“Trabajo esclavo/ Vida de perros”. Claro. Esto decía Grass a las seis de la mañana en un autobús atascado de carne obrera para el matadero laboral. Con veinte años y una vida por delante, no ponía mucho énfasis en el paraguas que mojaba mis vaqueros. Entendía que las menopaúsicas no lo hacían adrede y bastante tenían con acoplar su pandero en el Tetris del autobús. Así arrancaba la jornada del fabril. Me había fogueado repartiendo frigoríficos por el Madrid urbano descubriendo las tripas a la ciudad. Resultó que los portales donde meaba los fines de semana daban paso a porterías de infravivienda. Todo en su sitio.
Los Grass llamaron a su disco Ciudadano X que se supone que era yo. El lenguaje, como convención necesita etiquetas, leyes y análisis de sangre. Los Grass cuadriculaban su discurso con la potencia del doble bombo y la guitarra machacona del ska. Rompían la voz al estilo Soziedad Alkoholika y le metían flow de hip–hop. Salía un buen producto para reforzarte la idea de que eras biomasa. Algún día los veganos entenderán que hay más tortura, laboral y humana, detrás de un tomate que de cuarto y mitad de pavo.
La Fábrica de la Moneda era un pueblo grande. Dos mil currelas repartidos en turnos y talleres. Recuerdo que la gente cambiaba la noche por la tarde en función del cocinero que hubiese. En cada taller existía un Arguiñano al que el resto de los compañeros exoneraban del trabajo a cambio de que les preparara el almuerzo. “Yo estoy de noche que quiero comer codillo”. “A mí me gusta el pulpo que prepara Asenjo y me voy de tarde”. El estómago nos organizaba. Recuerdo que un día olvidaron tapar los caracoles que habían dejado en remojo. Al día siguiente cincuenta operarios se arrastraban por el taller de litografía para que ningún gasterópodo pudiera romper las planchas ante la inminente visita del Banco Central Europeo. Así me pasé año y medio. Me dio tiempo a jugar al rol, echarme la siesta, aprender el oficio, secundar paros y mitinear asambleas. Ahorré un capitalito con el que compré el sarcófago donde yago. Allí aprendí que el obrero gana dinero para comprar el coche que le lleve al trabajo e hipotecar su vida a cambio de una casa para dormir el cansancio laboral. El excedente se emplea en un ocio que le infunda ánimos para seguir yendo al matadero. Y así.
Año y medio. Dieciocho meses fueron suficientes para sentir como arrasa el privilegio de tener un empleo.
Yo venía de los alfas y los betas, del mundo feliz de Huxley. En la FNMT comprobé la alienación que decía Marx. Pellet humano. El fracaso hecho carne. Fumadores de mirada perdida entre resmas de tiempo. Alcohólicos en turno noche, trabajadores que perdían dinero (gasolina, cafés, tabaco, chuletón, cañas...) fulminando el calendario. En dieciocho meses perdí cuatro compañeros sesentones. Otros dos infartaron recién jubilados. Entendí.
Arranqué mi bibliotecaria vida trabajando cuatro horas. Fueron aumentando mi jornada hasta las ocho de enajenación completa. Los obreros de Béjar, en 1907, hicieron huelga siete meses para conseguir una jornada de ocho horas. Y ahí seguimos más de cien años después. Las ocho putas horas necesarias para aniquilar la voluntad y marcar a fuego la conciencia de la derrota.
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.
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