V
Año
Nuevo
La
botella reposa. Su óvalo se destensa
y
el vidrio absorbe
la
luz vertida por un sol
arenoso,
y se estira como una llama verde,
como
el espasmo verde
de
un cuerpo cuya carne fuese
su
fulgor. Me sorprende,
no
obstante,
que
siga ahí,
donde
ayer la dejamos
(o
donde se cayó).
La
botella proclama la constancia del ojo:
el
ojo insiste en ver,
y
las cosas se acogen a él
como
si él las nombrara,
como
si sólo
en
su lumbre convexa
se
ensimismasen
y
consumaran.
El
cielo ha muerto —su cadáver
vagabundea
por entre los plátanos,
arañado
por humos y vencejos—,
pero
aún abriga
poder,
y axilas, y abrasiones,
que
inquieren
por
qué me pliego
a
este oscurecimiento, y confío
en
la palabra, y mezclo mi materia
con
la materia
inexplicable
de la Tierra.
Una
imprecisa palidez
recae
en cuanto veo: las bandejas
con
restos de comida, los ladridos
amarillentos
de
un perro, los minutos húmedos
de
polvo;
y
las irisaciones
de
lo fugaz anuncian
que
algo se llena
de
pétalos,
o
que sucumbe.
Los
tenedores, recamados
de
penumbra, reniegan de su ser:
son
sólo duda, aleación de masa
y
de vacío.
Las
copas
se
ablandan: su perfume
envejecido
impregna las hileras
de
libros y las sábanas convulsas,
que
aún recuerdan
el
cuerpo,
su
sangre despeinada,
su
lacre frágil.
Está
empezando a llover. La efímera
plata
del agua ciñe la soledad del mundo
e
irrumpe,
con
su ruido fragante, en los ruidos callados,
en
la geometría
de
lo visible, pero ya ido. Cae
también
la lluvia
dentro
de mí:
en
las arterias, y en los calcetines,
y
en la melancolía,
aunque
en la casa haya sol, ecos
del
sol,
áridas
mojaduras en el yeso
y
los estantes.
La
agitación
que
hubo se ha refugiado
en
los rincones aturdidos:
es
niebla tensa,
en
cuyo seno las botellas
y
los papeles
y
los preservativos
se
duermen
o
desdibujan, y los líquidos
se
confunden, y el ojo no renuncia
a
su gravitación, a empujar a las cosas
a
su existir,
y
agavillarse y naufragar
en
la irrealidad de lo observado.
Solo,
herido por el ojo,
percibo
espectros
con
límites y labios, cosas inexistentes
que
pesan,
y
soles,
y
cuerpos presos
en
su caer,
pese
a no haber nacido todavía;
y
cruzo la frontera de los días
que
son, ya, este día
y
este derramamiento azul
que
prefigura
mi
propia y silenciosa
disipación.
VI
Se
ensancha la luz: rompe el molde
del
aire y se desploma en el aire,
entre
chasquidos
de
estambres y antracitas. Luego,
acendrada
en fulgor, satura lo real,
y
se derrama en lo invisible, e inunda
los
escarpes del cielo. La mañana,
hecha
de luz, perece con la luz.
Como
una casa, se exacerba
y
se licua, y su negra limpidez
embriaga
los
ojos,
y
empapa
los
adoquines,
y
se dilata
como
una mano
que
se posara
en
un pecho. Se enfría la memoria: no alumbra
sino
un rumor borroso
que
serpentea
entre
rostros que han sido nuestro rostro
y
noches que nos han pertenecido,
y
concluye en el cuerpo, y desentierra
lo
que no existe: otros hoy; otros párpados,
sin
dientes;
otros
significados de la sangre;
otras
almas, que, hiriendo, acariciaban; otros
yos,
entenebrecidos de pureza,
no
colmados aún de sí,
y
no este yo, a quien nadie ha besado jamás.
La
memoria depura el tiempo
reduciendo
sus fístulas,
dinamitando
sus angiomas,
exonerándolo
de cálculos
y
de lenguaje; pero el tiempo,
sin
lenguaje, habla.
Recuerdo
los
días voluptuosos,
anclados
en su vuelo, naciendo en cada muerte,
haciéndose
carne
del agua,
forma
del agua,
sudando
eternidad; recuerdo
las
ruinas
iridiscentes
en
las que el yo encontraba
su
nacimiento
y
su caos. Ahora nada queda del árbol
que
veo
ni
de los ojos
con
que lo veo;
nada
subsiste del horror
presente
en
las cosas: la lengua que agasaja
vulvas
o esculpe estrofas
atrae
también
a los gusanos,
y
el coche
que
casi me atropella
lo
conduce alguien que ya ha muerto,
y
en los anuncios
que
me descubro
mirando
se
ensalzan
esclavitudes
de
las que participo,
fantasmas
adornados con mi sexo
y
mis derrotas,
úlceras
que se extienden por la piel
y
los relojes,
sin
distinguir los poros
de
los minutos. No perduraré:
me
devorará el sol. Tampoco
perdurarán
las sombras
que
son mis huesos,
la
telaraña
en
que me agosto, porque me ilumino
de
nada, porque muero.
No
sobrevivirán mis versos,
porque
no son planetas,
ni
monstruos
infinitesimales,
ni
casas de madera y resplandor,
sino
riadas de huecos,
amor
adusto,
mordiscos
paradójicos
que
zigzaguean entre cuajarones
de
noche; ni aquel otro relumbrar,
incompatible
con
lo real, mas pleno de realidad, áureo
en
su silencio o en su estremecimiento,
que
comprendía el pájaro y la ausencia del pájaro,
que
cultivaba puentes y demolía puentes,
que
enlazaba lo triste
con
lo total,
y
en cuyo lecho amontonaba piedras
y
pezones. El ojo ha enmudecido.
Ya
no crean el mundo los recuerdos.
Ya
no
existe
el
lugar en el que era innecesaria
la
mirada, y las flores
se
desclavaban
y
se entregaban
al
tiempo, en el que se enderezaban
las
fuentes, y los labios ardían con la lluvia
como
bengalas submarinas.
Sólo
existe el olvido:
el
de aquella mujer que pasa por la calle,
corroída
por su fugacidad,
zarandeada
por
células amargas; el del tren que se adentra
en
lo inaprehensible y lo repleta
de
su carne veloz;
el
de la peonía que me observa
como
si ambos fuésemos un solo
temblor,
una
sola verdad.
Pero
la única verdad
es
nadie, nada,
la
levedad que me sostiene,
los
párpados devastadoramente
abiertos
que me enfrentan
a
mí,
y
que desvelan
la
ceguera que soy, la amputación
que
me pare. Mi casa es el olvido.
Y
lo percibo en cada línea
que
trazo en el papel, en cada vértice
de
la greca sombría
con
que perfilo
el
quieto sucederse de las horas.
EDUARDO
MOGA
(Cuerpo
sin mí,
Bartleby, 2007)
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