De esta gente ponía el disco Hortzak Estuturik entero. Ahí
me di cuenta que se puede escuchar eslovaco, cirílico o esperanto con la misma
expectación. Entendí que la música y la entonación compensan la falta de
entendederas.
Umbral decía que
aprender idiomas era para recepcionistas de hotel. Estoy de acuerdo. El
pragmatismo demuestra que pasarse la vida en academias para entender que la
poesía se seca al traducirse, no merece la pena. En anteriores mentiras andará
que el aporte de Leopoldo María Panero a la poesía fue la traducción. Sus
interpretaciones de Cummings, Pound o Holderling mejoran el original, porque
les aporta el talento que la traducción les roba.
Tenía diez años cuando
empecé a dejarme la melena. Un poco por inercia, un poco por decencia y un
mucho por imitación. Me chupé vinilos de Scorpions, Bon Jovi y Van
Halen, con ese saturnismo musical que a los diez años me espabilaba el pelo
y el oído. Ya semicalvo y con quiste dermoide, (mi neurocirujano lo llama
tumorcillo) veo que el tiempo pesa como una aguja que hace surcos y hay que
estar despierto para que no se repitan las canciones.
Ahora que comienzo la
cara B de mi vida, recuerdo que con diez escuchaba a los Su Ta Gar en TDK
de 60. Me regalaron un walkman por mi cumpleaños y me recorría el
barrio andando y tocando los tres ecualizadores como quien hace magia. A mí la
música a esa edad me tocaba la química de la imaginación. Y nos hacíamos playbacks
con un casete de pilas gordas y guitarras de cartón que fabricábamos
nosotros.
Con la llegada de las
vacaciones se abría la hucha y se contaba el dinero que ahorrábamos en
invierno. Cada hermano con su charquito de monedas pensando las partidas de
gasto: piscina, cine y chucherías. Para La Peña poníamos 1500 pesetas y con
apenas once años teníamos desde cerveza hasta tequila. Lo haces ahora y te
quitan la tutela.
Íbamos seis al pueblo en
un Seat 128 blanco (lo haces ahora y te quitan el carné) con maletas XXL
donde mi madre metía la casa entera: jamones, periquitos y plancha
incluidas “que la de tu madre me quema la ropa”.
Tardábamos más en salir
del coche que en llegar al pueblo. Una vez que se sacaba la jaula de los
periquitos, machiembrada en las costillas de mi padre, salía mi madre, le
recogía los pajarillos, y los tocaba hasta que movían las alas como hacen los
magos con las palomas que sacan de la chistera. Vivas las criaturas, sacaba a
mi padre a tirones, encajonado entre el asiento y la guantera para que nosotros
pudiéramos estrujarnos con comodidad. Desde entonces, siempre que monto en las
traseras de un coche oigo la voz de mi padre “¿Vais bien hijos?”. Luego salía
Abraham que se encargaba de que los otros tres hermanos no nos dispersáramos e
intentaba desencajar el Tetris de las maletas sin romper nada.
Se corría, se jugaba al
fútbol y se iba a la piscina. Entre aguadillas se tocaba la teta y en el
“sécame”, el culo que te dejaban. De fondo sonaba Su Ta Gar que lo
traían los hijos de emigrantes a Euskadi.
Fui a verles a la casa
okupa de La Nevera, Metro García Noblejas, cinco gambas con Matando
Gratix donde me encontré con el secreta del pueblo que al verme puso
ojos de culo.
De Cataluña llegaba Sangrait
y Sopa de cabra, creo. Y hasta los Tako de Zaragoza. El ñu
extremeño emigra donde le dejan. Para mí Itxaropena es el recuerdo de
esa pubertad donde fui conociendo los pilares de lo que se me venía encima.
Luego la verbena, la tristeza y la despedida, como un final recidivo.
Otra vez el “¿Vais bien
hijos?”, la jaula, la hucha y ya en casa las llamadas. Entonces se escribían
cartas a las novias y a los amigos del verano. Se llamaba desde la cabina y en
las familias numerosas había que esperar a que el teléfono de la habitación de
arriba quedara libre (la de mis padres que tenía pestillo) para confesar un te
quiero, un futuro o un cigarro. Un mundo donde el porvenir tenía fecha de
Navidades, Semana Santa y Verano. Aquellas cosas que merecían la pena.
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.
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