Frente a los rutilantes superhéroes
anglosajones
provenientes del primer mundo
siempre me gustó El Santo,
aunque El Santo no volaba, no trepaba
paredes,
no tenía armas, ni mirada de rayos,
no era joven, no tenía doble vida,
estaba gordito y le encantaban las
mujeres.
Prototipo de un país pobre,
El Santo no era periodista, ni
científico
ni pertenecía a la jet set,
se casó con Maruca por la Iglesia
y tuvo diez hijos.
El Santo llegó a héroe
porque continuaba trabajando
en su tiempo libre
de lo mismo que ya hacía cuando
trabajaba,
es decir, repartía mamporros,
solo que ahora no por dinero
sino por causas justas
como defender huérfanos
y hacer favores a bellas señoritas.
El único lujo de El Fondón de Plata
era la posesión de un descapotable
en el que apenas le entraban las piernas
y donde parece un niño grande
montado en un cochecito de feria.
Lo recuerdo por una carretera de curvas,
con cierto aire de Isadora Duncan
en su capa al viento,
mientras la palabra FIN va llenando la
pantalla
en El Santo y las momias de Guanajuato.
Lo recuerdo más caliente que el cenicero
de un bingo
en El Santo contra las mujeres vampiro.
Lo recuerdo triunfando junto a la
revolución cubana
en El Santo contras los hombres
infernales.
Lo recuerdo intentando recomponer las
relaciones yanqui-mexicanas,
reproduciendo esa mezcla de curiosidad,
admiración y desprecio
que se han tenido siempre los vecinos
del norte
en Santo y Superman contra Drácula.
Recuerdo la vez que le oí su verdadera
voz,
una voz atiplada y vulgar
que sin duda era la criptonita del
enmascarado
y por eso tuvo que ser doblada por la
alquimia del cine
para no perturbar la integridad del
mito.
El Santo dio durante treinta años
sentido e identidad a los mexicanos,
a todos los que caminaban sin norte,
sin motivo, sin utopías ni humanidad,
y murió como mueren los pobres,
trabajando,
peleando una noche contra Los Misioneros
de la Muerte
que le trajeron la suya,
un día de lluvia, acompañado de diez mil
personas,
sus viejos enemigos, Black Shadow y Blue
Demon,
en una hermosa prueba de fidelidad y
camaradería,
cargaron con su féretro hasta el
cementerio
mientras se iban comiendo sus propias
lágrimas.
No se marchitarán jamás
los laureles de la tumba
del héroe de Tepito.
Antonio Orihuela. Salirse de la fila. Ed. Amargord, 2015
Querido Antonio, gracias por el poema, la poesía debe servir, entre otras cosas, para lograr que "no se marchiten jamás los laureles de las tumbas". Un abrazo!
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