VII
Llueve:
veo la transparencia.
Lejos
del agua, dentro
del
agua,
en
el agua que es vientre,
gotas
como hiedra o casas.
El
cuerpo habla desde sus límites:
oigo
sus rodillas, el aroma
de
su pudor, la violencia con que me entrega
su
silencio.
El
agua de la voz nos mece en un revoloteo de sinapsis
y
en el patio tiembla la fuente y los sillares surten sol
y
las palabras se enredan, jóvenes,
en
el bronce de los arriates
y
de la conciencia.
Pero,
sin que lo sepamos, un calambre negro ha excitado a los animales de
la carne,
y
la melancolía muerde como una voluminosa flor
y
las vísceras proyectan su sombra
sobre
la separación.
Nazco
en el desequilibrio: manos que olvidan madres
y
beben oscuridad,
minutos
en que irrumpe el óxido de la materia,
el
difuso latido.
Soy
el que ha rendido sus muros a la insidia del gemido,
el
que ama sin espina dorsal,
el
que padece lo débil del sueño
en
las manos abatidas de la mujer
que
creyó en la posesión
y
en la castidad,
y
se ofreció a ellas como una pupila fecunda que esperase
la
última impaciencia.
¿Me
pertenece su olor?
¿Me
pertenece este mar que se astilla, esta vacilación,
el
ojo futuro?
¿Poseemos
lo destruido?
Llueve
todavía.
IX
El
ojo ingiere,
respira
líneas:
el
movimiento, como un gran animal de aire;
la
sustancia del movimiento,
con
llama, con frío, bronce transparente;
el
icono de las nalgas: su eclosión.
La
materia, paralela a todo, abrazada
a
la negación y a la cerámica,
a
la humedad que oímos y a la sangre abandonada,
lejana
como la noche que nos respira,
invoca
mi nombre,
pero
solo entrega su quemadura,
su
oposición a la lluvia,
su
patrimonio pálido como el frío.
La
mano mira, después. Y la conciencia, sol tardío,
busca
los poros que contengan las palabras,
hiere
la seda crural,
el
pelo exigido.
Los
pechos son el ojo y la imposibilidad:
incurvan
lo invisible, unen
el
resplandor a la forma,
se
yuxtaponen como las dos mitades de un estanque mortal,
y
me oscurecen, me enarenan: afirman
su
vuelo.
También
la vulva pesa,
como
el sueño, automática,
redonda
en su centro
y
en su destrucción.
Muerdo
entonces la esperanza, las hormonas,
los
hematomas salidos de mi boca como luciérnagas contradictorias,
la
tinta de la transgresión,
y
la mordedura me anula:
tu
cuerpo entra en mí, turbia rosa disparada,
y,
con él, la risa sin pupilas, el hígado
silencioso,
la inteligencia del glande,
la
ceguera del glande,
la
masa delgadísima del nacimiento, los pies
que
conspiran, la devoción de los dientes.
Me
como tus besos, tu hambre,
tu
imaginación y tus tubos,
tu
piel venida a mis venas,
las
flechas del sexo, la intimidad
de
los ojos,
la
asombrada saliva.
Pero
no te toco.
El
cielo se esconde en mi estómago.
Fuera
solo se extiende
la
insuficiencia del tiempo.
XII
El
sol se subleva: latido que excede al corazón.
Antes
brillaba la oscuridad. Ahora la luz transpira
y
crece como un pájaro inverso,
como
un árbol que regresa.
Las
pupilas, sonoras.
Sudan
los autobuses. Negras detonaciones. Gotean
pájaros.
Todo
cuanto posee un cuerpo, todo cuanto cree sobreponerse
a
su ser mediante alas o hernias o putrefacción,
recobra
sus pétalos crueles.
La
ciudad, en cuya vigilia ha madurado el abrazo,
nos
observa como un animal creciente.
En
su convulsa quietud
—edificios,
mar, geometría—
los
ojos ven ladridos, relojes
que
se impacientan, la condena
de
la claridad.
