Yo
también estaba allí aquel día, cuando Boris Groys dijo que el contexto
de la vanguardia había mutado en el contexto de sus cifras.
Groys
no mostraba indignación. Simplemente constataba un hecho para él
“objetivo”: los números habían sustituido a los comentarios.
¿Podía hablarse de obras de arte o convenía referirse a un cangrejo de caparazón corporativo,
una estructura que aglutinaba, de manera indisoluble, la obra de arte y su estadística?
¿Había quedado fuera de esa lógica el poema o el poema nunca había sido obra de arte?
Las
proyecciones intelectuales se habían abandonado en el cuarto de los
trastos, junto con el antiguo exprimidor manual de limones,
y en su lugar había aparecido la licuadora del determinismo numérico.
Los
periodistas la usaban en ruedas de prensa para justificar su presencia,
la presencia del compareciente y la propia necesidad del ritual
profesional.
Yo estaba allí, observando cómo unos y otros jugaban con el resentimiento de las masas,
observando cómo unos y otros rehacían entre las masas los gustos y cómo después presumían de ser ellos
los que se adaptaban a los gustos de la masa —gustos realmente los únicos existentes.
¿Debe un poeta seguir construyendo nasas en el aire con el material más frágil de la naturaleza —los círculos del no-ser—
o debe estimar las equivalencias interdependientes entre la estadística de la masa y la estadística del arte?
¿Debe concebir el poema en parámetros mesurables o dejar que el poema vaya más allá de la línea sin retorno,
que incluso se extravíe y no volvamos a tener noticias suyas?
¿Debe oír el poeta al pueblo o debe oírse a sí mismo?
¿Existe todavía el pueblo o el pueblo ha sido ocupado por el estándar de un modelo predictivo?
¿En ese estándar, el poeta se encuentra en el rincón del gourmet, en los supermercados de marcas blancas o en los estuches de la seguridad social, apartado Trankimazin?
¿Debe el poeta exponerse o ser un francotirador?
¿Debe ocultarse o volverse invisible, ajeno a la toxicidad publicitaria?
¿Debe el poeta deber
o debe deber nada?
¿Poeta y deber son incompatibles? ¿Debe ser el poeta incompatible con algo? ¿Debe ser compatible?
¿Ser y deber son compatibles?
¿Cuántos
cadáveres deben pasarnos por delante para que dejemos de pensar que uno
de nosotros, cualquiera de nosotros, podría salvarse?
Antón Lopo. Lampíricos (Diarios 8). Letraversal Ed. 2024
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