Siempre
que viajo, llevo en mi gusto una botella de whisky, “para el camino”. Esta
vez era uno de tantos “siempre que viajo” y compré en una tienda del aeropuerto
de México una buena botella a la que apenas le alcancé a beber la mitad. En
Madrid debía tomar otro avión para Bolonia. Eran las ocho de la mañana de un
día de mi vida.
Con mucho amor, le di los últimos
tragos de despedida a mi compañera de viaje, porque me dolía en el cuerpo
tirarla. Un acto así me haría llorar. Puedo perder una hermosa amantísima a la
que he vaciado y no pasa nada, pero deshacerme de una botella todavía con algo
adentro, me saca las lágrimas.
Le di un beso adiosero a mi compañera
de viaje y miré a mi alrededor. Una
mujer limpiaba arrastrando una escoba y un bote de basura. Tierra a la vista
para mi botella al agua. Me acerqué tímidamente mexicanito, y le dije que la
botella era auténtica y buena. “Ya no hay nada auténtico y bueno”, me dijo. “Se
la regalo”, le dije. “Hace mucho que no acepto nada de un hombre”. “Soy padre
de familia”, le dije, sin saber ni entonces ni ahora por qué o para qué.
—Es buen whisky, del que emborracha
bien, téngalo.
Que no podía coger nada de nadie en
horas de trabajo.
—Para que se lo beba su marido.
Me dijo que lo pusiera en el bote y que
ella lo cogería más tarde, porque en ese trabajo no podía recibir dádivas.
“Métala ahí, y yo la saco después”.
Asunto concluido, para mí, y me fui
arrastrando mi maleta.
—¡Ey! —Me llamó—. No tengo marido: nos
peleamos por una botella, y me dejó. Y eso que se la cedí, pero él pensó que
era lástima mi mucho amor.
Siempre que bebe, se acuerda de él. Y
se pone a llorar.
—Yo no tengo de quién acordarme, por
más que bebo —le dije.
Me miró con mucho pasado desde el fondo
de sus ojos, y me dijo con un dolor mío que hacía suyo:
—Pobre viajero que no tiene a dónde
regresar.
Me dio vergüenza en la parte infantil
que aún me queda, y eché a irme con pasos cobardes.
—¡Ey! —Me atajó de nuevo en voz alta; y
luego, suave, bajito, y con cariño, bajando la cabeza como una gata a la que
uno le acaba de acariciar la frente, me dijo— Buen hombre: gracias, por darme de llorar.
Dante Medina. En: Un minuto de ternura. Selección y edición de Uberto Stabile. Ed. Baile del Sol. 2015
Impresionante como tan pocas palabras; pueden causar un estremecimiento total de emociones, una empatía con los dos personajes expuestos, y una analogía variante en cada una de las acciones ejercidas.
ResponderEliminarFácil de leer, fácil de describir ¡maravilloso!