvo que retroceder a partir de los ochenta, a medida que iba ganando
posiciones la “nueva razón del mundo” neoliberal, rabiosamente contraria a los
elementos de solidaridad planetaria y primacía del bien común que encarnaba la conciencia de especie.[13] Por desgracia, ello ha agudizado la crisis
de civilización consustancial al capitalismo casi desde sus orígenes hasta un
extremo que hoy cabe describir como guerra
civil global.[14] Las perspectivas son sombrías. Como señala Pankaj
Mishra en La edad de la ira: “Las dos
formas en que la humanidad puede autodestruirse –la guerra civil a escala
mundial o la devastación del medio ambiente– están convergiendo rápidamente”.[15]
7
Si no detenemos a
corto plazo las desbocadas emisiones de GEI (gases de efecto invernadero) –y
nada indica, por desgracia, que vayamos a ser capaces de hacerlo–, vamos hacia un calentamiento global rápido e
incontrolable, que se llevará por delante lo que llamamos civilización y puede
suponer incluso la extinción de la especie humana. Y el calentamiento climático
en curso es sólo uno de los procesos destructivos que visibilizan el violento
choque de las sociedades industriales contra los límites del planeta Tierra.[16]
Desde 1972, las
curvas de catástrofe generadas por modelos de dinámica de sistemas como World-3
(que estaba en la base del estudio The
Limits to Growth y hoy se prolonga en los trabajos del equipo multinacional
y multidisciplinar que lleva adelante el proyecto MEDEAS, financiado por la
Comisión Europea) nos señalan con meridiana claridad que la intuición de Walter
Benjamin en 1940 era correcta: “Quizá las revoluciones [no son las locomotoras
de la historia universal, como afirmaba Marx, sino que] son recursos al freno de
emergencia por parte del género humano que viaja en ese tren.” Si hoy la
prolongación del desarrollo lleva al colapso ecológico-social, progreso sería
ganar cierto control sobre el vehículo embalado para ser capaces de detenernos.
Momento de parar, proclamaba el
artista canario César Manrique en su manifiesto de 1985; Parar en seco, insiste dramáticamente el escritor colombiano
William Ospina en 2017 (Navona Editorial, Barcelona). Frenar o al menos ralentizar
para variar el rumbo –porque prolongar la trayectoria actual nos precipita al
abismo. ¿Está a nuestro alcance el recurso al freno de emergencia?
8
Los hombres, dice
Spinoza, imaginan a dioses para que dirijan “la naturaleza entera en provecho
de su ciego deseo e insaciable avaricia” (“Apéndice” a la parte primera de la Ética). Después, en estadios posteriores
de la Modernidad, la racionalización social y la tecnociencia tomarán el
relevo. Hemos considerado progreso, sobre todo, una dominación creciente sobre
la naturaleza; y no nos damos cuenta de que, al progresar en este sentido,
llegamos a puntos de inflexión y se desencadenan fenómenos de contraproductividad (como antes
mencionamos, una categoría básica de Ivan Illich). Demasiado progreso muta en
su contrario. Cornelius Castoriadis cifraba el principio básico de la
Modernidad europea en la expresión “la
expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional”:[17] hemos ido demasiado lejos por ese camino.
La tradición
materialista o “realista” en la filosofía política (Tácito, Maquiavelo,
Spinoza… hasta llegar por ejemplo a Henry Kissinger) “considera que la ley y el
derecho están siempre subordinados a relaciones de fuerza y parece considerar
los valores morales trascendentales como productos de la imaginación que, en la
medida en que guían las práctica política, sólo pueden conducir al fracaso”.[18]
Pero ¿cabe concebir mayor fracaso que el apocalipsis climático y ecológico con
que concluye la civilización occidental –y quizá la especie humana– en el siglo
XXI, el Siglo de la Gran Prueba?[19]
Ello nos obliga a revisar la entera historia de la filosofía política
occidental, ¿no les parece?
