David
estaba ansioso por llegar al campo base. Nima estaría en él, trabajando en otra
expedición, aunque no como porteador de altura, lo que deseaba, sino como chico
de campamento, como kitchen boy, ayudante
de cocina y cosas así.
Vuelvo a mirar en las carpetas azules, Jaime,
y van cayendo algunas fotos de esa época. Te las había enseñado en casa, alguna
vez, mientras tomábamos nuestro whisky, y apreciaba tu avidez y tu cuidado cuando
las cogías con los dedos, como si temieras estropearlas, no con tu torpeza,
sino con tu timidez y tu veneración. Hubiera sido imperdonable que las
mancharas de algo, como fue imperdonable que en algunos de esos días, en que
nos tocábamos sin querer, no cayéramos en la tentación de hacerlo del todo. Había
muchas fotos en esas carpetas, fotos de ese tiempo inasequible. No todo son
recuerdos digitales, sino que hay recuerdos en papel, instantes de vida
salvados en las fotos. La fotografía, más que cualquier otro arte, tiene una
cualidad perturbadora: detiene el tiempo, algo que no es posible, y se muestra impasible
mientras nosotros envejecemos y morimos. En aquellas fotos estaban ellos, David
y Nima abrazados, sonrientes, ignorando el futuro que les aguardaba, como
nosotros ahora, congelados en la felicidad. Esa sonrisa ya no existe y, sin
embargo, permanece fijada para siempre en un papel. Cada vez que alguien la
mira, David y Nima vuelven a sonreír. Como los libros, que esperan que alguien
los abra para poner en acción un mundo un segundo antes silencioso, inmóvil. La
foto está tomada el día que la expedición de David llegó al campo base del
Everest. La miro y a través de ella no solo veo a mi hermano y al sherpa Nima,
sino que oigo el bullicio que los rodea, las personas que se mueven en el
segundo plano, el bullir del agua en los calderos donde se prepara los espaguetis
y la salsa de tomate.
Del mismo modo, ellos, aquel día, al
aproximarse al campamento, vieron las tiendas desde lejos, brillando al sol, luminosas
bajo la cascada de hielo; vieron los banderines ondeando sobre ellas con sus
colores propicios y vivaces. Cualquiera que haya visto las fotos de ese campo
base sabe que esa visión tiene algo de arcaico, como si el campamento fuera en
realidad un poblado de nómadas con sus yurtas y enseres portátiles. Pero algunas
de las tiendas tenían bar, duchas, ordenadores, quirófanos, gas, loza, espejos,
banderas. Por supuesto, estaban mejor equipadas que muchas de las aldeas
sherpas que David conocía.
Caminaron entre ellas, David y su grupo,
caminaron entre sherpas y alpinistas demacrados y oscuros por efecto del sol,
el viento y la refracción de la nieve. Escucharon acentos de muchos lugares y
vieron rostros de muchas latitudes. Entre las caras diversas venía la de Nima, saltando
entre las piquetas, esquivando los cabos de las tiendas que las fijaban a la tierra
y las rocas. Nima gritó su nombre con su impecable acento del Khumbu. Se
abrazaron en medio de la gente. Sonrieron. Fueron fotografiados. Nima contagiaba
la risa, como siempre, y tiraba de David para llevarle a su cocina, con la
intención de ofrecerle un té y pastas energéticas. David le siguió. Y Claire fue
tras ellos, incapaz de perderse la más mínima insinuación de aventura,
emocionada tal vez por esa inesperada muestra de fraternidad y afecto en su escalador
preferido. Nima fue ceremonioso con el té, halagado por la presencia de la
chica. Ella preguntó sobre aquella amistad y Nima le contó sus historias
coincidentes, reunidas en una misma expedición hacía ya varios años, y cómo
David y él se habían adoptado mutuamente. Y mientras decía esto, acariciaba la
cabeza de David, su cabeza despeinada y somnolienta, quizás turbado porque
alguien le convirtiera ahora en protagonista. Nima derrochaba hipérboles y
Claire reía, y David, a su vez, se enamoraba de ella. Y reía también.
Sí, él guiaba a la mujer, y a los otros, por
la montaña más alta del mundo. Todavía no estaba enamorado de ella, o no
completamente, y solo por eso era capaz de asistir cada día a la insensatez de
sus pasos sobre la cascada de hielo, ese tumultuoso caos de grietas y enormes
seracs que protegen el camino hacia el gigante.
Todavía no la amaba, pero desde
el primer momento admiró la precisión y la firmeza de sus pasos en la altura. Poseía
una ligereza que casi todos perdemos por encima de los 5.000 metros, cuando la
hipoxia nos convierte en parodias vacilantes. Ella no. En eso se parecía a los
sherpas, o al propio David, o a cualquiera de esos alpinistas que se adaptan a
las exigencias de la hipoxia y mantienen la elegancia y el ánimo pese al
desgaste de la altitud.
Por las noches, Claire se sentaba con los
sherpas, compartía su cena y escuchaba viejas historias de los valles. David la
miraba desde lejos, sentado delante de su tienda, subrepticiamente, fingiendo
la melancólica dignidad de los grandes solitarios, mientras cenaba en silencio
cuencos de dal bhat. Masticaba
despacio, maquinalmente, porque comer era un trámite. Tomaba luego el té con mayor
ceremonia, como parte de un rito de meditación y descanso. Pero no meditaba ni
se tomaba un descanso, sino que su cabeza era un torbellino de impaciencia y desdén.
