documentos de pensamiento radical

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viernes, 27 de septiembre de 2019

2 poemas de CUERPO SIN MI de EDUARDO MOGA



V

Año Nuevo

La botella reposa. Su óvalo se destensa
y el vidrio absorbe
la luz vertida por un sol
arenoso, y se estira como una llama verde,
como el espasmo verde
de un cuerpo cuya carne fuese
su fulgor. Me sorprende,
no obstante,
que siga ahí,
donde ayer la dejamos
(o donde se cayó).
La botella proclama la constancia del ojo:
el ojo insiste en ver,
y las cosas se acogen a él
como si él las nombrara,
como si sólo
en su lumbre convexa
se ensimismasen
y consumaran.
El cielo ha muerto —su cadáver
vagabundea por entre los plátanos,
arañado por humos y vencejos—,
pero aún abriga
poder, y axilas, y abrasiones,
que inquieren
por qué me pliego
a este oscurecimiento, y confío
en la palabra, y mezclo mi materia
con la materia
inexplicable de la Tierra.
Una imprecisa palidez
recae en cuanto veo: las bandejas
con restos de comida, los ladridos
amarillentos
de un perro, los minutos húmedos
de polvo;
y las irisaciones
de lo fugaz anuncian
que algo se llena
de pétalos,
o que sucumbe.
Los tenedores, recamados
de penumbra, reniegan de su ser:
son sólo duda, aleación de masa
y de vacío.
Las copas
se ablandan: su perfume
envejecido impregna las hileras
de libros y las sábanas convulsas,
que aún recuerdan
el cuerpo,
su sangre despeinada,
su lacre frágil.
Está empezando a llover. La efímera
plata del agua ciñe la soledad del mundo
e irrumpe,
con su ruido fragante, en los ruidos callados,
en la geometría
de lo visible, pero ya ido. Cae
también la lluvia
dentro de mí:
en las arterias, y en los calcetines,
y en la melancolía,
aunque en la casa haya sol, ecos
del sol,
áridas mojaduras en el yeso
y los estantes.
La agitación
que hubo se ha refugiado
en los rincones aturdidos:
es niebla tensa,
en cuyo seno las botellas
y los papeles
y los preservativos
se duermen
o desdibujan, y los líquidos
se confunden, y el ojo no renuncia
a su gravitación, a empujar a las cosas
a su existir,
y agavillarse y naufragar
en la irrealidad de lo observado.
Solo, herido por el ojo,
percibo espectros
con límites y labios, cosas inexistentes
que pesan,
y soles,
y cuerpos presos
en su caer,
pese a no haber nacido todavía;
y cruzo la frontera de los días
que son, ya, este día
y este derramamiento azul
que prefigura
mi propia y silenciosa
disipación.



VI

Se ensancha la luz: rompe el molde
del aire y se desploma en el aire,
entre chasquidos
de estambres y antracitas. Luego,
acendrada en fulgor, satura lo real,
y se derrama en lo invisible, e inunda
los escarpes del cielo. La mañana,
hecha de luz, perece con la luz.
Como una casa, se exacerba
y se licua, y su negra limpidez
embriaga
los ojos,
y empapa
los adoquines,
y se dilata
como una mano
que se posara
en un pecho. Se enfría la memoria: no alumbra
sino un rumor borroso
que serpentea
entre rostros que han sido nuestro rostro
y noches que nos han pertenecido,
y concluye en el cuerpo, y desentierra
lo que no existe: otros hoy; otros párpados,
sin dientes;
otros significados de la sangre;
otras almas, que, hiriendo, acariciaban; otros
yos, entenebrecidos de pureza,
no colmados aún de sí,
y no este yo, a quien nadie ha besado jamás.
La memoria depura el tiempo
reduciendo sus fístulas,
dinamitando sus angiomas,
exonerándolo de cálculos
y de lenguaje; pero el tiempo,
sin lenguaje, habla.
Recuerdo
los días voluptuosos,
anclados en su vuelo, naciendo en cada muerte,
haciéndose
carne del agua,
forma del agua,
sudando eternidad; recuerdo
las ruinas
iridiscentes
en las que el yo encontraba
su nacimiento
y su caos. Ahora nada queda del árbol
que veo
ni de los ojos
con que lo veo;
nada subsiste del horror
presente
en las cosas: la lengua que agasaja
vulvas o esculpe estrofas
atrae
también a los gusanos,
y el coche
que casi me atropella
lo conduce alguien que ya ha muerto,
y en los anuncios
que me descubro
mirando
se ensalzan
esclavitudes
de las que participo,
fantasmas adornados con mi sexo
y mis derrotas,
úlceras que se extienden por la piel
y los relojes,
sin distinguir los poros
de los minutos. No perduraré:
me devorará el sol. Tampoco
perdurarán las sombras
que son mis huesos,
la telaraña
en que me agosto, porque me ilumino
de nada, porque muero.
No sobrevivirán mis versos,
porque no son planetas,
ni monstruos
infinitesimales,
ni casas de madera y resplandor,
sino riadas de huecos,
amor adusto,
mordiscos paradójicos
que zigzaguean entre cuajarones
de noche; ni aquel otro relumbrar,
incompatible
con lo real, mas pleno de realidad, áureo
en su silencio o en su estremecimiento,
que comprendía el pájaro y la ausencia del pájaro,
que cultivaba puentes y demolía puentes,
que enlazaba lo triste
con lo total,
y en cuyo lecho amontonaba piedras
y pezones. El ojo ha enmudecido.
Ya no crean el mundo los recuerdos.
Ya no
existe
el lugar en el que era innecesaria
la mirada, y las flores
se desclavaban
y se entregaban
al tiempo, en el que se enderezaban
las fuentes, y los labios ardían con la lluvia
como bengalas submarinas.
Sólo existe el olvido:
el de aquella mujer que pasa por la calle,
corroída por su fugacidad,
zarandeada
por células amargas; el del tren que se adentra
en lo inaprehensible y lo repleta
de su carne veloz;
el de la peonía que me observa
como si ambos fuésemos un solo
temblor,
una sola verdad.
Pero la única verdad
es nadie, nada,
la levedad que me sostiene,
los párpados devastadoramente
abiertos que me enfrentan
a mí,
y que desvelan
la ceguera que soy, la amputación
que me pare. Mi casa es el olvido.
Y lo percibo en cada línea
que trazo en el papel, en cada vértice
de la greca sombría
con que perfilo
el quieto sucederse de las horas.


EDUARDO MOGA
(Cuerpo sin mí, Bartleby, 2007)

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