documentos de pensamiento radical

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viernes, 28 de abril de 2023

REFUGIO (fragmento I)

 


 

David estaba ansioso por llegar al campo base. Nima estaría en él, trabajando en otra expedición, aunque no como porteador de altura, lo que deseaba, sino como chico de campamento, como kitchen boy, ayudante de cocina y cosas así.

Vuelvo a mirar en las carpetas azules, Jaime, y van cayendo algunas fotos de esa época. Te las había enseñado en casa, alguna vez, mientras tomábamos nuestro whisky, y apreciaba tu avidez y tu cuidado cuando las cogías con los dedos, como si temieras estropearlas, no con tu torpeza, sino con tu timidez y tu veneración. Hubiera sido imperdonable que las mancharas de algo, como fue imperdonable que en algunos de esos días, en que nos tocábamos sin querer, no cayéramos en la tentación de hacerlo del todo. Había muchas fotos en esas carpetas, fotos de ese tiempo inasequible. No todo son recuerdos digitales, sino que hay recuerdos en papel, instantes de vida salvados en las fotos. La fotografía, más que cualquier otro arte, tiene una cualidad perturbadora: detiene el tiempo, algo que no es posible, y se muestra impasible mientras nosotros envejecemos y morimos. En aquellas fotos estaban ellos, David y Nima abrazados, sonrientes, ignorando el futuro que les aguardaba, como nosotros ahora, congelados en la felicidad. Esa sonrisa ya no existe y, sin embargo, permanece fijada para siempre en un papel. Cada vez que alguien la mira, David y Nima vuelven a sonreír. Como los libros, que esperan que alguien los abra para poner en acción un mundo un segundo antes silencioso, inmóvil. La foto está tomada el día que la expedición de David llegó al campo base del Everest. La miro y a través de ella no solo veo a mi hermano y al sherpa Nima, sino que oigo el bullicio que los rodea, las personas que se mueven en el segundo plano, el bullir del agua en los calderos donde se prepara los espaguetis y la salsa de tomate.

Del mismo modo, ellos, aquel día, al aproximarse al campamento, vieron las tiendas desde lejos, brillando al sol, luminosas bajo la cascada de hielo; vieron los banderines ondeando sobre ellas con sus colores propicios y vivaces. Cualquiera que haya visto las fotos de ese campo base sabe que esa visión tiene algo de arcaico, como si el campamento fuera en realidad un poblado de nómadas con sus yurtas y enseres portátiles. Pero algunas de las tiendas tenían bar, duchas, ordenadores, quirófanos, gas, loza, espejos, banderas. Por supuesto, estaban mejor equipadas que muchas de las aldeas sherpas que David conocía.

Caminaron entre ellas, David y su grupo, caminaron entre sherpas y alpinistas demacrados y oscuros por efecto del sol, el viento y la refracción de la nieve. Escucharon acentos de muchos lugares y vieron rostros de muchas latitudes. Entre las caras diversas venía la de Nima, saltando entre las piquetas, esquivando los cabos de las tiendas que las fijaban a la tierra y las rocas. Nima gritó su nombre con su impecable acento del Khumbu. Se abrazaron en medio de la gente. Sonrieron. Fueron fotografiados. Nima contagiaba la risa, como siempre, y tiraba de David para llevarle a su cocina, con la intención de ofrecerle un té y pastas energéticas. David le siguió. Y Claire fue tras ellos, incapaz de perderse la más mínima insinuación de aventura, emocionada tal vez por esa inesperada muestra de fraternidad y afecto en su escalador preferido. Nima fue ceremonioso con el té, halagado por la presencia de la chica. Ella preguntó sobre aquella amistad y Nima le contó sus historias coincidentes, reunidas en una misma expedición hacía ya varios años, y cómo David y él se habían adoptado mutuamente. Y mientras decía esto, acariciaba la cabeza de David, su cabeza despeinada y somnolienta, quizás turbado porque alguien le convirtiera ahora en protagonista. Nima derrochaba hipérboles y Claire reía, y David, a su vez, se enamoraba de ella. Y reía también.

Sí, él guiaba a la mujer, y a los otros, por la montaña más alta del mundo. Todavía no estaba enamorado de ella, o no completamente, y solo por eso era capaz de asistir cada día a la insensatez de sus pasos sobre la cascada de hielo, ese tumultuoso caos de grietas y enormes seracs que protegen el camino hacia el gigante.

Todavía no la amaba, pero desde el primer momento admiró la precisión y la firmeza de sus pasos en la altura. Poseía una ligereza que casi todos perdemos por encima de los 5.000 metros, cuando la hipoxia nos convierte en parodias vacilantes. Ella no. En eso se parecía a los sherpas, o al propio David, o a cualquiera de esos alpinistas que se adaptan a las exigencias de la hipoxia y mantienen la elegancia y el ánimo pese al desgaste de la altitud.

