M&M (Marx y Mumford)
Emilio Santiago
Muiño, en el capítulo 2 de su libro Rutas sin mapa (muy relevante todo
él para nuestro cuestionamiento), apunta que para pensar la “dominación sin
sujeto” como fenómeno histórico (y, por tanto, transitorio y potencialmente
superable), es un buen punto de partida poner a dialogar dos conceptos importantísimos
para la crítica social moderna: la idea mumfordiana de megamáquina y la noción marxiana de sujeto
automático.
En este encuentro Mumford y Marx, a pesar de sus muchas
diferencias, se dan la mano para iniciar un diálogo fértil que nos ayuda a entender
cómo los sistemas sociales pueden tender históricamente hacia cotas mayores de
ingobernabilidad estructural, de autonomía del sistema como ente independiente
respecto a las mujeres y los hombres, sin por ello dejar de ser nunca un producto
de las decisiones humanas.[1]
Recuperemos ambas
nociones: primero la megamáquina de Lewis Mumford. La historia de la
desigualdad humana en serio comienza hace muy poco tiempo, unos cinco mil años.[2]
Es entonces cuando cristalizan el patriarcado, el Estado, el dinero, las
burocracias y los ejércitos permanentes, la extracción de excedentes por parte
de élites al margen de la producción básica de la sociedad… Se forman máquinas
sociales que tienen un largo recorrido por delante:
Hace cinco mil años nació una monotécnica (…) dedicada al
aumento del poder y la riqueza mediante la organización sistemática de
actividades cotidianas coordinadas según un patrón mecánico rígido. (…) El
trabajo en una única tarea especializada, segregada de las actividades sociales
y biológicas, no sólo ocupaba todo el día sino que, cada vez más, iba
absorbiendo toda la vida. Ése fue el cambio fundamental que durante los últimos
siglos ha conducido a la mecanización y automatización cada vez mayores de toda
la producción. Con la formación de las primeras máquinas colectivas el trabajo,
con su disociación sistemática del resto de la vida, se convirtió en una
maldición, una carga, un sacrificio, una forma de castigo. Y, como reacción,
este nuevo régimen provocó el despertar de sueños compensatorios de prosperidad
sin esfuerzo, emancipados no sólo de la esclavitud sino del trabajo mismo. (…)
La máquina a la que me refiero nunca fue descubierta en una excavación
arqueológica, por una simple razón: estaba compuesta casi en su totalidad de
partes humanas. Estas partes se reunían en una organización jerárquica bajo el
dominio de un monarca absoluto, cuyos mandatos, secundados por una coalición
del clero, la nobleza armada y la burocracia, lograban una obediencia como
cadavérica por parte de todos los componentes de la máquina. Llamaremos a esta
máquina colectiva arquetípica –el modelo humano para todas las máquinas
especializadas posteriores– la megamáquina.[3]
La megamáquina es
un tipo de sistema social compuesto de multitud de partes uniformes, especializadas
e intercambiables, pero funcionalmente diferenciadas, reunidas y coordinadas por
un proceso organizado y dirigido desde una autoridad central que combina el
monopolio de la fuerza y el del conocimiento científico. “Es decir, las
megamáquinas son los sistemas sociales constituidos bajo el principio
imperial: concentración creciente del poder del Estado articulada
con expansión de su dominio político, expansión que es simultáneamente
geográfica y antropológica (destrucción o fagocitación de otras sociedades)”.[4]
Recordemos las observaciones de Dwight McDonald sobre la autonomización del
complejo militar-industrial, ya antes evocadas.