Y entonces ¿qué
puede significar progreso hoy, habida cuenta de los fenómenos de retroprogreso
y contraproductividad que antes analizamos someramente? A mi entender, algo así:
mejora de la condición humana en un marco
de simbiosis con la naturaleza –renunciando al proyecto de dominación
creciente sobre la misma (el cual, como hemos visto, se vuelve contraproducente
más allá de ciertos límites).[20]
Una clase de progreso cuya imagen, lejos de ninguna línea recta ascendente,
tendríamos que representarnos más bien como una
espiral contingente –como ya sugirió el gran William Morris hace un siglo y
cuarto.[21]
9
Dejamos antes pendiente la explicación de las trampas del progreso, noción
que acuñó Ronald Wright en su ensayo A Short History of Progress.[22] Una trampa del progreso
es una mejora social o tecnológica a corto plazo que en el largo plazo termina
siendo un paso atrás. Pero cuando se advierte esto ya es demasiado tarde para
cambiar de rumbo… Así cabe pensar en la Revolución Neolítica y
la agricultura, las ciudades (con sus civilizaciones imperiales), la expansión
colonial europea… y el capitalismo fosilista industrial. Los combustibles fósiles
como base energética de la sociedad industrial, desde el siglo XVIII, “en aquel momento parecían una buena idea”
(como reza el título del blog de Ignacio Escolar, tomado de una frase en la
película Los siete magníficos), pero
nos han metido en una trampa de la que hoy nos preguntamos si sabremos salir…
En cada caso,
meterse en una de estas trampas del progreso implica algunas ventajas
evidentes, aunque al precio de desventajas imprevistas que en algunos casos se
van magnificando con el tiempo.[23]
Para poder escapar de una trampa, lo primero es ser
capaces de reconocer que estamos dentro de ella.
10
Hoy ya podemos ver con toda claridad que a lo que conduce el BAU (Business As Usual) es a un apocalipsis antropogénico. O en un plazo de lustros, a consecuencia de la crisis de recursos energéticos (petróleo sobre
todo), el “pico de la deuda”, la degradación político-social… o en un plazo de decenios, a consecuencia de la crisis climática y la destrucción de ecosistemas y biodiversidad. José Luis Velázquez cree hallar una diferencia
significativa entre los grandes simios y los seres humanos en que “estos
homínidos [chimpancés, gorilas y orangutanes] heredan mediante transmisión
cultural pautas de comportamiento que mantienen y refuerzan un peculiar modo de
vida que no se ve alterado por cuestionamiento alguno a riesgo, entre otras
cosas, de poner en peligro su propia supervivencia”.[24] Pero si arrojamos una mirada fría sobre nuestra propia especie, ¿quién
osaría decir que estamos haciendo algo diferente?
Nos encontramos,
escribe Zygmunt Bauman en uno de sus textos póstumos publicados en 2017, “más que
nunca antes en la historia, en una situación de verdadera disyuntiva: o unimos
nuestras manos o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en
una misma y colosal fosa común”.[25] En esta tremenda tesitura, me atrevo a proponer nueve indicaciones para
pensar nuestro presente, y con ello ya casi cierro estas páginas:
1. Lucidez
–no autoengañarnos. Nada de wishful thinking. Aunque eso conduzca a ser considerados “extremistas” o “apocalípticos”
desde el “centro” de la cultura dominante, que sí que es extrema (¡nada más
extremo que el capitalismo con su dinamismo autoexpansivo de crecimiento
perpetuo!).
2. No
exagerar (síntesis budista-cristiana a
través del sabio jesuita Juan Masiá).
3. Superar
en lo posible el fetichismo de la mercancía, la máxima fuente de alienación a lo largo de toda la Modernidad, como nos
han recordado las “nuevas lecturas de Marx” (la crítica del valor de Robert Kurz y su gente).[26]
4. Desprendernos
de la tecnolatría. Tratar de pensar con la mayor objetividad posible
acerca de la técnica (y la tecnociencia).
5.
Perspectiva no sólo de longue
durée (Fernand Braudel) sino de Big
History: lo humano en perspectiva cósmica.[27]
6. Reconocer el carácter fosilista de
nuestra cultura –y de nuestras ideas de emancipación humana.