Por las noches, Claire se sentaba con los sherpas, compartía su cena y escuchaba viejas historias de los valles. David la miraba desde lejos, sentado delante de su tienda, subrepticiamente, fingiendo la melancólica dignidad de los grandes solitarios, mientras cenaba en silencio cuencos de dal bhat. Masticaba despacio, maquinalmente, porque comer era un trámite. Tomaba luego el té con mayor ceremonia, como parte de un rito de meditación y descanso. Pero no meditaba ni se tomaba un descanso, sino que su cabeza era un torbellino de impaciencia y desdén. Pensaba que Claire no era uno de ellos, que nunca lo sería, que cuando todo aquello acabase ella volvería a California, retomaría su vida de norteamericana opulenta, mientras aquellos muchachos permanecerían en el Nepal, trabajando para los occidentales, un año tras otro, distintos pero parecidos occidentales, subiéndolos y bajándolos de unas montañas convertidas en objetos de consumo. Claire volvería a casa y toda su fraternidad sería un compromiso lábil, un recuerdo que el tiempo y la distancia poco a poco se encargarían de borrar. Eso pensaba. Lo había visto muchas veces. Aquellas cenas con los sherpas no eran más que una forma alternativa de ocio, un relámpago de camaradería propiciado por las emociones de la montaña, el exotismo y la aventura. Él había optado por quedarse en el país para no ser como los otros, intentando redimirse al vivir como los nativos. Pensaba que el verdadero compromiso nunca se plantea como una opción, sino como una necesidad, como una dolencia. Quedarse era intentar redimir el pecado de ser más rico que los nepalíes, incluso el pecado de poder dejar de ser uno de ellos si quisiera. Y era también recrearse en el orgullo de ser más coherente que los demás occidentales. A veces pensaba que su altruismo era una consecuencia del orgullo, que era el orgullo, y que en cierta manera había fracasado en su intento de desprenderse de su ego, y que cuando expulsas al ego por la puerta se las apaña para entrar por la ventana.

Pensaba eso, Jaime, me contaba eso en las noches del refugio, y se perdía en divagaciones similares; y la miraba a ella, a Claire, de la que se enamoraba, pese a saber que eso era una estupidez, fascinado por aquella mezcla de languidez y coraje que la chica tenía, o por esa belleza y ese entusiasmo juveniles tan perfectamente juntos. Se la imaginaba no vestida de alpinista, como no había dejado de verla desde que se conocieron en Katmandú, sino con vestidos de fiesta y alegría. En otros momentos imaginaba que tomaba cerveza con ella en un bar de Los Ángeles y que luego se acercaban a una playa propicia, y que al día siguiente viajaban juntos al valle sagrado, Yosemite.

Y miraba también a los sherpas, bulliciosos, fraternales, indiferentes a los hechizos que provocaban.

Sí, sin ellos no estarían allí, él lo sabía, sin su ayuda no lograrían ni siquiera acercarse al campo base, cuanto menos sobrevivir en él durante meses.

En las expediciones, sobre el terreno, siempre había un mismo dibujo inevitable: una fila de hombres que avanzaban en la altura, afianzando sus pies sobre guijarros. No todos llevaban sandalias, ni ropa adecuada para el frío. Su manera de portear los fardos era inverosímil y, al mismo tiempo, la única aceptable, una sutileza de ingenieros. Ceñían los cuévanos a la frente mediante tiras de cuero y de ese modo transmitían el peso a la columna vertebral, consiguiendo andar livianos con cuarenta kilos o más. Lo hacían muy por encima del nivel de mar, con alimentación escasa, con oxígeno exiguo y, al anochecer, tras largas horas de porteo, encendían hogueras con bostas de yak y con arbustos. Todavía, a algunos de ellos les quedaban fuerzas para preparar las cenas.

En los cuévanos transportaban aquello de lo que carecían: calzado para el monte y los glaciares, ropa de abrigo, alimentos, medicinas, combustible, ordenadores, teléfonos, equipos de filmación: todo lo necesario para levantar ciudades conectadas y efímeras junto a las montañas. Eran una paradoja andante, una imagen del mundo, porque sus pies descalzos porteaban botas que no podían comprarse; y porque sus cuerpos, encogidos por el relente, al anochecer, descansaban junto a fardos repletos de ropa tecnológica.

David guiaba a Claire por la cascada de hielo y el Cwm occidental. Guiaba su correcta aclimatación y vigilaba la calidad de su técnica. No había que preocuparse: era lo suficientemente hábil para subir al Everest por la ruta del Collado Sur. No se podía decir lo mismo de todos los clientes, algunos de los cuales se calzaban crampones o apretaban un júmar por primera vez. O eso parecía.

Los atardeceres eran bellísimos también en el Khumbu. Eran el momento en que Claire tiraba de David para que fueran a pasear antes de la cena. Le sacaba de su tienda y le obligaba a acompañarla por los alrededores del campamento. Se colgaba de su brazo y él sentía no solo inquietud por aquella inesperada confianza, sino también felicidad, turbia y agónica felicidad. Casi cerraba los ojos y se dejaba guiar por entre piedras y hielo, soñando el juego de luces que tenían enfrente, del mismo modo que soñaba que una chica como Claire se colgaba de su brazo y le hablaba al oído y le decía cosas estupendas. Era en realidad lo que ocurría, lo que inesperadamente sucedía.

Aquella tarde sucedió algo distinto. Ella se puso de repente frente a David y alargó la mano hacia él para acariciarle. Temblaba. Puso los dedos en su boca. Sintió la aspereza de sus labios curtidos. Luego se acercó más y le abrazó despacio, levemente, como si temiera herirle, y comenzó a besarle, con delicadeza y ansia. David, en medio de una tregua de aquellos besos lentos, inesperados, mientras ella le miraba con una insistencia que provocaba en él miedo y amor, dijo algo de lo que se arrepintió de inmediato, algo que no tenía que ver con el desdén, ni con la altivez, ni con la convicción, ni con ningún protocolo personal o profesional, sino con la más estúpida y desalmada timidez. Simplemente, se sentía más abrumado que feliz. Así que dijo:

—Cuando escalo, no follo.

Porque entonces ella se desasió de él, se dio la vuelta y regresó al campamento, entre las sombras. Y porque aquella noche, mientras David se consumía en su tienda, Claire Jackson follaba con otro.



Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021

 

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