Eva y yo estábamos en una
larga cola de gente. Era la estación de Atocha y el calor resultaba
infernal. Habíamos perdido nuestro tren a Huelva. Las únicas
opciones que nos quedaban eran pasar la noche en Madrid y viajar a
Huelva al día siguiente o conseguir un tren a Sevilla y hacer noche
allí. El problema era que no sabíamos cuánto dinero había en la
cuenta, si alcanzaría para dos billetes de tren y una noche donde
fuera.
Sudábamos a chorros mientras
poníamos un ojo en la lenta cola y otro en nuestro equipaje. Creo
que la desesperación, además de en las palabras, se reflejaba en
nuestras caras. De pronto, una mujer que hacía cola detrás de
nosotros dijo: “Si necesitáis dinero, cincuenta euros o algo así,
yo os lo presto”.
La miramos atónitos. Trataré
de ser preciso en la descripción. Era más joven que nosotros, muy
bien vestida, con un traje de chaqueta elegante, y realmente guapa.
Su aspecto era el de una ejecutiva bien pagada, con su práctica
maletita y ningún signo del sudor y el desorden que nosotros
padecíamos. Era el tipo de persona que suele ocuparse de sus propios
asuntos, alguien de quien jamás, jamás, hubieras esperado ese tipo
de ayuda. Cincuenta euros. No son mucho. Pueden serlo todo. Le dimos
las gracias efusivamente y le aseguramos que era posible que nos
alcanzara el dinero. La cola se dividió en dos y ya no volvimos a
hablar con ella. Finalmente nos alcanzó el dinero.
¿Qué mueve a una persona
desconocida a ofrecer su dinero, aunque tenga mucho, a unos perfectos
desconocidos que probablemente nunca se lo van a devolver? ¿Para qué
inmiscuirse? ¿Para qué ayudar? ¿Qué grado de empatía, de
verdadera humanidad, hace falta para ponerse de esa manera en el
lugar de un extraño?
No sé nada de aquella mujer,
no sé quién era. Pero a veces, en la más negra desesperación y en
el desengaño de este mundo nuestro en el que cada uno se preocupa
sólo de lo suyo, pensar en ella me devuelve un poco de esa fe que
todos hemos dejado en el camino y que, sin embargo, necesitamos
desesperadamente para seguir viviendo.
Donde quiera que estés,
hagas lo que estés haciendo: gracias. Y que seas feliz.
José
Luis Piquero. En Un minuto de ternura. Selección y edición de Uberto Stabile. Ed. Baile del Sol. 2015
Foto de Juan Sánchez Amorós
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