Prioridad del binomio energía-clima.[28]
7. “Renaturalizar”
las ciencias sociales y la filosofía (como sugería Manuel
Sacristán en sus últimos años de vida). No sólo Marx, Nietzsche y Freud
–también Sadi Carnot y Charles Darwin. La autonomía del sujeto humano es un
logro civilizatorio, pero no puede construirse sobre una fantasiosa oposición a
la naturaleza.
8. Por eso, priorizar por encima de todo la construcción de una cultura no de dominación sobre la naturaleza, sino
de simbiosis con ella. No estamos por encima de la naturaleza –como observa
Mª José Guerra– sino que somos naturaleza
en la naturaleza.[29] Si pudiéramos aceptar que somos, esencialmente, animales con
responsabilidades especiales...
9. Comprender (y venerar) el carácter
excepcional de nuestra Madre Tierra, Gaia/ Gea, con sus impresionantes capacidades de autorregulación basada en la vida y
favorable a la vida. La biosfera-en-geosfera de nuestro tercer planeta del
Sistema Solar constituye un gran supersistema homeostático:[30] la comparación con la tórrida Venus y el helado Marte, desprovistos de
vida, debería enseñarnos “temor y temblor”. Si queremos tener un porvenir en la
Tierra, cuidemos la vida. Nos va –literalmente- la vida en ello. Como señaló en
muchas ocasiones la gran Lynn Margulis, Homo
sapiens es peligroso para sí mismo (y para muchas otras especies), pero no
para Gaia. “Gaia, una perra vieja, no está en absoluto siendo amenazada por los
humanos. La vida planetaria sobrevivió por lo menos tres mil millones de años
antes de que la humanidad fuera siquiera el sueño de un simio lúcido que
deseaba una compañera sin pelo. Necesitamos honestidad. Necesitamos que nos
liberen de nuestra arrogancia especie-centrista. (…) No somos los más
importantes porque seamos tan numerosos, poderosos y peligrosos. Nuestra tenaz
ilusión de poseer una patente de corso oculta nuestro verdadero estatus de
mamíferos erectos y enclenques”. [31]
Amigos,
amigas, se nos termina el tiempo. La fusión de biotecnología e infotecnología
puede acabar con la libertad humana; la crisis ecológica global (comenzando por
el calentamiento climático) puede acabar incluso con la especie humana. Y los plazos
son muy breves.
Sólo
escribimos sobre barro. Sólo un aprendizaje incansable da respuesta al problema
ininterrumpido de vivir. Sólo a cambio de refrescar el espíritu hacemos amable
la vida. Sólo la risa sella las paces del náufrago con su derrota. Sólo la
poesía franquea los pasajes más angostos. Sólo sin saber adónde vamos lo
bastante lejos. Y sólo un paso más allá nos desprendemos de todo lo superfluo.
Pero es tan poco lo que decidimos sobre nuestra propia suerte como el poder de
la llama sobre la dirección del viento.[32]
[1] Una versión
anterior se publicó en la revista La
maleta de Portbou 26, Barcelona,
noviembre-diciembre de 2017.
[2] Pankaj Mishra,
La edad de la ira, Galaxia Gutenberg,
Barcelona 2017, p. 284.
[3] Marina Garcés,
“Ahora el pensamiento crítico resulta peligroso” (entrevista), El Cultural,
26 de septiembre de 2022; https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/20220926/marina-garces-filosofa-espanola-ahora-pensamiento-peligroso/704429909_0.html
[4] Isaiah
Berlin, Sobre la libertad (ed. de Henry Hardy), Alianza, Madrid 2004, p.
282.
[5] Antonio
Orihuela, Diario del cuidado de los
enjambres, Enclave de Libros, Madrid 2016, p. 229.
[6] José Ramón Lasuén,
“Desocupación y reeducación”, Heraldo de
Aragón, 8 de agosto de 2017.
