Encuentro
en un armario
la
bolsa de las canicas que mi abuela me hizo,
y
entre sus formas y colores
me
veo jugando con mis muñecos
en
el corral de la casa de los Escribanos,
veo
un hoyo, veo un trompo,
veo
a mis amigos jugando al burro,
a
la comba, al escondite,
veo
un solar detrás de la Friseta
donde
juego al fútbol con mi camiseta amarilla
que
lleva una D recortada en cuero rojo
que
mi madre me ha cosido en el pecho,
veo
cómics, libros de los cinco donde leo
que
beben cerveza de jengibre
y
viven aventuras maravillosas
que
nunca me habrían de pasar a mí,
veo
a mi abuelo Quintero jugando a la brisca
los
dos metidos debajo de la mesa camilla
donde
arde el picón y el incienso
y
el frío de la mañana nos mira desde las cristaleras del patio,
veo
a mi abuela Trinidad cosiendo guirnaldas de jazmines
para
ahuyentar los mosquitos,
veo
una tortuga griega nadando
hasta
el oscuro fondo del pozo,
veo
una araña tejiendo su hilo de plata
empeñada
en completar el trazado de los días.
Miro
mis canicas, la hermosura de sus cristales no se pierde
tampoco
lo que evocan desde sus facetas de colores,
veo
una playa, pescadores, la pesada red que sacamos llenos de alegría
mientras
los peces saltan por encima de nosotros,
veo
tu pelo rubio, veo un amor, veo el incendio de una rosa roja,
veo
un piano donde todas las notas dicen adiós,
veo
tu cuerpo en las aguas del Calabazal,
veo
un abejorro en la tarde tórrida de agosto,
veo
un niño en un ataúd, un niño helado que me obligan a besar
porque
dice mi tía Gertrudis que es lo más cerca que voy a estar de un
ángel,
veo
las extensas praderas de Texas, te veo en un teléfono sudado,
veo
a Camilo fumando detrás de la barra del bar de la calle Carnicería,
veo
el rictus de dolor de mi abuela Ángela,
veo
las manos de mi abuelo Miguel,
veo
las tijeras de podar del tío Frasco,
veo
el rostro sereno de mi prima mientras se extingue,
veo
el rostro despavorido de mi tío Juan ante la presencia de la muerte,
veo
niños, muchos niños, niños que yo creí eran mis abuelos, mis
tíos, mis primos
cuando
solo eran reflejos de mí,
enseñanzas
que me fueron más o menos transmitidas
de
la única e imperfecta forma que supieron,
ejemplos,
caminos ya trillados, facturas que pagar,
torres
hendidas por el rayo, carros, laberintos,
avisos,
barruntos, equivocaciones, errores, convicciones.
Tengo
los ojos llenos de canicas,
en
una me veo dirigiendo una aventura infantil
cuyo
objetivo era alcanzar las orillas del Tinto
y
donde por poco perecemos entre sus légamos,
en
otra toco el agua confundida del Odiel,
del
Guadalquivir visto en diferentes ciudades como si fuera el mismo río,
veo
una vaca hinchada flotando sobre el Indo,
veo
el Bagmati desde un puente, una tarde de oro,
en
los años que sufrí la fascinación por Oriente,
veo
el Sena desfilar por el Pont Neuf,
veo
humo sobre el espejo del Hudson,
veo
el Támesis cruzando bajo la torre de Londres
y
hace frío, mucho frío en este fuego tan pequeño, tan delicado,
que
arde dentro de estas canicas,
el
tiempo debería haberlo preservado,
pero
todo se desmoronó como madera podrida,
fue
borrado como se borra una pizarra,
llenándolo
todo de borrones de nubes
en
la dura consistencia de estas canicas,
en
su luz reflejándose en mis ojos
o
mis ojos en la luz de su cristal,
en
el fuego donde todo arde
y
dentro de ellas veo a un anciano
que
encuentra una bolsa de canicas en un armario.
Antonio Orihuela. Salirse de la fila. Ed. Amargord, 2015
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