Porque me
habían traicionado. Sentía que había regalado mis sueños (al Emporium) a cambio de una anestesia
total de mis facultades humanísticas, intercambiadas por aquel samsara infame e idiotizado de
repetición circadiana que llamamos trabajo. Mis sueños me los había comido y
defecado. Ya no existían.
...//...
Llegamos a
nuestros días: días en los que, al pronunciar ciertas palabras (poesía,
literatura, humanismo, humanístico, paz, armonía, et caetera), hay que tener miedo, en los peores casos, pudor en
todos los demás. Son los días en que llego a la oficina y me tengo que poner la
máscara, renegar de lo que soy, sumergirme en la parte, ser el sistema, porque
en el sistema como y bebo y a él le debo todo (y entonces ¿de qué lamentarse?).
Son los días en los que me dejo caer en la escafandra 1.8 turbodiesel y me paso
mis dos horas en el GRA[1], enfrento
la línea Maginot que envuelve a la capital, rodeado de caras oscuras,
impenetrables, de otros como yo, encerrados en sus latas retorcidas, malignas
(pero ¿se ha pensado alguna vez en lo feas que son?, ¿se ha mirado alguna vez
un automóvil por más de quince minutos hasta desfigurar el sentido de nuestro
isomorfismo/cartografía mental? Resulta un horror sin sentido. Por ellos nos
peleamos sobre este planeta, para alimentarlos con la sangre negra de la
tierra, el petróleo, cada día). Es un reclutamiento humano sorprendente, es un
despliegue de medios y personas superior al del desembarco de Normandía, cada
día.
Te dirán:
“tienes un trabajo, unos ingresos, quizás ni siquiera malos (si, pero después
de un millón de años ¿qué haré de todo esto?) ¿Qué quieres? ¿Escupes donde
comes?”. No es ésta la cuestión.
Si, como dice
Gibson, un alienígena descendiera a la tierra, no vería seres humanos: vería
las multinacionales. No vería a las personas tal como nosotros no vemos las
células que componen el cuerpo. Y, de estas células, de vez en cuando alguna
descubre ser parte de un organismo que va corriendo al suicidio: trata de tomar
conciencia, de involucrar a las células vecinas, con el único resultado de ser
obligada a callar. Dentro de órganos enteramente compuestos de células
cancerosas, las células sanas son el verdadero cáncer. Existen, en tales
organismos, unas válvulas de seguridad, unos sistemas “anti-intrusos”. Es como
si, cuando una célula se da cuenta de formar parte de un sistema equivocado, en
ese mismo instante saltase un resorte que
la suprime, la reconduce a valores “normales”. El sistema se defiende. El que canta con una voz diferente es
marginado, introducido en un ghetto,
ridiculizado, apartado. Es un mecanismo casi perfecto. Vivimos como vacas en un
recinto electrificado, como pájaros en la pajarera, rodeados de metódicos trampantojos
que reproducen un cielo falso. Cuidado con salir, a ver que hay fuera.
Somos míseras polillas inconscientes que se golpean contra el cristal, que se
estrellan contra luces artificiales, desahuciadas por el sol, tan bien hechas
que no somos capaces de encontrar ninguna diferencia. Somos mónadas
incomunicadas y enfurecidas de deseo, sumidas en movimiento browniano,
aparentemente casual, pero de hecho encajado en surcos predefinidos, excavados
por el Dios Economía, un monstruo escapado del control de sus propios creadores,
una fuerza primordial que una vez arrancada de sus cadenas, nadie, ni siquiera
la fuerza de la razón y del sentimiento, ni siquiera el padre eterno
pantocrátor, pueden ya parar. Somos prometeos vencidos, puestos de rodillas y
atónitos frente a tal espectáculo, que no es otra cosa que nosotros mismos.
Participamos cada día del banquete de nuestra carne, nos comemos a nosotros
mismos, somos unos auto-sodomitas consumidores de nuestras almas inmortales.
Somos rehenes de nuestra propia ferocidad: mineralomercantilizados,
galvánicamente movidos por la electricidad del dinero, que nos hace temblar
como ancas de rana arrodilladas en un banco, en nosotros mismos.
[1] NdT: GRA son las
siglas de Grande Raccordo Annulare, la autovía italiana A90 de circunvalación de la ciudad de Roma.
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