[7] Véase Luis
Arenas, José Manuel Naredo y Jorge Riechmann (eds.), Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen,
Catarata, Madrid 2022.
[8] Traté esto
por extenso en “Hacia una teoría de la racionalidad ecológica”, capítulo 2 de
mi libro La habitación de Pascal, Libros
de la Catarata 2009.
[9] Naomi
Klein, This Changes Everything, Simon
& Schuster 2014; hay traducción al español.
[10] Bertrand
Russell, ¿Tiene el hombre un futuro?, Aguilar,
Madrid 1962, p. 43.
[11] En su ensayo
sobre Karl Jaspers en Hombres en tiempos
de oscuridad, Gedisa, Barcelona 2017, p. 91.
[12] Noción que
introducen (a partir de las imágenes de la Tierra vista desde el espacio que
fotografiaron los astronautas desde finales de los años sesenta del siglo XX)
Sarah Franklin, Celia Lury y Jackie Stacey en su libro Global Nature, Global Culture, SAGE Publications, Londres 2000, p.
28.
[13] Francisco
Fernández Buey lo formulaba así: “A la globalización de la economía tiene que
corresponder una ética mundial basada en la conciencia de especie (…). Sólo que
la conciencia de especie está aún por construir” (Fernández Buey, Ética y filosofía política, Edicions
Bellaterra, Barcelona 2000, p. 114). “Entiendo por conciencia de especie la
configuración culturalmente elaborada de la pertenencia de todos y cada uno de
los individuos humanos a la especie Homo sapiens y, por tanto, no sólo
la respuesta natural reactiva de los miembros de la especie humana implicada en
el hecho biológico de la evolución. En este sentido, se podría decir que la
configuración de una conciencia de especie corresponde a la era nuclear –o
mejor aún: de las armas de destrucción masiva— y a la época de la crisis
ecológica global y de las grandes migraciones intercontinentales, como la
conciencia nacional correspondía a la época del colonialismo y la conciencia de
clase a la época del capitalismo fabril” (op. cit., p. 137-138).
[14] Pankaj Mishra, La edad de la ira,
Galaxia Gutenberg, Barcelona 2017, p.
39.
[15] Mishra, La edad de la ira, p. 33.
[16] Véase Christiana
Figueres, Hans Joachim Schellnhuber, Gail Whiteman, y Johan Rockström, Anthony
Hobley Stefan Rahmstorf “Three years to
safeguard our climate”, Nature, 28 de
junio de 2017; https://www.nature.com/news/three-years-to-safeguard-our-climate-1.22201
[17] Puede verse por ejemplo en Cornelius Castoriadis y Daniel Cohn-Bendit, De la ecología a la autonomía, Mascarón,
Barcelona 1982, p. 18.
[18] Warren
Montag, Cuerpos, masas, poder. Spinoza y
sus contemporáneos, Tierradenadie Eds., Ciempozuelos –Madrid- 2005, p. 86.
[19] Reflexión profunda
al respecto en Sam Miller, “Collapse despair”, Activistlab, 18 de diciembre de 2017; http://www.activistlab.org/2017/12/collapse-despair/
. Véase
también Roy Scranton, Learning to Die in
the Anthropocene. Reflections on the End of a Civilization, City Lights
Books, San Francisco 2015.
[20] Reflexiono
sobre esto en mis libros Informe a la
subcomisión de Cuaternario. Trabajos hacia una bioética como si la vida
importase, tratando de contribuir a una nueva cultura de la Tierra que la llame
por su nombre: Gaia (Árdora, Madrid 2020) y Simbioética (Plaza & Valdés, Madrid 2022).
[21] William Morris,
“Las artes aplicadas en la actualidad” (1889), en La Era del Sucedáneo y otros textos contra la civilización moderna,
Pepitas de Calabaza, Logroño 2016, p. 91.
[22] En
español: Breve
historia del progreso, Urano, Barcelona 2006.
[23] Una buena
lectura sobre estas cuestiones: Christopher Ryan, Civilizados hasta la muerte, Capitán Swing, Madrid 2020.