Pensaba que Claire no era uno de ellos, que nunca lo sería, que cuando todo
aquello acabase ella volvería a California, retomaría su vida de norteamericana
opulenta, mientras aquellos muchachos permanecerían en el Nepal, trabajando
para los occidentales, un año tras otro, distintos pero parecidos occidentales,
subiéndolos y bajándolos de unas montañas convertidas en objetos de consumo. Claire
volvería a casa y toda su fraternidad sería un compromiso lábil, un recuerdo
que el tiempo y la distancia poco a poco se encargarían de borrar. Eso pensaba.
Lo había visto muchas veces. Aquellas cenas con los sherpas no eran más que una
forma alternativa de ocio, un relámpago de camaradería propiciado por las
emociones de la montaña, el exotismo y la aventura. Él había optado por
quedarse en el país para no ser como los otros, intentando redimirse al vivir
como los nativos. Pensaba que el verdadero compromiso nunca se plantea como una
opción, sino como una necesidad, como una dolencia. Quedarse era intentar redimir
el pecado de ser más rico que los nepalíes, incluso el pecado de poder dejar de
ser uno de ellos si quisiera. Y era también recrearse en el orgullo de ser más
coherente que los demás occidentales. A veces pensaba que su altruismo era una
consecuencia del orgullo, que era el orgullo, y que en cierta manera había fracasado en su intento
de desprenderse de su ego, y que cuando expulsas
al ego por la puerta se las apaña para entrar por la ventana.
Pensaba eso, Jaime, me contaba eso en las
noches del refugio, y se perdía en divagaciones similares; y la miraba a ella,
a Claire, de la que se enamoraba, pese a saber que eso era una estupidez,
fascinado por aquella mezcla de languidez y coraje que la chica tenía, o por esa
belleza y ese entusiasmo juveniles tan perfectamente juntos. Se la imaginaba no
vestida de alpinista, como no había dejado de verla desde que se conocieron en Katmandú,
sino con vestidos de fiesta y alegría. En otros momentos imaginaba que tomaba cerveza
con ella en un bar de Los Ángeles y que luego se acercaban a una playa propicia,
y que al día siguiente viajaban juntos al valle sagrado, Yosemite.
Y miraba también a los sherpas, bulliciosos, fraternales,
indiferentes a los hechizos que provocaban.
Sí, sin ellos no estarían allí, él lo sabía,
sin su ayuda no lograrían ni siquiera acercarse al campo base, cuanto menos
sobrevivir en él durante meses.
En las expediciones, sobre el terreno, siempre
había un mismo dibujo inevitable: una fila de hombres que avanzaban en la
altura, afianzando sus pies sobre guijarros. No todos llevaban sandalias, ni
ropa adecuada para el frío. Su manera de portear los fardos era inverosímil y,
al mismo tiempo, la única aceptable, una sutileza de ingenieros. Ceñían los
cuévanos a la frente mediante tiras de cuero y de ese modo transmitían el peso
a la columna vertebral, consiguiendo andar livianos con cuarenta kilos o más.
Lo hacían muy por encima del nivel de mar, con alimentación escasa, con oxígeno
exiguo y, al anochecer, tras largas horas de porteo, encendían hogueras con bostas
de yak y con arbustos. Todavía, a algunos de ellos les quedaban fuerzas para
preparar las cenas.
En los cuévanos transportaban aquello de lo
que carecían: calzado para el monte y los glaciares, ropa de abrigo, alimentos,
medicinas, combustible, ordenadores, teléfonos, equipos de filmación: todo lo
necesario para levantar ciudades conectadas y efímeras junto a las montañas.
Eran una paradoja andante, una imagen del mundo, porque sus pies descalzos
porteaban botas que no podían comprarse; y porque sus cuerpos, encogidos por el
relente, al anochecer, descansaban junto a fardos repletos de ropa tecnológica.
David guiaba a Claire por la cascada de hielo
y el Cwm occidental. Guiaba su correcta aclimatación y vigilaba la calidad de
su técnica. No había que preocuparse: era lo suficientemente hábil para subir
al Everest por la ruta del Collado Sur. No se podía decir lo mismo de todos los
clientes, algunos de los cuales se calzaban crampones o apretaban un júmar por
primera vez. O eso parecía.
Los atardeceres eran bellísimos también en el
Khumbu. Eran el momento en que Claire tiraba de David para que fueran a pasear
antes de la cena. Le sacaba de su tienda y le obligaba a acompañarla por los
alrededores del campamento. Se colgaba de su brazo y él sentía no solo inquietud
por aquella inesperada confianza, sino también felicidad, turbia y agónica felicidad.
Casi cerraba los ojos y se dejaba guiar por entre piedras y hielo, soñando el
juego de luces que tenían enfrente, del mismo modo que soñaba que una chica como
Claire se colgaba de su brazo y le hablaba al oído y le decía cosas estupendas.
Era en realidad lo que ocurría, lo que inesperadamente sucedía.
Aquella tarde sucedió algo distinto. Ella se
puso de repente frente a David y alargó la mano hacia él para acariciarle. Temblaba.
Puso los dedos en su boca. Sintió la aspereza de sus labios curtidos. Luego se
acercó más y le abrazó despacio, levemente, como si temiera herirle, y comenzó
a besarle, con delicadeza y ansia. David, en medio de una tregua de aquellos besos
lentos, inesperados, mientras ella le miraba con una insistencia que provocaba
en él miedo y amor, dijo algo de lo que se arrepintió de inmediato, algo que no
tenía que ver con el desdén, ni con la altivez, ni con la convicción, ni con ningún
protocolo personal o profesional, sino con la más estúpida y desalmada timidez.
Simplemente, se sentía más abrumado que feliz. Así que dijo:
—Cuando escalo, no follo.
Porque entonces ella se desasió de él, se dio
la vuelta y regresó al campamento, entre las sombras. Y porque aquella noche,
mientras David se consumía en su tienda, Claire Jackson follaba con otro.
Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021
ueeeee!!! 💙
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