Automatizar puede
tener sentido bajo ciertas circunstancias: pero la automatización de la automatización[5] es
una compulsión que nos lleva al abismo (ecosocial y antropológico). Mumford
analizó “algo que lleva medio siglo [es decir, desde el decenio de 1920]
obsesionando a la civilización occidental: que una economía predominantemente
megatécnica sólo puede otorgar beneficios si se expande de manera sistemática y
constante. En lugar de una economía equilibrada, dedicada a la mejora de la
vida, la megatécnica requiere un crecimiento ilimitado a una escala colosal:
una hazaña que sólo puede lograr la guerra, o un sucedáneo de ésta (la
construcción de cohetes y la exploración espacial)”.[6]
En 1937 George Orwell podía escribir: “ya ahora es evidente que el proceso de
mecanización está fuera de control”.[7]
En cuanto al sujeto automático, se trata de una
imagen de Marx en el libro I del Capital:
bajo el capitalismo, el verdadero
sujeto es la mercancía y los seres humanos se convierten en meros
ejecutores de su dinámica.[8]
“Su propia socialidad, su subjetividad, se les aparecen a los hombres como
sometidas al automovimiento automático de una cosa”.[9]
En su nivel más profundo, el capitalismo no es el dominio
de una clase sobre otra, sino el hecho de que la sociedad entera está dominada
por abstracciones reales y anónimas. Desde luego hay grupos sociales que
gestionan ese proceso y obtienen beneficios de él, pero llamarles ‘clases
dominantes’ significaría tomar las apariencias por realidades. Marx no dice
otra cosa cuando llama al valor el sujeto automático del capitalismo.[10]
Por eso no resulta
muy acertado señalar, por ejemplo, que la codicia es la madre de las crisis
capitalistas:[11] el
problema de fondo no son los defectos de carácter del ser humano (que por
supuesto existen y que debemos intentar corregir), sino dinámicas sistémicas
autopropulsadas… y nuestra incapacidad colectiva para desarrollar los adecuados bucles de realimentación que las
contrarresten.[12]
Tiene mucho interés constatar, en etnografías y evidencia anecdótica sobre los
ultrarricos del mundo actual –la cima de la pirámide social neoliberal–, que a pesar de toda su riqueza y poder, no creen
que puedan afectar el curso futuro de los acontecimientos.[13]
Sujeto
automático es un oxímoron brillante
con el que Marx supo captar el carácter esencialmente
contradictorio de los fenómenos de dominación en el capitalismo entendido como
relación de poder sistémica, que supone una coacción para todos los individuos
sujetos a ella independientemente de su posición en dicha relación. Por ello,
factores subjetivos como la codicia juegan un papel secundario a la hora de
explicar esa fijación obsesiva del empresariado hacia los beneficios y su
reinversión (acumulación) que condiciona toda la vida social moderna: los
capitalistas se presionan unos a otros por el régimen de competencia económica.
El sujeto automático es el secreto del fetichismo de la mercancía del
que hablaba Marx: en un régimen donde la producción para el mercado se vuelve
el centro de la vida social tiene lugar una autonomización de la esfera económica,
en el que los productores no se relacionan a través de relaciones sociales
directas, sino mediante relaciones sociales de tipo económico forjadas en el
intercambio ciego y competitivo del mercado y bajo coerciones abstractas e
impersonales que obligan a acumular capital o morir.[14]
Las consecuencias
son devastadoras:
Un modo de producción organizado para satisfacer las
necesidades y los caprichos de las capas dominantes, como el feudalismo, puede
tener muchos defectos, pero nunca ser destructivo y autodestructivo como lo es
la sociedad guiada por el ‘sujeto automático’. Un sistema que no sea
tautológico, sino que esté orientado hacia un fin, siempre encuentra su límite y
su punto de equilibrio. Se puede decir que todas las sociedades que han
existido hasta el presente han sido ciegas. No ha habido ninguna que
verdaderamente dispusiera de manera consciente de sus propias fuerzas y en la
que no hubiese mediación fetichista. Pero en comparación con la sociedad
capitalista, todas ellas carecían de dinamismo. Lo que hace tan peligrosa a la
sociedad moderna es que está sometida a un dinamismo muy fuerte que no logra
controlar en absoluto porque está plenamente entregada a su medio fetichista.
Esa ausencia de límites no hace su entrada en el mundo sino con el dinero; es
decir, cuando el dinero se convierte en el fin de la producción. El dinero en
cuanto encarnación del valor tiene como única finalidad su propio incremento.