[24] José Luis Velázquez, “Libertad y determinismo genético”, Praxis Filosófica 29 (nueva
serie), julio-diciembre de 2009, p. 14; puede consultarse en http://www.scielo.org.co/pdf/pafi/n29/n29a01.pdf
[25] Se diría un eco de la advertencia de W.H. Auden en su poema PRIMERO DE SEPTIEMBRE
DE 1939 –el poeta británico ante las catástrofes del siglo XX, el sociólogo
polaco ante las del siglo XXI… Escribió Auden en ese poema justo cuando comenzaba la Gran Carnicería: “Debemos amarnos los unos a los otros o morir”
(“…There is no such thing as the State/ And no one exists alone;/ Hunger allows
no choice/ To the citizen or the police;/ We must love one another or die...”).
[26] Tan bien sintetizada por Anselm Jappe en un libro como Las aventuras de la mercancía, Pepitas de
Calabaza, Logroño 2016.
[27] Un buen texto en español para ello es el de Fred Spier: El lugar del hombre en el cosmos, Crítica,
Barcelona 2011.
[28] Cómo afrontarlo
en el marco de un proyecto de país para el Estado español es lo que han
explicado Fernando Prats, Yayo Herrero y Alicia Torrego en La Gran Encrucijada, Libros en Acción, Madrid 2016.
[29] Mª José Guerra,
Breve introducción a la ética ecológica, Antonio
Machado Libros, Madrid 2001, p. 21.
[30] Hace tiempo
que la hipótesis Gaia se convirtió en
la teoría Gaia: nuestro medio ambiente
planetario es homeostático. El sistema de la Tierra se autorregula, tendiendo a
mantener constantes su temperatura y composición atmosférica. James E. Lovelock
lo comprendió en los años setenta del siglo XX, y desde entonces hemos ido
entendiendo cada vez más de la inmensa complejidad de estos mecanismos de
autorregulación, y del papel crucial de los seres vivos en ello. Véase James E.
Lovelock, Gaia –Una nueva visión de la
vida sobre la Tierra (Orbis, Barcelona 1986; original inglés de 1979 en
Oxford University Press); y William I. Thompson (ed.), Gaia. Implicaciones de la nueva biología (Kairós, Barcelona 1989).
“La teoría Gaia está basada en una simple idea: los seres vivos influyen en su
entorno, no sólo se adaptan a él. El conjunto de los seres vivos o biota tiene
tanta importancia en el entorno global o biosfera que se abre la puerta a la
idea de coevolución y regulación del ambiente por parte del conjunto de los vivientes,
y juntos, ambiente y seres vivos, hacen al sistema global como si de una entidad
vida se tratara” (Carlos de Castro, El
origen de Gaia, Editorial @becedario, Badajoz 2008, p. 175).
[31] Lynn
Margulis, Planeta simbiótico, Debate,
Madrid 2002, p. 140-141.
[32] José Luis
Gallero, Quodlibet, Madrid 2018, p.
65.
Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad. (y sobre los conflictos en el ejercicio de las libertades en tiempos de restricciones ecológicas). Ed. Icaria. 2023
Interesantísimo aporte este de “Epílogo: ¿progreso?” aunque el blog se va reconvirtiendo en la idea de que “vocesdelextremopoesía” surge de “poiesis”, como debe ser: acción, actuar, creación, crear, decir sin miedo. Cito al mismo Riechmann cuando en su traducción del MI ÚLTIMO DISCURSO ANTES DE CONVERTIRME EN CRIMINAL de Carsten Jensen, dice: “Si crees que aún te queda tiempo, te equivocas”.
ResponderEliminarNo, no queda tiempo, hay que dar YA voz al que la tiene.
ASB.
¿Qué tal la lectura a la sombra de un árbol, este puente de mayo, de “Vivir encadenados” del gran filósofo moral y sabio interdisciplinar que es Jorge Riechmann en lugar de la movilidad frenética que caracteriza a los puentes? Se trata de parar y echar el freno de emergencia, nos va la vida en ello.
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