Postfacio:
Libertad antropocéntrica
por Marta Tafalla
Estos días
de confinamiento necesario nos duele todo.[1] Nos duelen las víctimas de
la pandemia y el sobreesfuerzo de quienes trabajan en sanidad, en la limpieza,
en los transportes, en farmacias y tiendas de alimentación. Nos duele la
soledad de tantas personas mayores y la inquietud de niñas y niños. Y nos duele
de manera terrible la falta de libertad: mientras vivimos encerrados se nos
entumece el cuerpo y se nos aturden los sentidos, estamos más confusos y nos
sentimos más frágiles. Nos duelen los cuerpos que no pueden correr por el
monte, nos duele respirar a través de una incómoda mascarilla y nos duele no
poder acercarnos a los amigos con los que coincidimos en el mercado.
La
libertad, en sus formas más básicas de libertad de movimiento y de reunión, es
uno de los derechos fundamentales por los que más estamos dispuestos a luchar,
y estos días redescubrimos cuánto la necesitamos. Sin embargo, estos días son
también una buena ocasión para señalar que solemos pensar la libertad en términos exclusivamente
antropocéntricos. En la Tierra conviven 8’7 millones de
especies eucariotas, pero en nuestra civilización tenemos la consigna de que
solo una de ellas merece gozar de libertad.
A los
animales domesticados que criamos para ser consumidos les impedimos cualquier
forma de libertad: al domesticarlos modificamos su fisiología, sus capacidades y su
conducta, y además les obligamos a vivir permanentemente confinados,
sin que puedan tomar ninguna decisión sobre sus propias vidas. Sus propietarios
deciden cuándo es hora de llevarlos al matadero, y allí nadie tendrá con ellos
un solo gesto de amabilidad.
Días atrás,
el Diari de Tarragona
anunciaba como si fuera una buena noticia que del puerto de la ciudad zarpaba
un barco con 21.500 corderos hacia Arabia Saudí: ¿podemos imaginar el horror de
ese viaje, esos miles de animales hacinados? ¿Podemos imaginar su muerte en un
país sin la menor norma de bienestar animal? En estos momentos, China y otros
países asiáticos sufren una epidemia de peste porcina africana, y los ganaderos
han matado ya millones de cerdos. No podemos ni imaginar la cantidad de dolor
acumulado y, sin embargo, la industria porcina española contempla esa
catástrofe como una oportunidad de oro para aumentar sus exportaciones a Asia.
Mientras
tanto, a los animales
salvajes los perseguimos de innumerables maneras: los cazamos como trofeos,
traficamos con ellos ya sea vivos o muertos, al tiempo que
degradamos sus ecosistemas y los expulsamos de sus hogares. En consecuencia,
muchas especies salvajes están perdiendo población a gran velocidad. De todos
los mamíferos que habitan el planeta, medidos en términos de biomasa, menos de
un 4% son seres salvajes; el resto somos humanos y ganado. Estamos sustituyendo
a los animales salvajes y libres, cuyo trabajo hace funcionar los ecosistemas,
por animales domesticados y encerrados en granjas industriales.
También en
los mares continuamos el mismo proyecto. La industria piscícola cría en
cautividad bacalaos, lenguados o salmones hacinados que no pueden realizar ni
las más mínimas conductas naturales, y esta industria no substituye a la pesca,
sino que la quinta parte de la pesca mundial va destinada a alimentar a los
peces de piscifactoría. Las cifras son abrumadoras. En mayo de 2019 hubo un
accidente en una piscifactoría noruega y murieron ocho millones de salmones.
La manera
como robamos la libertad al resto de especies es tan brutal que sólo podemos soportarlo
porque desde la infancia nos educan sistemáticamente para ello. La inmensa mayoría de escuelas y
familias llevan a niñas y niños al zoo para que aprendan que los animales viven
en jaulas diminutas. Así normalizamos que también vivan
privados de libertad los jilgueros que el vecino tiene en el balcón, las
gallinas criadas por la industria ganadera, las ratas usadas en laboratorios de
experimentación, los caballos empleados en las hípicas, los chimpancés
explotados para hacer publicidad o los pececillos de colores que adornan el
salón de un hotel.