(…) La sociedad basada en la producción de mercancías, con su universalidad
exteriorizada y abstracta, es necesariamente una sociedad sin límites,
destructiva y autodestructiva.[15]
Si –como se
argumentaba en un capítulo anterior de este libro– podemos ganar grados de
libertad (por ejemplo, adquiriendo conocimiento relevante para la praxis),
ahora vemos que también podemos perderlos (por ejemplo, cebando dinámicas
sistémicas progresivamente incontrolables). ¡Poner en marcha sistemas
autorreferenciales de gran dinamismo expansivo puede no ser una buena idea![16]
La Ilustración europea concibió la idea de cierto grado de control racional
sobre el desarrollo humano. Por desgracia, el capitalismo estranguló las
posibilidades de esa idea casi en la misma cuna… En la posguerra de la Segunda
guerra mundial, cuando comenzaba la fase de la Gran Aceleración, el chef de file de la Escuela de Francfort,
Theodor W. Adorno, advertía a las “piezas de maquinaria” en que según él nos
hemos convertido: engranajes y tuercas, ojo con la ilusión de actuar “como si
aún [pudierais] obrar como sujetos y como si algo dependiera de [vuestras]
acciones”.[17] La
autonomía del sujeto sería ya agua pasada desde el decenio de 1940, si hacemos
caso al pensador alemán.
[1] Santiago
Muíño, Rutas sin mapa, op. cit., p.
39.
[2] Asunto
enorme, éste, que apenas cabe rozar aquí… Las sociedades patriarcales y
clasistas que se forman hace cinco milenios muestran
un incremento paulatino de la desigualdad que sólo parece revertirse a costa de
grandes catástrofes y enormes sufrimientos humanos. Así, en Europa, la peste
negra que en el siglo XIV acabó con más de un tercio de la población, o la
Revolución de octubre de 1917 más las dos guerras mundiales del siglo XX, se
encuentran entre los escasos períodos en los que la igualdad creció. Los desastres
permiten desorganizar el dominio de las clases dominantes y obligarles a ceder
parte de su riqueza –pero ¡a qué coste gigantesco! Una reflexión importante
sobre la desigualdad moderna en Gonzalo Pontón, La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el
siglo XVIII, Pasado & Presente, Barcelona 2016.
[3] Lewis
Mumford, “La técnica y la naturaleza del hombre” (1966), en Carl Mitcham y
Robert Mackey (eds.), Filosofía y
tecnología, Eds. Encuentro, Madrid 2004, p. 103-104.
[4] Santiago
Muíño, Rutas sin mapa, op. cit., p.
39-40.
[5] Lewis
Mumford, El pentágono del poder, Pepitas
de Calabaza, Logroño 2011, p. 583. Con esa idea esencial de la automatización de la automatización de
Mumford tiene que ver la conjetura de Ivan Illich en Energía y equidad (1974): “Evitar una horrible degradación depende
del reconocimiento efectivo de la existencia de un umbral del consumo de
energía más allá del cual los procesos técnicos comienzan a determinar las
relaciones sociales”.
[6] Mumford, El pentágono del poder, op. cit., p.
565.
[7] George
Orwell, El camino de Wigan Pier, Destino,
Barcelona 1976, p. 208.
[8] El texto de
Marx dice: “En la circulación D-M-D’ funcionan ambos, la mercancía y el dinero,
sólo como diferentes modos de existencia
del valor mismo: el dinero como su modo general de existencia, la mercancía
como su modo de existencia particular (…). El valor pasa constantemente de una
forma a otra, sin perderse en ese movimiento, convirtiéndose así en un sujeto
automático” (El capital -libro
primero- (1867), Siglo XXI, Madrid 1984, p. 188).
[9] Jappe, Las aventuras de la mercancía, op. cit.,
p. 82.
[10] Anselm
Jappe, prólogo a Marx, El fetichismo de la mercancía, Pepitas de
Calabaza, Logroño 2014, p. 13.