(La
mirada vuelve a los ojos
como
seres que hubieran conocido lo indómito,
alumbrados
por las tinieblas,
hostiles
a las tinieblas).
También
la piel vuelve: a su ausencia, a la piel de la noche,
a
la respiración que empaña este oro indeciso
con
su vaho mortal.
Un
saciado vacío sostiene los espacios que nombro
y
ni siquiera los pechos, dolorosamente míos, me poseen.
Llueve
lo visible,
oscuro
como los pasos de las prostitutas
que
vuelven a sus casas, por la mañana,
exhaustas
de realidad.
¿Es
este silencio el mal?
¿Vivimos
en él? ¿nos maceramos en él? ¿oímos?
¿Compartes
tú esta tregua
que
termina, como la sangre, en cada sílaba, en cada sangre?
¿Compartes
las
sombras rotas por la carne,
la
soledad rota y nacida,
o
te escondes en el vuelo?
¿Sientes,
en fin, este caer,
esta
ola inmóvil contra la inmovilidad?
El
semen resbala en mis muslos, frío.
Oyes,
quieta,
la
huida.
XIII
La
oclusión me llama, voz oscura,
insistencia
oscura,
irritación
de insólitos hemisferios.
Me
llaman las paredes y su voracidad,
y
anochezco en sus flores inflexibles,
y
remonto sus prohibiciones
como
si una mano sonriente y amarga
me
empujara hasta el otro lado de lo denso,
y
saturo el asombrado albañal,
este
ahora hembra, este sol ciego
en
el centro,
pero
no alcanzo a traspasar su luz vacía.
Antes
de amar tus heces
los
cuerpos se abovedaban
para
recibir la lluvia de los dientes,
se
despojaban de su carne
para
que fuera visible el latido.
Ahora
veo tu interjección,
mis
manos en tu mitad total,
la
oquedad, niebla negra, en que fracaso,
la
hedionda dulzura.
El
dolor es un perro, el perro que soy,
el
perro que sujeta tus pechos tumultuosos con sus patas humanas,
el
jadeo mío y tuyo, entrelazados como palomas de barro,
el
acto que extiende sobre nuestras soledades
su
red violenta.
El
dolor es un disparo sucísimo, un coágulo
en
forma de melena.
Resido,
aún, en tu colon,
en
su dificultad.
Y
la piel, hostil, retrocede:
se
ensancha en obstáculos, dilata lo invisible,
interminablemente
complace
y
ofende.
Entro,
salgo, también de mí, como la noche,
deprisa,
como el látigo.
Y
tú me recibes, cáliz sombrío,
entregada
a esta candente pasividad, a la plenitud minuciosa del recibir,
hasta
que una luz, dentro, justifica, con su espuma,
la
ciénaga en que nos abrazamos.
Hay
poca gente en la playa, aunque la arena
es
profunda todavía.
El
sol, el sol.
Oigo
el azul,
la
respiración de tu forma,
el
agua, torturada en olas, desnudándose,
arrodillándose,
con oscilación de miel,
retumbando
como un gran torno
en
cuyos engranajes reside el silencio.
Caminamos
junto
al agua y su luz,
en
al aire inclinado,
fingiendo
que los pasos que damos
son
nuestros pasos.
Tienes
frío.
La
camiseta que te he prestado
abre
los ojos,
se
desdobla en espuma,
quema
como una sombra
o
una honda saliva.
Luego,
algas, encajamos. Tus ojos muerden el agua,
tus
caderas astillan el agua,
con
las manos transparentes te hundes en mí,
apagas
el temblor.
Agua
en pie, cielo con forma de agua,
agua
otoñal y dura
en
la que morimos
y
nos transformamos
como
pájaros ateridos e incendiados.
Observo
los pinos
y
su olor que cabrillea como agujas
por
encima del niño que nos mira
a
quien miran sus padres
trepidantes
en el rojo.
No
pesas. Ni el sol.
El
agua recibe mi desesperación blanca
y
tu ternura.
Eduardo Moga. La montaña hendida. Ed. Bassarai, 2002
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