Pocas
familias llevan a sus hijos al monte, con unos prismáticos y una guía de fauna, a aprender
cómo viven en libertad los animales salvajes y cómo su trabajo hace funcionar
los ecosistemas. Pocas familias enseñan a sus hijos a estar agradecidos a los
seres salvajes. Pocas escuelas enseñan a niñas y niños a admirar la belleza y
la inteligencia de un lobo gestor de ecosistemas, un castor ingeniero de ríos,
un arrendajo plantador de bosques, una salamanquesa que se come los mosquitos
en el patio de casa o una lombriz que enriquece el suelo.
Digámoslo
claro: nuestra civilización nos educa en el odio a la vida salvaje y libre, en
el odio a la naturaleza no sometida al dominio humano. Por eso se trata de una
civilización que nos inculca el amor a los perros y el odio a los lobos, cuando
en realidad son la misma especie: nos educa en el amor a quien nos obedece y en
el odio a quien no se deja someter.
Ese
desprecio a la vida salvaje se manifiesta incluso en la gestión de los parques
urbanos: en su mayoría consisten en una alfombra de césped segado continuamente
y dos o tres especies de árboles. Hay muchísima más biodiversidad en cualquier mísero solar abandonado.
Estos días que los trabajadores de parques y jardines están confinados en casa,
mi barrio luce más vivo que nunca: las flores silvestres llenan de belleza
parques y alcorques, brotan en las grietas del asfalto, y atraen abejas y otros
insectos polinizadores. Jilgueros, verdecillos, estorninos y mirlos campan a
sus anchas en los parques desmelenados, donde la naturaleza comienza a romper
las cuerdas con que la mantenemos atada. Sin nosotros, la vida está de fiesta.
Todo está
relacionado. La pandemia que nos mantiene encerrados tiene su origen en la
manera como degradamos los ecosistemas, en la presión que realizamos sobre
animales salvajes a los que obligamos a trasladarse o cambiar de hábitos, a los
que cazamos y vendemos en los infernales mercados húmedos como el de Wuhan.
En esos
mercados, animales de las especies más diversas se amontonan malheridos,
sangrando y orinando unos encima de otros, estresados y por tanto
inmunodeprimidos: los virus lo tienen fácil para saltar de una especie a otra. Esta pandemia comparte demasiado
con otras enfermedades terribles como el sida y el ébola.
La
otra gran fuente de epidemias es la ganadería, de la cual han surgido la
mayoría de enfermedades infecciosas que ha sufrido y sufre la humanidad, desde el
sarampión a la gripe. Y la ganadería industrial es cada vez más peligrosa: el
hacinamiento de los animales y el suministro sistemático de antibióticos la
convierten en una fábrica de patógenos. El daño que les causamos a las otras especies
nos acaba afectando a nosotros también, porque en el pequeño planeta Tierra
todas las vidas están entrelazadas.
Nuestro
odio a la vida salvaje es uno de los motores que impulsan la catástrofe
ecológica que estamos provocando, y si algo podría ayudarnos a frenarla es
precisamente el rewilding.
Dejar el mayor territorio posible a dinámica natural, dejar que las especies salvajes
gestionen los ecosistemas y también asalvajar un poco nuestras ciudades, sería
el mejor remedio contra el caos climático y la extinción masiva que hemos
puesto en marcha. La libertad de las otras especies podría salvarnos, pero es algo
que no estamos dispuestos a admitir.
Queremos
una naturaleza sometida, aunque eso conduzca al colapso a la mayoría de ecosistemas, produzca
una extinción masiva y nos arrastre finalmente a nosotros también. Como decía
la filósofa Val Plumwood, el antropocentrismo no es solo un error moral, no es
sólo una fuente de injusticias, sino también un error cognitivo: distorsiona nuestra
comprensión de la realidad. Incluso cuando lo que está en juego es nuestra supervivencia
como especie.
Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad. (y sobre los conflictos en el ejercicio de las libertades en tiempos de restricciones ecológicas). Ed. Icaria. 2023
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