[11] Como hace por ejemplo Fernando Vallespín: “La
coincidencia en el tiempo [en julio de 2017] del suicidio de Miguel Blesa
con el caso de Ángel María Villar ha contribuido a reverdecer
la ‘cultura del pelotazo’, esa depredación sistemática que algunos personajes
hicieron de nuestras instituciones públicas, privadas o mixtas. Nuestra crisis
moral, la madre de todas las crisis. Porque todo empezó, recordemos, con la ola
de codicia que sacó de sus costuras al sistema económico internacional. Y la
crisis económica devino en crisis política porque tomamos conciencia de que nadábamos
en una charca de corrupción. En el centro está la codicia, repito, eso que los
antiguos griegos llamaban pleonexia, una
forma más de hybris, de desmesura, signo de que se había producido
una descompensación en la psyché…” (“Ethos,
pathos y logos”, El País, 21 de julio
de 2017; https://elpais.com/elpais/2017/07/20/opinion/1500570037_555977.html
).
[12] La frase
anterior no es sino una forma un poco pedante de indicar que necesitamos
transformaciones verdaderamente revolucionarias (que muy probablemente ya no
están a nuestro alcance en los breves plazos históricos de que disponemos).
[13] Así, por
ejemplo, en el impresionante reportaje de Douglas Rushkoff “Survival of the richest”,
Medium, 5 de julio de 2018; https://medium.com/s/futurehuman/survival-of-the-richest-9ef6cddd0cc1
[14] Santiago
Muíño, Rutas sin mapa, op. cit., p. 40-41.
En otro texto, el autor insiste: “El capitalismo es mucho más que una manera de
organizar la economía basada en el mercado y la propiedad privada como instituciones
de clase. Como fenómeno sistémico, es una lógica relacional de dominación, y
una estructura de socialización, que no es construida por los intereses
capitalistas, sino que esos mismos intereses son producidos por ella, y que se
genera de modo esencialmente inconsciente…” Emilio Santiago Muíño, “De nuevo, estamos todos en peligro. El petróleo
como eslabón más débil de la cadena neoliberal”, en Emilio Santiago
Muíño/ Yayo Herrero/ Jorge Riechmann: Petróleo, ed. Arcadia/ MACBA, Barcelona
2018, p. 25.
[15] Jappe, Las aventuras de la mercancía, op. cit.,
p. 113-114.
[16] Hace unos
cinco mil años se desarrollaron los primeros Estados, en un proceso bien
analizado en el capítulo 3 de ese gran libro de Ramón Fernández Durán y Luis
González Reyes: En la espiral de la
energía. Historia de la humanidad desde el papel de la energía (pero no sólo),
Libros en Acción, Madrid 2014 (segunda ed. actualizada en 2018). También
ofrecen reflexiones de mucho interés sobre estos cambios civilizatorios Lisi
Krall y John Gowdy en su análisis de la ultrasocialidad.
“Había reservas de carbono [fósil] en el suelo que pudimos extraer y que hacen
crecer las cosas, y comienza la división del trabajo, la producción de
excedentes y la expansión de la división del trabajo. Las jerarquías comienzan
a desarrollarse y nos involucramos en un vasto sistema autorreferencial
expansivo. Y así llegas al desarrollo de los mercados, y los mercados tienen su
propia dinámica institucional y evolutiva en la que se pasa de los mercados
como lugar de intercambio de excedentes a una economía de mercado donde el
propósito de la economía es la producción de plusvalor, beneficio, reinversión
y expansión…” Lisi Krall entrevistada por Della Duncan, “New Ecological
Economics: Superorganism and ultrasociality”, evonomics, 21 de marzo de 2018; http://evonomics.com/ecological-economics-superorganism-lisi-krall/
. Toda la entrevista tiene muchísimo interés.
[17] Theodor W.
Adorno, Minima moralia, Taurus,
Madrid 2001, p. 9; obra original publicada en 1951.
Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad. (y sobre los conflictos en el ejercicio de las libertades en tiempos de restricciones ecológicas). Ed. Icaria. 2023
La trimurti imprescindible: Dos de vosotros y Jorge Riechmann.
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