IV
Y regresan las cosas al origen primero del
lenguaje
Y sigo aquí
preguntando al siglo por sus ausencias,
por lo no
resuelto, por las lágrimas intactas y el temblor ajeno,
adivinando
lápidas, lo ya borrado, lo que insinúa el signo,
la huella, lo
inscrito un día en la carne, lo que fue
alegoría y pasó
leve como niña, trazo de luz, vuelo
entre sombras,
lo que fue aliento, lo que pudo ser palabra
(si la
encontramos, si entra en nosotros y la recibimos
en el hueco de
unas manos mudas)
la palabra
salida de dentro, caída en el aire,
envuelta,
respirada, la voz, la letra grabada,
la que se hace
carne o rescoldo, lo dejado,
lo que estuvo y
fue, lo que resta y lo que anuncia.
Como huella que
impulsa, lanza, tensa,
nos colma de
espera y vacío, nos arroja a lo venidero,
nos alcanza en
eco, rastro, en lo que fue y nos llama
a lo sucesivo,
lo imprevisto, el descubrimiento, el hálito,
lo no andado,
sílaba del tiempo, oquedad de la materia,
origen y
silencio
que habla en la
mirada, alienta, alimenta, se hace carne
y signo (nos
hace mundo) palabra salvada
donde espera la
profecía, su cumplimiento y su sentido.
Allí donde está
escondido el nombre, el instante
en que todas
las cosas regresen y asciendan
desde la rama,
desde la carne herida, desde las cuatro letras,
los veintidós
signos, las diez esferas, desde la brisa,
desde el
espacio de pájaros y cielo y descendamos de nuevo
rodeando,
sajando, goteando sangre, savia oculta,
sabiduría, luz,
seamos raíz, cuerpo de la palabra,
sexo de dios,
huella del nombre y regresen al fin
todas las cosas
y nos reconozcamos en el año del jubileo
cuando la letra
sea palabra que fue carne
pronunciada
desde la marca de la ausencia,
dicha en el
incólume fulgor de la noche transfigurada.
Habita mundo
(lo puebla de sentido, lo crea), reclama
nuestra atenta
mirada, exige descifrar, abrir el cuerpo
al milagro de
lo vivo, leer las cosas, su azacaneado bullir,
el pálpito de
los animales, la impávida lejanía de las esferas.
Leer el mundo
como un texto, como piel, un tejido, una piedra,
como
constelación (su inventado dibujo, sus nombres hermosos,
falsos, su luz
lejana y permanente) o un susurro
(lo que el aire
dice de las cosas,
el agua y sus
afluentes de esperanza, lo que calma el viento
y sus
contornos) la semejanza, los límites del tiempo,
el origen de la
voz y el nombre,
leer
el vuelo
imprevisto, el instante de luz, hilo, filamento,
una trama
tejida de diálogos, correspondencias,
sostenidos
ecos, el deslumbramiento y su inquieta sabiduría,
lo que
permanece tras la iluminación (como polvo
de luz de un
dios desprendido)
Serenidad acaso
esta lectura, este comprender,
sentir en la
raíz el instante ciego que lo ilumina,
alquimistas de
la palabra, astrólogos de la memoria,
profetas de la
noche y el repetido asombro,
augures de la
armonía y el milagro que circunda
y caminar así
entre letras, signos,
guijarros,
estrellas, pedacitos de mundo.
¿Ser entonces
un signo más?
o tal vez un
signo menos
(si contamos
las ausencias) ser punto, letra,
vocablo,
muesca,
dejar rastro de
lo escrito, una nota,
(una mínima
mota) que será hueco, olvido,
pausa, pequeño
filamento en la urdimbre de la trama,
en las costuras
vueltas del tiempo,
resonancia
perdida (¿acaso salvada?) en la sucesión
necesaria, en
la inconclusa, errada lectura,
en el texto
infinito que débil hilvana lo que permanece,
lo mínimo
dejado, el eco de un perdido eco.
Así como los
niños juegan a hacerse con la semejanza,
imitan mundo,
aprenden las horas, los disfraces,
lo oculto, lo
imprevisto y se visten con el miedo
para habitarlo,
hacerlo suyo, como juego necesario
entran al
oscuro cuarto de los abrigos o ascienden
temblando al
tenebroso, polvoriento, desván
o abren la caja
y dentro del reloj se esconden
para siempre
ocultos en el vientre del tiempo:
heredan así las
formas, las múltiples figuras
de sentido, las
ocultas correspondencias,
la resonancia
de cosas y seres
su diálogo con
lo abierto, la permanencia.
Heredan el
milagro, el asombro,
todo lo que nos
reclama con urgencia de vida
y nos sella a
lo que palpita y la memoria,
como alegría lo
hacen travestidos con los siglos,
habitando la
semejanza como traje de fiesta,
como piedra que
salta lanzada al mar o cometa
zarandeada,
erguida, impulsada por el viento,
por el tiempo
contra el tiempo.
Heredan
sentido, luego olvidan:
les damos la
vuelta, les hacemos mirar hacia atrás,
perderse en las
formas, en su rígida arquitectura,
extraviar lo no
vigilado, lo que espera y nos habla,
suman acción y
desmemoria, pensamiento
y ambición y
destejen la trama, olvidan el hilo,
ovillan,
enredan la luz en el tiempo y la historia.
Y nuestros los
hacemos, crecidos en la sequedad,
en la
aceptación de la costumbre,
para siempre
perdido lo pronunciado por vez primera:
la palabra, su
repentina caída en el fulgor del mundo.
Olvidan los niños
como olvidan los niños
como olvidan
los juegos o lo sagrado palpitante,
sus leyes
ocultas, la voz que redime las formas.
Así como ellos
juegan a crear mundo
con palabras
descubrimos la oculta semejanza,
acariciamos el
vocablo, sentimos la áspera
tibieza de las
cosas, el rugoso lametón del silencio,
y lo dicho en
el instante de luz, en el deslumbramiento,
es de nuevo
asombro y de nuevo juego imprevisto
y regresan las
cosas al origen primero del lenguaje.
De Elegía en
Portbou.
Memorial de ausencias
Antonio Crespo Massieu
Tigres de papel, Madrid 2019
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