Vine al mundo en un domingo
de vendimia,
mientras mi abuelo ejercía
de capataz
y la familia, en una viña
de alquiler,
se movía al compás dictado
por el improvisado
patriarca.
La uva recogida después se
pisaría
en un lagar vetusto y
pétreo
de finales del siglo XVIII
que destruimos a mazazos
años más tarde
para convertirlo en sórdida
leñera,
siempre en nombre del progreso.
Vine al mundo un domingo
—decía—
en un hospital comarcal
redefinido
como hospital ambulatorio
sin sala de partos
en poco más de un lustro.
Fuimos la última generación
que portó en el DNI el
nombre de su tierra,
así como fuimos los últimos
en aspirar
a vivir mejor de lo que
concedieron
vivir a nuestros padres.
En nombre del progreso,
igualmente,
fuimos los últimos en todo.
Los últimos mohicanos
del mundo analógico,
la última generación, los
últimos nacidos.
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